domingo, 23 de julio de 2017

No querer ver / RODOLFO IZAGUIRRE


Rodolfo IzaguirrePara Menena Cottin

Durante años, hasta que el chavismo me expulsó de allí, sostuve en Radio Nacional un microprograma diario titulado El cine: mitología de lo cotidiano. Resultaba algo absurdo hablar de cine por radio, pero era algo que bien podía ocurrir en el disparatado país venezolano que me tocó en suerte. Al principio no sabía cómo hacer hasta que Orson Welles, experto en radio y en invasiones marcianas, dijo que la radio era cine para ciegos: se trataba de producir imágenes visuales empleando palabras y efectos sonoros.
Pensaba en los ciegos, cada vez que escribía uno de aquellos programas. Entendí que para muchos la ceguera significa ignorancia del verdadero estado de las cosas. Los videntes ven y esa es la norma. Pero, ¿pueden verse a sí mismos? El ciego desarrolla extremadamente los otros sentidos y acaso, a la larga, resulta ser un privilegiado porque llega a percibir secretas realidades demasiado ocultas para ser advertidas por los que ven. Un ojo me mira, ¡pero el hombre ciego puede estar mirando dentro de mí! Como si perteneciera a otro mundo. “Ve” con otros ojos; lo que determina que se sitúe en un nivel diferente.
Lo expresó, a su manera, Chuang-tzu 300 años antes de Cristo: “Un mochuelo puede, en la oscuridad de la noche, coger una pulga y ver la punta de un pelo; pero, una vez hecho día, con los ojos muy abiertos, no llega a ver una montaña. Se trata de cualidades naturales diferentes”.
¡Se dice que el ojo humano no puede mirar al sol porque él es un sol: es un foco de luz que desarrolla e ilumina el conocimiento! La Justicia, la Fortuna y el Amor, sin ser ciegos, andan por el mundo con los ojos vendados porque siendo focos de luz hay que cegarlos, frenarles cualquier desbordamiento apasionado. 
En la antigüedad, la ceguera llegó a considerarse como un castigo de los dioses cuando advirtieron en el vidente posibles abusos del don de la clarividencia. Homero era ciego, Milton también lo era y Borges. ¡Edipo, atormentado, se arrancó los ojos...! Las lágrimas, al ver a la madre sufriente evitaron, en la novela de Julio Verne, que el hierro candente le quemara los ojos al correo del Zar.
La diseñadora gráfica y escritora Menena Cottin observó que permanecemos en la oscuridad buena parte del tiempo y es la imaginación la que nos ofrece un tercer ojo como un nuevo foco de luz. Ella y Rosana Faría diagramaron en 2007 un libro hermoso llamado El libro negro de los colores en el que un niño invidente los asocia con el sabor de las frutas y dice que el rojo es ácido como la fresa y dulce como la patilla. Y en otro libro suyo, Cierra los ojos que vamos a ver, cerrando la mano y tocando la sucesión de nudillos, Menena le hizo ver a su amiga invidente mexicana cómo es una montaña, sus picos, hondonadas y cordilleras: “Cierra el puño de tu mano izquierda y toca con la derecha los nudillos que sobresalen prominentes en la parte de arriba del puño. Con tus dedos recorre y siente cómo los nudillos se elevan y entre ellos hay depresiones. Tal cual, así, es una cordillera montañosa, las cimas son las partes altas, las depresiones son las faldas de las montañas. Notarás que unos nudillos son más elevados que otros, estos serían los picos cubiertos por nieves eternas”. Además, Menena le dio a conocer a su amiga, con palabras e imágenes, el poder de los colores.
¡Simón Bolívar supo ver lo que se le venía encima! “¡Vámonos, volando!”, le dijo a José Palacios, su servidor más antiguo. “Que aquí no nos quiere nadie!”. En Bogotá le decían Longanizo aludiendo a un loco de la calle con obsesión por los uniformes. Por eso entristece y enerva que sean muchos los videntes que se empeñan en no ver lo que acontece a su alrededor: las artimañas del socio, los engaños de la pareja, el dinero que misteriosamente desaparece de la alcancía, de la caja registradora o del tesoro público; los intelectuales enchufados, el apoyo de las masas que va disolviéndose a medida que se suceden las equivocaciones del mandatario o se acentúan sus encrespamientos autoritarios. ¡Macarao y Antímano ya no son chavistas!, gritaba la gente durante la arrolladora consulta popular contra la nefasta constituyente que pretende imponernos la satrapía. Se escuchó una voz disidente: ¡Esto no es Chacao; esto es Caricuao!
¡Es ver, pero al mismo tiempo es no querer ver! La prepotencia, la presencia militar, el largo brazo cubano, la terrible soledad del poder clavan en el déspota el puñal de la desconfianza y junto con el miedo de caer pierde no solo el contacto que tenía con la gente sino el que pudo haber sostenido consigo antes de asaltar el palacio. Entonces se confunde, se convierte en otro, en un ser desdichado, terco y ciego que habla con las vacas. Se comporta empecinadamente sin escuchar las advertencias que pudieran asomarle sus allegados. Actúa como la mujer terca que llevaba la contraria a todo lo que fuese. Si la canción dice ¡yo no te puedo olvidar!, ella cantaba: ¡Yo sí te puedo olvidar! Y cuando harta de su propia intemperancia se lanzó suicida al río ¡fueron a buscar su cuerpo en las cabeceras! 
Hay manifestaciones opositoras que alteran y obstaculizan la vida de las ciudades, rechazos a las políticas oficiales; desencanto, rabia y desilusión. Se exige un cambio de timón, pero el timonel se tapa los oídos como un Ulises de utilería, no escucha el clamor y continúa su loca y ciega navegación hacia los arrecifes del fracaso.
Su ceguera consiste en creer que desde el poder se es eterno, que se puede sojuzgar a los otros, asestar golpes bajos a la Constitución; que las golondrinas tienen que obedecerle y hacer nidos en los aleros del palacio; que solo valen las armas del cuartel y en modo alguno las del pensamiento y la imaginación. ¡Y me rebelo!
¡He aprendido a ver no con los ojos sino con el espíritu; veo las montañas en los furiosos nudillos de mi mano convertida en puño y miro al país con la luz que emana de la mirada ciega del que sabe ver!

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