lunes, 12 de marzo de 2018

OBSERVAR A LAS ABEJAS

El diseño perfecto de Dios está en todo lo que vemos, incluso en los hexágonos de una colmena.

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Si hay una cosa que goza de buena fama en la Biblia, es la miel. Se encuentra mencionada por lo menos sesenta veces entre Génesis y Apocalipsis, y es alabada sin reservas en la mayoría de los pasajes. Por ejemplo, la Tierra Prometida es una “tierra buena y ancha… que fluye leche y miel” (Éx 3.8). El maná, el alimento que Dios utilizó para sustentar a su pueblo en el desierto, era “blanco, y su sabor como de hojuelas con miel” (Éx 16.31). Juan el Bautista se alimentaba solamente con esta dulce sustancia, y con langostas (Mt 3.4). Incluso Salomón, ese astuto y sabio rey, asemeja las palabras agradables al panal de miel, llamándolas “suavidad al alma y medicina para los huesos” (Pr 16.24).
Pero cuando se trata de las abejas, los elogios son más difíciles de encontrar. Tengo una relación de amor y odio con estas pequeñas criaturas. Mi esposo Wayne es apicultor —un colmenero, por así decirlo— y hemos tenido en ocasiones hasta diez colmenas en el patio trasero de nuestra casa, y aunque no soy alérgica a las abejas ni tampoco les tengo miedo, reconozco que compartir un patio con nada menos que 500.000 de ellas puede ser un poco desconcertante. Aun así, cuando llega el momento de embotellar su duro trabajo, yo sumisamente me pongo un traje blanco (con un velo), enciendo la humareda para aquietarlas y ayudo con la cosecha.
Jesús dijo a sus discípulos: “Mirad las aves del cielo” y “considerad los lirios del campo, cómo crecen” (Mt 6.26-28). Pero como guardiana de abejas, he descubierto también que hay un conocimiento espiritual que podemos sacar de ellas.
La primera vez que apreté la oreja contra la parte superior del cajón de una colmena, lo único que oí fue una vibración frenética, pero este gran ruido, en realidad, cumple una función. Para preservar la cera, la miel y los huevos que hay dentro, la colmena debe permanecer a una temperatura constante de 94° F (35º C). Es por eso que las abejas, o bien elevan la temperatura de la colmena mediante la vibración de los músculos con que vuelan, o bien la bajan abanicando sus alas. Lo que yo llamaba un zumbido salvaje era el sonido de estas criaturas de Dios trabajando de acuerdo con los propósitos de Él.
El panal también es una maravilla. Su armazón no parece sino una masa bulbosa de cera que al ser quitada nos muestra una serie de hexágonos, una compleja secuencia de mosaicos ámbar de apariencia impecables, como nada que hubiese podido ser creado por el hombre. Esta asombrosa creación, además de ser hermosa es práctica.
El matemático griego Pappus de Alejandría utilizó el panal de abeja como un ejemplo en el quinto tomo de su obra “Colección matemática”. Elogió sus casi perfectas estructuras, diciendo que fueron construidas haciendo uso de cierta planificación geométrica. En 1999, otro académico, Thomas C. Hales, demostró que el hexágono es la manera más eficiente para dividir una superficie en regiones de igual área con el menor perímetro total. En otras palabras, la figura de seis caras es la mejor para el objetivo de la abeja, ya que le permite almacenar la mayor cantidad posible de miel utilizando la menor cantidad de cera. No soy una genio de las matemáticas, pero creo que esa clase de perfección no sucede por casualidad.
¡Y ni hablar de su magnífico sabor! No hay nada mejor que rebanar un tibio pedazo del panal y comerlo de inmediato, con cera y todo. El sabor —radicalmente diferente a lo que se encuentra en los estantes del supermercado— es tan intenso, que llena cada centímetro de nuestra cabeza con un aroma y un dulzor deliciosos. Las abejas no son más grandes que la uña del dedo, pero pueden volar hasta siete millas (11 km) para conseguir el mejor néctar, por lo que la miel puede saber a cualquier cosa, desde flores de acacia hasta salvia.
Sin embargo, a pesar de lo deliciosa que es la miel, no es el regalo más grande que se encuentra dentro de una colmena. Es conocer el trabajo de Dios. El rey David dice: “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma” y es “[deseable] más que el oro”, y más [dulce] que miel, y que la que destila del panal” (Sal 19.7, 10). Observar el trabajo de las abejas es como contemplar un milagro, un trabajo que se produce sin ninguna ayuda nuestra, desde que se abrió la primera flor en el Edén. Las abejas son criaturas creadas para un propósito específico, la evidencia tangible del orden perfecto de Dios de todas las cosas. Estas diminutas criaturas —tan esenciales para nuestro ecosistema, como son la lluvia y el sol— trabajan exactamente como Dios se propuso que lo hicieran. Observarlas me recuerda que la existencia del mundo no depende de mis débiles esfuerzos, sino de la instrumentación de su divina voluntad.
Muchas veces pierdo de vista esto cuando el mundo deja de tener sentido para mí y me hiere con su indiferencia. Es por eso que trabajar con las abejas trae sanidad a mi alma. Ellas sienten ansiedad y reaccionan a la misma, de modo que cuando estoy en la esfera de las abejas puedo realizar múltiples tareas o meditar en otros problemas. Libre de distracciones, levanto y examino las armazones de miel en una reconfortante cadencia, y con cada movimiento deliberado, mi corazón se calma como el mar que el Señor Jesús reprendió en una ocasión (Mt 8.26).
En este reconfortante espacio, el zumbido de las abejas se convierte en una invitación a la oración, y experimento algo que solo puedo llamar “la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento” (Fil 4.7). Observo esos pequeños cuerpos revoloteando en perfecta sincronía de unos con otros, y entiendo en alguna parte, en lo profundo de mi alma, y en un lugar más allá de las palabras o la lógica, que no necesito preocuparme por el futuro o afanarme por satisfacer mis necesidades o deseos. Al igual que las abejas, fui creada; pero con un valor más especial pues soy una hija de Dios cuya vida es también parte de un plan maravilloso. Mi tarea es simplemente conocer y glorificar a mi Dios, viviendo de la manera que Él ha dispuesto para mí. Y eso es más dulce que cualquier cosa —incluso que la miel.

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