jueves, 16 de mayo de 2019

Línea entre Dos: El Waterloo de Luis Aparicio no es el final, es el comienzo




El único venezolano con un nicho en el Salón de la Fama de Cooperstown cumple 85 años de edad. Celebremos su leyenda con una historia que todo fanático del beisbol debe tener presente

Un día el cuerpo de Aparicio se desvanecerá de Venezuela y de la Tierra entera, pues ni siquiera héroes con epopeyas tan o más grandes que él se salvan del final. Nos pasa a todos y a los que vienen también les ocurrirá. Pero mientras la vida esté allí cada año representa una oportunidad para recordar que la historia del Pequeño Luis en el mejor beisbol del mundo comenzó con la victoria y conquista de Waterloo… ¡Qué envidia tendría Napoleón!

Andriw Sánchez Ruiz | @AnSanchezRu

Luis Aparicio Montiel, el pequeño hombre que brotó de la tierra de Maracaibo bajo la fuerza vital del sol zuliano, el 29 de abril de 1934, se comenzó a ganar una silla en el Olimpo de la pelota al hacer algo que ni siquiera el genio militar Napoleón Bonaparte logró: triunfó en Waterloo.
Así es, y nadie que sepa la historia puede refutar el hecho.

Aparicio es tan excepcional que “su Waterloo” no es el final de una campaña gloriosa, sino el comienzo de lo que terminó en la gesta más grande hasta ahora en la historia los héroes del beisbol venezolano, cuyos registros datan de hace 80 años. Obviamente, Aparicio no era un general beligerante que andaba a caballo por campos de batalla, en plenas conquistas de lugares. Y aquel Waterloo que lo vio florecer no tenía nada que ver con los parajes belgas que sirvieron como marco a la conclusión de las Guerras Napoleónicas.

En la modestia de aquel pueblo de Iowa, en donde los Medias Blancas de Chicago tenían su sucursal B, se gestó una historia que fue pionera a casi todos los relatos posteriores de venezolanos en las mayores (si creía que los cuentos de superación de Víctor Davalillo y José Altuve eran únicos, dese un chance de leer esto).
En 1954, con 20 años de edad, Aparicio recibió la oportunidad de sacar su talento de la vitrina gloriosa -pero regionalista por naturaleza- del mítico beisbol zuliano, con sus recordados Gavilanes, Pastora y Rapaces. El periodista Augusto Cárdenas, que estudió la vida y obra del nacido de la estirpe de Luis Aparicio Ortega, recuerda en las páginas de Mi Historia que los pasos de Litte Louie bien pudieron haberse iniciado con un penacho de Indios de Cleveland, pero Hank Greenberg (gerente general del equipo) lo consideró “demasiado pequeño” para las Grandes Ligas –entienden que Altuve no fue el primero y tampoco el único espectacular-.
Las puertas del Edén del beisbol le fueron abiertas por las manos de Frank Lane (gerente general de los Medias Blancas de Chicago). Esa no es la única bienaventuranza de Aparicio. El talento en su ser fue acompañado por bendiciones casi celestiales más que fortuitas. Desciende de las hazañas de su padre Luis Aparicio, tan Grande para el Zulia que con ese mote es que se sazona su identidad; su tío Ernesto también había hecho del apellido una atracción (es una historia que Vladimir Guerrero Jr. repite de una u otra forma). Y allá, en Waterloo, en donde fue tratado con gentileza en medio del Estados Unidos de divisiones raciales de los 50’s, hasta recibió el cobijo de dos ancianos desconocidos que lo alimentaron con el calor que solo existe en la tibieza de la comida de casa –basta de sándwiches y cereales-.

Tuvo la dicha de caminar codo a codo con Alfonso “Chico” Carrasquel, su ídolo y el de toda la Venezuela beisbolera de mediados del siglo XX, y no solo eso: fue su pupilo, el que lo introdujo a la idiosincrasia americana, desconocida para el muchacho marabino que nunca había pisado un lugar más allá de Venezuela.

El Waterloo del camino a Cooperstown –y recordamos que en ese caso es el inicio de todo- ocurrió hace más de 60 años. Hoy, 29 de abril de 2019, Aparicio cumple 85 primaveras. Está en Barquisimeto, rodeado de familia y amigos, y del halo que solo alcanzan los imperecederos.
En algún momento de 1963, cuando Aparicio ya era conocido como la novedad que se robaba almohadillas con la facilidad del que encuentra piedras en una cantera, y también como el mejor campocorto defensivo de las Grandes Ligas, la gente comenzó a decir que los Orioles de Baltimore tenían el mejor lado izquierdo de cualquier infield: el marabino estaba al lado del antesalista Brooks Robinson. Tres años después (1966), los dos, acompañados de los también miembros de Cooperstown Jim Palmer y Frank Robinson, ganaron la Serie Mundial.

La velocidad lo hizo el amo y señor de las estafas por nueve años consecutivos, récord intacto en la Gran Carpa. El robo de base se convirtió en algo relevante que, si bien pocas veces decide un encuentro, puede ayudar a definir, pues simplifica la siempre complicada elaboración de una carrera. Aparicio entendió todo eso en una era de oscurantismo del beisbol pequeño, y por esa razón marcó una era.

Tuvo elegancia y virtuosismo en las paradas cortas, mucho más que su padre y que su maestro. Incluso hoy en día, con las proezas de David Concepción, Omar Vizquel u Oswaldo Guillén –por nombrar algunos de los más relevantes-, su estilo es recordado y alabado. Así ganó nueve Guantes de Oro, así fue a 13 Juegos de Estrellas, así fue nombrado Novato del Año de la Liga Americana en 1956 y así perdió por muy poquito el Jugador Más Valioso del nuevo circuito en 1959 con Nellie Fox, su compañero de llave en la segunda base en los patiblancos y quien también se encuentra en el Salón de la Fama.
Un día el cuerpo de Aparicio se desvanecerá de Venezuela y de la Tierra entera, pues ni siquiera héroes con epopeyas tan o más grandes que él se salvan del final. Nos pasa a todos y a los que vienen también les ocurrirá. Pero mientras la vida esté allí cada año representa una oportunidad para recordar que la historia del Pequeño Luis en el mejor beisbol del mundo comenzó con la victoria y conquista de Waterloo… ¡Qué envidia tendría Napoleón!

¡Feliz cumpleaños, Aparicio!

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