miércoles, 26 de octubre de 2016

A Borges le gustaba el tango, arrabalero, cuchillero, y no ''el pensamiento triste que se baila''.

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Cuatro conferencias del gran Borges dadas en Buenos Aires en 1965. Un momento pleno del autor. Quizás una casualidad (vasco-gallega) las ha conservado. Borges inédito y de gratísima lectura. Y acaso no la única sorpresa que pudiera guardar la época, pues es bien sabido que antes incluso de ese tiempo -y cuando perdió el antiguo temor que había tenido de hablar en público- Borges se ganó no desdeñables sueldos como conferenciante, ya que al menos en ese momento (y no suena a mala práctica) el público pagaba por asistir a conferencias, lo que supone eliminar el todo vale o el absurdo en el hervor capitalista la cultura es gratis. Las conferencias las acaba de publicar Lumen, con el visto bueno de María Kodama, y su título es sugestivo, El tango. Ah, ¿pero a Borges le gustaba el tango? Yo hubiera dicho que no especialmente, oigo decir...
Desde luego a Borges le gustaba poco o nada el tango que puso en boga mundialCarlos Gardel, por ejemplo. Quizás a veces injustamente (pienso en un tango comoCambalache) no le gustaba el tango internacionalizado al que moteja de «cursi». A él, que de muchacho había sido vecino de un poeta posmodernista como Evaristo Carriego, cantor del barrio y sus gentes, y al que dedicó un libro en 1930, le gustaba sobre todo el tango malevo, el tango de finales del XIX, bailado en casas de mal vivir por orilleros y compadritos, hombres de faca y cuchillo, que hacían los quiebros y cortes del tango con esas mujeres de arrabal y burdel con las que lo danzaban.
Así es que a Borges le gustan milongas o tangos viejos como El choclo y poetas de aura tardomodernista que recreaban el orbe tanguero como Carriego o Marcelo del Mazo, que en un poema titulado Chusma de amor pinta a dos bailarines y dice «pero iban blandamente, a compás los bailarines/ y despacio, sin notarlo, la pareja se besó».
Ese mal mundo era el tango original -sobre el que Borges se explaya bien y con toda amenidad- y que a veces «lo bailaban entre hombres solos». Porque al compás de un tango que es La morocha «lucen ágiles cortes dos orilleros». Son los guapos y los compadritos de mal vivir los que atrajeron a aquel Borges que desde su juventud (e incluso en el lenguaje jergal, lunfardo) vio en todo ese mundo una posible épica acaso comparable a la gauchesca. Por eso, aunque la definición no deje de ser bonita y la utilizara Ernesto Sábato recordando a Borges y a su vieja pasión tanguera, aquello de «el tango es un pensamiento triste que se baila», al autor de El Aleph no le gustaba nada. Para él el tango es arrabalero y cuchillero y algo procaz (aunque en eso se detenga menos). El tango verdadero -y las conferencias lo van desgranando- pertenece en plenitud a lo que él mismo llamó «la secta del cuchillo y del coraje», en cuya estela escribió uno de sus más famosos cuentos antiguos (llevado después al cine), Hombre de la esquina rosada.
No, Borges no entra en los tangos melancólicos sino en el tango viejo, lleno de personajes valientes y matones como Juan Moreira o Jacinto Chiclana: mitología de puñales. «Y los duelos a cuchillo/ le enseñaron a bailar». Borges sin más.

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