Los tribunales virtuales son un sub producto del surgimiento de las redes sociales. La repetición de datos, informaciones, rumores, chismes, medias verdades, verdades relativas, absolutas e incluso fabricadas está a la orden del día.
Las acusaciones, con o sin pruebas, salen de fuentes identificadas o no identificadas, tras las cuales puede haber una industria sofisticada, especializada en la destrucción de reputaciones con la idea de descalificar posiciones políticas, demoler liderazgos y abrirle caminos a propuestas aliñadas con odio, resentimiento y supuesta supremacía moral.
Esa industria, además de poderosa, es oportunista. Calcula cada letra, cada frase, cada párrafo. Sabe captar incautos que repiten sus “sentencias” sin verificar nada. No le importa que en sus generalizaciones cause un irreparable daño a inocentes. O mejor, precisamente busca hacer eso, para generar un miedo paralizante y crear un fenómeno de auto extorsión colectiva.
Quienes controlan esa maquinaria quedan al descubierto y en evidencia cuando le suben volumen a casos en los cuales aparezcan involucrados o señalados personas, grupos, empresas, partidos, medios o instituciones a las cuales es preciso destruir como paso indispensable para coronar sus, casi siempre ocultos, objetivos. Y con la misma frescura le bajan los decibeles o silencian totalmente cuando se le sale una rueda a la carreta y hay que proteger la reputación de “uno o una de los nuestros”.
Para ese trabajo se valen de la multiplicación de cuentas en tuiter, Instagram u otras redes sociales, que cuando uno se detiene a revisarlas puede verle las patas a ese caballo. Cuentas de cinco, diez o veinte seguidores, operadas desde una casa matriz. Esos robots, vaya locura, hacen las veces de tribunales de inquisición. Y decenas, cientos o incluso miles de usuarios repiten tan mecánicamente con esos robots, lo que no les consta. Lo que no ha sido verificado, contrastado y finalmente comprobado.
Entonces, ante esa avalancha de" información", donde se mezcla agua de manantial con agua de cloaca, las opciones son pocas y mucho el riesgo. Pero son básicamente dos: callar y aceptar como bueno lo que digan con o sin pruebas, o atreverse a saltar a ese Guaire comunicacional para lavar una reputación destruida con o sin argumentos.
La otra es convertirse en lo mismo. En productores y diseminadores de excremento para engrosar el caldo en el cual quieren cocinar a todo aquel que no le rinda culto a la raza aria de estos tiempos. A los fascistas del teclado, que quieren convertir a las redes sociales en los campos de concentración del siglo XXI, mientras preparan el terreno para emular, ya no virtualmente, a la bestia del bigote recortado que azotó a Europa en los años cuarenta. A lo mejor lo están logrando.
Nadie está a salvo de esa maquinaria nacida para buscar venganza y no justicia, para destruir y no construir, para volver trizas cualquier milímetro de condición humana. Quien en las redes sociales se sume con sus dedos a darle legitimidad y poder a ese monstruo no por ello estará a salvo, y en cualquier momento o circunstancia, laboral, personal, política, religiosa o de otra índole, no recibirá a cambio ni una pizca de compasión cuando le toque su turno en el crematorio.
No me someto ni me someteré a ese “tribunal” que sesiona en el albañal de la canallada, al final la verdad se defenderá sola. Sin tener necesidad de alimentarle el ego a las teclas pre pagadas que pretenden erigirse en certificadoras o descertificadoras de la honestidad de los demás, aunque las suyas carezcan de la más mínima autoridad moral.
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