El otoño es sinónimo de vuelta al trabajo, a los horarios establecidos y a las costumbres diarias. Aunque cueste retomarla, llevar una vida ordenada contribuye al bienestar físico y emocional.
EXISTEN MÁS DE 300.000 entradas en Google que responden a “depresión posvacacional”. La depresión es un trastorno psiquiátrico que requiere tratamiento médico, farmacológico y psicoterapéutico. Emplear esos términos para hablar de la pereza que nos da volver al trabajo después de una temporada ociosa es convertir en enfermedad lo que simplemente es una resistencia natural a retornar a las obligaciones.
Los infinitos artículos que recogen esa supuesta dolencia enumeran “síntomas” como los trastornos del sueño y la alimentación, el cansancio, el descontrol horario, la apatía… Elementos propios de algunas patologías psiquiátricas, pero, eso sí, una vez descartadas otras causas como haber pasado semanas trasnochando, durmiendo largas siestas, comiendo a deshora, viajando, gastando a capricho… Lo habitual en vacaciones.
Claro que hay personas que padecen realmente trastornos de ansiedad, estrés, incluso depresión cuando regresan. Pero, en esos casos, hay que estudiar seriamente qué les ocurre con su trabajo. Estos síntomas pueden revelar un problema más profundo, como acoso, frustración, manipulación o trastornos obsesivos en el entorno laboral.
Trabajar y tener una vida ordenada es saludable. Y eso, aunque pueda parecer tedioso, nada tiene que ver con la monotonía. Sostenía Freud que la salud mental consiste en la capacidad de amar y de trabajar. Y cualquiera que haya pasado por la consulta de un psiquiatra o un psicólogo sabe que las preguntas sobre el trabajo y sobre los hábitos de sueño y alimentación son de las primeras que se plantean. La vuelta a las obligaciones requiere retomar unos hábitos que, lejos de provocar síndromes, son los aconsejados por cualquier especialista: llevar un horario razonable de sueño y comidas, alimentarse de manera sana, evitar el alcohol, tener espacios propios al margen de la vida familiar, mantener la mente activa… Todo lo que se empieza a hacer (o, al menos, se intenta) llegado el otoño.
Solo hay que observar a los más pequeños: cuando se les alteran las pautas de comida y sueño un día, lo pasan fenomenal con esa libertad que se les deja; pero, cuando la cosa se alarga por un tiempo, se descontrolan y se vuelven intratables. Un estudio publicado en el Journal of Abnormal Child Psychology revela que las rutinas familiares ayudan a moderar la impulsividad en los niños.
En los adultos, la falta de rutinas durante un tiempo prolongado tiene un alto coste mental. Por eso los jubilados o las personas que están paradas tienen menos riesgo de sufrir ansiedad, estrés o depresión si se fijan pautas y obligaciones: estudiar, hacer trabajos de voluntariado, ir al gimnasio u otra actividad, a unas horas y unos días determinados. Eso fomenta la autoestima, la sensación de ser útiles que todos necesitamos. Y ordena la vida.
La rutina es la repetición mecánica de actos a fuerza de acostumbrarse a ellos. Cuando una persona se levanta todos los días a las siete de la mañana, se ducha, desayuna y coge el autobús para llegar al trabajo, no tiene que pensarlo ni decidirlo: sencillamente lo hace. Hay un control sobre la realidad, una realidad ordenada que, para la mayoría de las personas, especialmente para las ansiosas, es tranquilizadora. Los hábitos protegen y ayudan a los individuos a sentirse seguros porque saben qué esperar. Además, automatizar nuestros actos diarios y someterlos a una disciplina nos permite disfrutar de más tiempo y emplear nuestra mente y nuestras energías en asuntos más necesarios o placenteros. La rutina, esta palabra tan denostada, rentabiliza nuestro tiempo y nuestro esfuerzo y nos da la oportunidad de vivir más intensamente aquello que nos interesa. Esta conclusión la defienden numerosos estudios, como los realizados por la psicóloga Samantha J. Heintzelman, autora entre otros de ‘Routines and Meaning in Life’ (Rutinas y sentido de la vida), publicado en el Personality and Social Psychology Bulletin.
Además de los hábitos físicos, las vacaciones alteran la manera en que las personas se relacionan consigo mismas y con su núcleo familiar, a veces de manera radical. Conviven días enteros con la pareja, los hijos, la familia propia, la política o los amigos. Hay poco espacio para uno mismo y demasiado tiempo rodeado permanentemente de gente. Se pasa, de no verse apenas en temporada laboral, a convivir 24 horas diarias como una piña y con la obligación de divertirse. No es casualidad que en septiembre se produzca el 30% de los divorcios que se registran al año en España. Por mucho que veamos en las redes selfis con puestas de sol y lunas de miel varias, las vacaciones no son un idilio sin fin para nadie. Además, la experiencia de muchos terapeutas cuando tratan a personas viudas es que lo que más extrañan son las rutinas compartidas. No echan de menos los grandes viajes y diversiones en pareja, sino los desayunos o las cenas en casa, la compra de los sábados juntos.
Las vacaciones cumplen su función: desconectar de las obligaciones, descansar, relajar nuestras costumbres, cambiar de aires… Pero es precisamente su carácter temporal lo que nos beneficia y nos provoca su disfrute, por mucho que a la vuelta se haga duro madrugar. Decía Jaime Gil de Biedma, en su poema Lunes, que “quizá, quizá tienen razón los días laborables”. Pero, por si acaso el poeta estuviera equivocado, siempre nos quedarán los fines de semana.
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