Denostación, lucha por un lugar, al fin respeto
Por Antonio Pippo
Cuando el tango fue cabalmente tal –ya alejado de su nacimiento impreciso entre los negros africanos llegados esclavos, que pusieron la primera piedrita–, se creó un ámbito dominado por los hombres que habitaban los suburbios, el bajo, los prostíbulos; unos hombres marginales, excluidos, cargando mucho resentimiento, prepotentes, identificados en la figura estereotipada pero real del compadrito. Fue, por tanto, la expresión de un arte popular muy básico que, aunque jocosa y alocada, en su pretendida diversión se convirtió en calle, patio y zaguán de un machismo arrebatado que ubicó a la mujer como objeto, más que sujeto, de su vulgaridad y procacidades.
Los propios escenarios parecían demandar ese adueñamiento patriarcal: ranchos, las tristemente famosas ‘casitas’, antepasadas del mundo prostibulario, donde aparecieron los primeros focos rojos y, al final de esta etapa, los oscuros, brumosos cabarets. Allí la mujer era una presa para el tigre, un motivo de burla y denostación o, como grosera concesión, una partenaire de segunda, la hembra que completaba el cuadro diseñado por el macho: muñeca de trapo para exhibir, bailarina o pupila.
No se puede mentir acerca de esta parte de la historia.
En la letras, no en la música
Obviamente, la música, fuese como fuese, no podía jamás exhibir ese machismo desproporcionado. No. Aparecía en las letras, que al principio fueron simples estribillos derivados de los cuplés que bajó de los barcos la inmigración española, y en los títulos de los tangos.
El lunfardo –mezcolanza de palabras sueltas aportadas por inmigrantes y criollos, que llegó a ser un dialecto carcelario y se convirtió en una lengua viva pues hasta hoy, aun sin gramática, sobrevive y va cambiando– se encargó, y muy bien, de ello. Fue la primera forma con pretensiones poéticas que tuvo el tango. Y la discriminación.
Hay algunas coplas que lo dicen todo:
“Cuando el bacán está en cama/ la mina se peina rizos./ No hay mina que no se espiante/ cuando el bacán anda misho”.
“Quisiera ser canfinflero/ para tener una mina,/ llenarla bien de bencina/ y hacerle un hijo chofer”.
“Canfinfle, ¡dejá esa mina!/ ¿Y por qué la voy a dejar?/ Si ella me calza y me viste/ y me da para morfar./ Me compra ropa a la onda/ y chambergo a la oriental./ Y también me compra bota/ con el taco militar”.
Pero el lunfardo fue cédula de identidad también de poetas que, aun con otras supuestas pretensiones, mucho influyeron en los estribillistas, y luego letristas, del tango. Entre los de cierto prestigio y más antiguos se recuerda a Carlos Raúl Muñoz y Pérez, alias El Malevo Muñoz, que firmó sus versos como Carlos de la Púa, autor de un único libro, La crencha engrasada, gracias al cual pasó a la posteridad. Su poema ‘Sor bacana’ es un himno impresionante de desprecio a una mujer:
“Cushifai, farolera… Sor bacana…/ Ventuda que le das dique a la merza/ con las cosas shoficas./ Voy a darte un dato fulero por gilurda,/ a ver si con el justo que te bato te achicás./ El vento que amarrocás,/ medias gambas, canarios…/ recuerdos de pamelas que achacaste fresquita,/ ha de ser poca guita para empaquetar otarios…/ ¡Esquenuna, tortera, bulebú… milonguita!/ Nunca un buen cadenero ha de cincharte el carro,/ paparula, samporlina, vichenza, gilota/ que me das en los quimbos/ justamente en el forro…/ ¡Nunca por vos un macho se hará chorro/ cuando toda esta runfla de farra y de cotorro, por chinchuda y por javie, no te dé más pelota!”.
Y qué decir de los títulos de los tangos de moda en aquel preámbulo de la aparición de la Guardia Vieja: ‘La clavada’, ‘La franela’, ‘Sacámele el molde’, ‘Correle la mano al negro’, ‘Con qué tropieza que no dentra’, ‘El serrucho’, ‘Siete pulgadas’, ‘Cachucha pelada’, ‘Concha sucia’ o ‘La concha de la lora’.
La lucha de heroicas mujeres
No obstante semejante realidad, que a grandes rasgos sería repetida, aunque con menos agresividad, durante gran parte de la Guardia Vieja –etapa más elaborada del tango musical que se inicia con ‘El entrerriano’, de Rosendo Cayetano Mendizábal, en 1897, y finaliza entre fines de la década de 1910 y comienzos de la de 1920– aparecen heroicas mujeres que, de distintas formas, tratan de abrirse paso forzando grietas en aquel machismo exacerbado, a la búsqueda de consideración y respeto.
Una de ellas fue Pepita Avellaneda, cuyo verdadero nombre era Josefa Calatti, nacida en Montevideo, aunque todavía se discute, en 1880 se instaló en Buenos Aires como cupletista y tonadillera. No tembló al presentarse en cafetines del bajo, donde se hizo muy popular, ni en decentes teatros a los que llegó por su tenacidad, como el Alcázar y el Cosmopolita: “A mí me llaman Pepita, jai, jai,/ de apellido Avellaneda, jai, jai,/ y cuando canto la milonga/ conmigo no hay quien pueda”. Su única concesión fue vestirse de hombre para actuar; llegó a cantar en el Palais de Glace, en el Armenonville y le estrenó tres piezas teatrales a Ángel Villoldo, el autor de ‘El choclo’.
La historia de otra pionera, Francisca Paquita Bernardo, es la historia de la brevedad de una vida intensa y respetada por el patriarcado. Nació en 1900 y murió en 1925. En 1921 se convirtió en la primera mujer directora de orquestas de tango, tocando el bandoneón, algo en esa época considerado escandaloso por los hombres y casi una provocación; sin embargo, pese a todos los pesares y a su corta vida, alcanzó el triunfo en los más reputados palcos: algunos documentos y la tradición oral dicen que el sonido de su agrupación era absolutamente renovador; tristemente, no dejó registros discográficos, pero sí el testimonio de algunos de sus compañeros que luego se convirtieron en legendarias figuras del tango: el pianista Osvaldo Pugliese, entonces prácticamente un chiquilín, el flautista Miguel Loduca y el violinista Elvino Vardaro, considerado uno de los mejores en la historia del tango. La hermosa Paquita vestía unas chaquetas oscuras y ajustadas y unas polleras amplias y floreadas, debajo de las cuales unas prudentes enaguas impedían que, al movimiento de su bandoneón, se le viera siquiera una pantorrilla. Un dato interesante: en 1923 se presentó durante varios meses en Montevideo.
María Luisa Carnelli tiene otro bien ganado lugar en esta galería de mujeres que se impusieron en un mundo de hombres y ayudaron a cambiar la dirección que había tomado el tango, hasta convertirlo en una expresión artística que evolucionó y terminó por alejarse, afortunadamente, de sus orígenes machistas y discriminadores. Nacida en Buenos Aires en 1898, en el seno de una familia de clase media acomodada, penúltima de cinco hermanos, recibió una esmerada educación en colegios privados y, muy joven, se convirtió en una periodista de nota y en una poetisa bien considerada por la crítica. Su historia es una curiosidad que muy pocos recuerdan: tanto a ella como a sus hermanos les apasionaba el tango; como el padre blasfemaba contra “esa música basta, desagradable, prostibularia”, y había prohibido que nadie de su casa se vinculase en modo alguno con ella, los chiquilines bailaban a escondidas y bajaban el volumen del gramófono para ocultar su “pecado”.
Ya consagrada por obras como ‘Versos de mujer’ (1922), María Luisa se desvivía por escribir letras de tango de mejor nivel, inspirada por otros poetas finos que lo habían intentado con éxito, caso de Manuel Ferradás Campos, autor de ‘Será una noche’, texto que fue una cuña metida en medio del corazón del lunfardo a comienzos de la década de 1920, cuando el “cocoliche” era todavía la principal fuente de inspiración de los creadores. Casada por imposición paterna muy joven, se divorció a los pocos años y se convirtió en la compañera de otro poeta, Enrique González Tuñón, hermano de Raúl, a quien acompañó hasta su muerte. Fue durante esa relación que hizo, entre otras, las letras de ‘El malevo’, de Julio de Caro, ‘Cuando llora la milonga’, de Juan de Dios Filiberto’ y ‘Pa’l cambalache’, de Rafael Rossi. Temerosa de la reacción de su padre, pese a que ya era una mujer hecha y derecha, nunca registró tango alguno con su verdadero nombre; usó los seudónimos de Mario Castro o Luis Mario y jamás los cambió, ni siquiera luego de fallecido su progenitor.
Hubo otra mujer impar, que dejó una huella imborrable aunque debido a una decisión existencial inesperada: tuvo la gloria muy joven y pasó a la historia cuando se convirtió en un misterio. Se llamó Ada Falcón, la más afinada de tres hermanas cancionistas, que alcanzó a ser, desde mediados de la década de 1920 hasta fines de la de 1930, la voz más importante del tango en el Río de la Plata. La contrató Francisco Canaro, el maragato, quien fue su amante y no sólo le abrió las puertas de la fama y la hizo llegar al cine –protagonizó Ídolos de la radio, de Eduardo Morera, el creador de los “videoclips” de Carlos Gardel–, sino que la llenó de dinero y joyas. Pero ella, inesperadamente, a causa de una profunda crisis interior, lo abandonó todo y desapareció de pronto sin dejar rastros, siendo durante años una leyenda que se recreaba en insólitas derivaciones. ¿Quién descubrió la verdad? El bandoneonista cordobés Ciriaco Ortiz, tan famoso por su calidad de ejecutante como por su humor ácido que tomaba de rehén a sus colegas, caso de Tania, la mujer de Discépolo, o de Edmundo Rivero. Ciriaquito, como le decían, halló a Ada Falcón en un convento de Salsipuedes, en Córdoba, integrada a la orden de monjas terciarias que lo habitaban: se había entregado al Señor. Murió allí, sin aceptar volver a los escenarios y la gloria, ya en paz con un alma a la que, no el tango sino la vida que debió aceptar, había atormentado.
Otras dignas damas que reivindicaron a la mujer
La lista es muy extensa y uno está obligado a seleccionar, lo que puede ser injusto por lo subjetivo. Lector, compréndame: no queda otro camino. En ese entendido, hay mujeres que, más acá en el tiempo, incluso pudiéndoselas llamar contemporáneas, mucho hicieron y algunas siguen haciendo por reivindicar la figura femenina en el tango.
Tita Merello, por ejemplo; una personalidad impar, nacida –la polémica ya ha sido instalada con tanta fuerza como la de Gardel– en San Ramón, Canelones, y trasladada adolescente a la Pampa argentina donde trabajó hasta de boyera: tuvo una vida durísima, repleta de privaciones, pero se abrió camino a fuerza de sacrificio y una contundente personalidad. Fue vedette de segunda, bailarina de ocasión, tonadillera y, finalmente, cantante de estilo inusual, inimitable, y una actriz de cine y teatro de excepción. En su madurez, capturó la admiración y el cariño de todos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, con sus charlas televisivas que la condujeron a convertirse en un ícono, en una leyenda en vida y en un mito luego de su muerte. Fue el gran amor de Luis Sandrini, cuyo abandono la sumió en una profunda tristeza que superó a fuerza de prepotencia de trabajo, confesó un día, ya anciana, internada con la sola compañía de un perro –que se le permitió tener– en la Fundación Favaloro, que su vida intensa, que sus triunfos, que el reconocimiento de la gente no le bastaban: “Hubiese querido que todas las mañanas de la vida que me quede por vivir, una voz amada me despertase diciéndome buen día, mamá”.
¿Y qué decir de Nelly Omar –apodo de Nélida Vuattone–, nacida en Guaminí, provincia de Buenos Aires, en 1911? Al escribir estas líneas aún vive y lucha, excepcionalmente lúcida. Dos meses después de cumplir el centenario, en noviembre de 2011, hizo su por ahora último espectáculo en un Luna Park repleto, ella de pie, con el registro vocal intacto, acompañada por sus infaltables guitarras criollas. ¡Y anda diciendo que, si la vida se lo permite, hará otro recital este año! Un caso excepcional en la historia de la música popular en el mundo. Ahora bien, Nelly lleva encima también lo que uno pretende tomarse la licencia de llamar “condecoración”: fue la verdadera inspiradora del tango ‘Malena’ –a confesión de parte, relevo de prueba– con cuyo autor, el enorme Homero Manzi, mantuvo un complicado romance, prohibido para aquella época siendo él un hombre casado, y que mantiene vivo hasta hoy, reservado en su corazón.
Por supuesto hay que dar un sitio de privilegio en esta galería incompleta a Eladia Blázquez, la primera mujer que, ya con el tango clásico evolucionado en su música y sus letras, peleó con tantísimos poetas y se destacó, aportando a través de sus obras un aire fresco, renovado, limpio e influyente. Llegó del folclore y del bolero y fue intérprete y compositora de excepción: comenzó su exitosa carrera con ‘Sueño de barrilete’, en 1960, tema que popularizó Susana Rinaldi. De ella dijo César Tiempo: “Es una melancolía patinada de sorna, un ansia insatisfecha que se demora golosamente en la esperanza de una felicidad pequeña pero segura”.
Al fin el tango se hace mujer
Y me siento obligado a cerrar esta, insisto, caprichosa selección –puro gusto personal, ya dije, aunque difícilmente discutible– con la aludida Susana Rinaldi. Con ella, con su calidad vocal, con su selecto repertorio, con su personalidad, ocurrió al fin el fenómeno por el que tantas lucharon: el tango se hizo mujer. Llegó el reconocimiento, el respeto y hasta el entusiasmo. Quizás por eso, Julio Cortázar, cuando aún no la conocía, le escribió este poema, increíblemente poco conocido: “No sé lo que hay detrás de tu voz./ Nunca te vi, vos sos los discos/ que pueblan por la noche/ este departamento de París./ Te busqué en Buenos Aires, pero sabés seguro/ cuántos espejos de mentira te hacen pifiar la esquina,/ cómo después de andar de bache en bache/ acabás con ginebra en un boliche/ murmurando la bronca del despiste./ No sé, ya ves, ni cómo sos./ Tengo las fotos en tus discos,/ gente que te conoce y te describe,/ paredes de palabras como glicinas/ y vos detrás, inalcanzable siempre./ Y esto que digo de Susana es también Argentina,/ donde todo puede esconder la estafa si no sabemos ser,/ como el farol del barrio, o como aquí sus tangos,/ vigías de la noche y la esperanza”.
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