domingo, 18 de octubre de 2020

¿Cómo te hablas a ti mismo? Conversaciones que guían nuestra vida

 



De todos los elementos que componen la conversación que mantenemos a solas, el más importante es el que se refiere a la autoimagen personal.

El lenguaje es una facultad que nos acompaña constantemente en nuestra relación con los demás. Como bien señaló Austin en su famosa recopilación de conferencias How to do things with words (1975, Oxford U.P.), con él no solo transmitimos información, sino que también establecemos relaciones sociales, convencemos de nuestro punto de vista, enamoramos a nuestro interlocutor, lo enfurecemos y un sinfín de acciones más. Sin embargo, hay una función del lenguaje de la que los lingüistas apenas hablamos y que es mucho más importante: la conversación que mantenemos con nosotros mismos.

Nuestro pensamiento guía nuestras emociones y nuestra conducta. Tal y como apunta el título del libro de Luis Rojas Marcos (Grijalbo, 2019) Somos lo que hablamos. Efectivamente, esa vocecita interior, de la que nadie habla salvo que acudas a la consulta de un psicólogo (y tengas la suerte de que sea bueno), es la responsable de nuestra buena o mala salud mental y, a la postre, de nuestra felicidad. Porque las circunstancias que nos rodean son muy importantes, pero cómo nos contamos a nosotros mismos la película es determinante. Con las palabras podemos aumentar nuestra resiliencia, organizar nuestra conducta, combatir el miedo… o todo lo contrario.

De todos los elementos que componen esa conversación que mantenemos a solas, el más importante es el que se refiere a la autoimagen personal. Cómo nos hablamos sobre nosotros mismos. A veces bromeo con mis hijos y mis estudiantes diciendo que si alguien nos hablara como nos hablamos a nosotros mismos, pediríamos una orden de alejamiento. Es broma, claro, pero de esas que encierran una verdad muy seria. Qué difícil nos resulta ser benevolentes con nosotros mismos, perdonarnos, aceptarnos, tratarnos con ternura. Y qué distinta sería la vida si supiéramos hablarnos con respeto, si, en lugar de condenarnos, nos aceptáramos tal y como somos. Eso no implica en ningún caso no intentar mejorar, sino aceptar que habrá aspectos que nos costará tiempo modificar (o incluso que no podremos cambiar jamás) y entender que eso no supone una tragedia.

Sobre todo esto trata, desde mediados del siglo pasado, la conocida TREC (Terapia Racional Emotivo-Conductual), fundada por el psicólogo estadounidense Albert Ellis. La clave de su terapia consiste, precisamente, en descubrir los pensamientos irracionales que nos impiden una conducta funcional y conseguir, mediante distintas técnicas (de afrontación, pero también de distracción), neutralizarlos.

Muy importantes al respecto son determinadas palabras que usamos en nuestro diálogo interior por ser especialmente peligrosas; por un lado aquellas de significado absoluto: adverbios como siempre (siempre me pasa lo mismo), nunca (nunca seré capaz); pronombres como todos (todos son mejores que yo), nadie (nadie me querrá), etc.; por otro lado, determinados modales, como tener que (tengo que aprobar este examen) o no poder (no puedo soportarlo más).

Todas estas palabras tienen en común una visión sesgada (y falsa) de la realidad, que conllevará, con mucha probabilidad, un incremento de ansiedad. Ellis aconseja detectarlas, rebatirlas racionalmente y sustituirlas por otras expresiones más ajustadas (en vez de pensar tengo que aprobar el examen optar por sería muy conveniente aprobar el examen y me voy a esforzar al máximo, aunque si lo suspendo no supondrá el desastre total). La realidad seguirá siendo la misma, pero la emoción (y por lo tanto nuestra forma de afrontarla) será distinta.

Para entender bien la importancia de esta voz interior debemos asumir que, como dice Óscar Vilarroya (Somos lo que nos contamos, Ariel, 2019), los humanos somos una especie narrativa, que necesita contarse a sí misma lo que ocurre a su alrededor. No obstante, nuestra visión de lo que nos pasa está sesgada y, por lo tanto, esa historia que nos contamos siempre será incompleta y, en este sentido, falsa. Si tenemos esto claro, no nos tomaremos tan en serio a la vocecita interior que nos cuenta lo que pasa; seremos capaces de refutar sus argumentos e, incluso, como sugería Ellis, de modificar la narración.

En definitiva, tenemos que saber que somos los directores de nuestra película. Agarremos la cámara con determinación y controlemos qué observamos y cómo lo contamos. Nuestra salud (mental y física) nos lo agradecerá.

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