El suicidio por patriotismo de Yukio Mishima, el genio homosexual
Un nuevo libro investiga la muerte del escritor japonés, que no pudo soportar la modernización de su país. Homosexual a escondidas, planificó su despedida abriéndose el vientre con una hoja afilada.
Han pasado 50 años desde su muerte -una muerte 'gore', se abrió sin pestañear más de diez centímetros de vientre con una hoja afilada, esparciendo sus intestinos en un despacho de la base militar Ichigaya de Tokio-, y aún flota la sensación de que nunca comprenderemos del todo al escritor Yukio Mishima. ¿Qué le llevó a escenificar un suicidio tan tremendo a la vez que inútil? ¿No tenía otra manera de volcar su descontento hacia la modernización de Japón que haciéndose el 'seppuku'?
El culto a Mishima, y el latente misterio que envuelve a su vida y su muerte, siempre va a más. Se ha abordado desde diferentes frentes -dos biografías canónicas, un ensayo iluminador de Marguerite Yourcenar, una película dirigida por Paul Schrader-, y aún hay rincones oscuros sin iluminar. Ahora, un ensayo del erudito Isidro-Juan Palacios, 'Yukio Mishima. Vida y muerte del último samurai' (La Esfera de los Libros, 2020), busca cerrar el análisis interpretativo y responder, sobre todo, a la gran cuestión: por qué era así Mishima, y por qué murió como murió.
Palacios se apoya en la novela autobiográfica 'Confesiones de una máscara' (1949) y las reconstrucciones postmortem que hicieron los amigos anglosajones de Mishima, Henry Scott Stokes y John Nathan, y enriquece su tesis con iluminadoras aportaciones de tipo simbólico, literario, histórico y psicológico. Es una síntesis útil para navegar entre la confusión, porque Mishima -para quien se han usado adjetivos tan poco exactos, y a la vez tan útiles, como maldito, narcisista, exhibicionista, homosexual o fascista- no admite un solo enfoque.
Se suele explicar que el escritor se destapara como un nostálgico del Japón feudal por la influencia de su abuela, Natsu Hiraoka, descendiente de la noble familia Tokugawa y que se encargó de su educación; su madre apenas lo pudo ver hasta los 12 años. Mishima -cuyo nombre real era Kimitake Hiraoka- creció sin apenas salir de su casa, protegido en una burbuja. Se refugió en la lectura, en los mitos, en una idealización de la historia y las emociones.
En su infancia fue cuando se encontró con los símbolos de la vida, la muerte y el sexo, que eran para él la misma cosa. En 'Confesiones' explicaba su despertar sexual: halló un retrato de san Sebastián en un libro, con dos saetas clavadas, y ante la visión de la imagen se masturbó. Aun así, en su vida adulta -y por una cuestión de apariencias- disimuló su homosexualidad y se unió a una mujer, Yoko Sugiyama. Tuvieron dos hijos.
La soledad la mitigó leyendo: cuentos de hadas, historia, novelas occidentales. Aprendió inglés y lo llegó a hablar con soltura; se empapó de Oscar Wilde, Thomas Mann y Gabriele D'Annunzio, y cuando empezó a escribir, lo hizo de madrugada y sin control. "Una línea sigue a otra línea, y luego otra línea más", decía al describir su trabajo. Pura energía: terminaba sus novelas u obras de teatro en una media de cinco meses. Sus obras completas, en japonés, ocupan 36 volúmenes escritos en 21 años de vida literaria.
En sus textos laten dos ideas centrales: la literatura como acción -la pluma y la espada, sostenía, son dos herramientas complementarias- y la muerte como final sublime de la vida. Soñaba con morir en la plenitud, dejando un cuerpo bello: sería la culminación estética, gloriosa, de su existencia y de su obra, y para ello se musculó desde que cumplió los 20 años. Planificó su muerte épica y honorable, dejando pistas en novelas como 'Caballos desbocados' o en su película 'Patriotismo', donde actúa y se hace el harakiri mientras suena la música final de 'Tristán e Isolda'; en la ópera de Wagner, la muerte es la sublimación del amor, y tal como admiró la belleza, visceralmente, decidió morir el 25 de noviembre de 1970.
Decepcionado con la pérdida del heroísmo nipón, molesto con la modernización que adormecía el ardor guerrero de la nación, Mishima protestó con sangre. Acompañado de miembros de sus Tatenokai, una facción paramilitar con la que se entrenaba en el monte Fuji, secuestró a un general e incitó a una facción del Ejército a rebelarse. Sólo recibió insultos, burlas e indiferencia: Japón, definitivamente, denotaba anemia. Faltaba el acto final: se abrió las tripas como un antiguo samurái y su fiel lugarteniente Morita le cortó la cabeza con una katana del siglo XVIII. Falló el golpe tres veces, pero finalmente pudo decapitar a Mishima. El escritor genial selló así una muerte desconcertante que ha mantenido vivo su mito.
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