sábado, 2 de abril de 2022

#CrónicasDeMilitares | Una muerte fundamental, por Elías Pino Iturrieta

 

Panteón de Joaquín Crespo, en el cementerio General del Sur, 2015.

Una historia distinta comienza en Venezuela con la muerte de Joaquín Crespo, el último de los grandes caudillos del siglo XIX

 

@eliaspino

La desaparición de un hombre no cambia el curso de la historia, porque el rumbo de los acontecimientos depende de un conjunto de causas que influyen en forma diversa. Es así, sin duda, pero no todos los decesos son iguales. Hay situaciones cuya evolución se trastoca debido a la desaparición física de un personaje especialmente singular, pese a que otros factores también determinan su evolución. Partiendo de esta premisa se trata ahora el caso de la muerte del general Joaquín Crespo, el Taita de la Guerra, ocurrida en combate en 1898.

Desde su cuarta década, la vida venezolana del siglo XIX depende de las guerras civiles. En términos generales, la mayoría de los políticos suben y bajan según les vaya en los campos de batalla. Si no sale de un triunfo militar, el cargo de presidente de la República es una decisión de los hombres de armas, así como el contenido de las leyes y la orientación de los debates parlamentarios. No existe entonces un ejército nacional, sino un conjunto de tropas dirigidas por caudillos en atención a circunstancias pasajeras y no pocas veces a caprichos del azar.

El civilismo trata de permanecer en el candelero, pero solo en ocasiones excepcionales ocupa las primeras planas. En tal época crece y llega a su apogeo Joaquín Crespo, un caudillo rural debido a cuya desaparición comienza a declinar el teatro del cual fue protagonista.

Soldado raso en 1858, su coraje físico lo eleva a las alturas del mando y lo conecta con los líderes más importantes, como Juan Crisóstomo Falcón y Antonio Guzmán Blanco. En 1871, este le concede las insignias de general en jefe de los Ejércitos de Venezuela. Después va a ser presidente de estado, designado a la presidencia de la república, diputado cuando su jefe quiere y ministro de Guerra y Marina.

Apenas ha aprendido a leer y rudimentos de aritmética, pero en 1884 llega por primera vez a la presidencia, promovido por Guzmán, y en 1893 vuelve después del triunfo de la “Revolución Legalista”. La partida del “Ilustre Americano” a Europa, y el dinero que amasa en actos de corrupción administrativa, lo convierten en mandón sin rival, o en enemigo a vencer si alguien se atreve contra sus célebres cargas de machete.

Se siente tan seguro de su autoridad que lleva a cabo, en 1897, un escandaloso fraude electoral para que se imponga la candidatura de uno de sus acólitos, Ignacio Andrade. Encuentra la muerte en el sitio denominado La Mata Carmelera cuando sale a combatir al candidato derrotado en los comicios, José Manuel Hernández, apodado El Mocho, el 16 de abril de 1898.

Cuando desaparecen unos soldados célebres como Ezequiel Zamora, Juan Crisóstomo Falcón y Francisco Linares Alcántara; cuando Guzmán se va a París para no volver o cuando caudillos establecidos desde la Guerra Federal, como León Colina, Gregorio Riera y Ramón Guerra, no han tenido éxito estable en las escaramuzas, Crespo se convierte en el eje de la política.

Su prestigio militar, respetado en todos los rincones, el dinero acumulado en fructíferos negocios y la maña que desarrolla para contar con plumarios eficaces, lo convierten en el único as de la baraja que puede dominar el juego por el control del poder. Ahora, muerto y enterrado, no tiene sucesor digno de respeto, ningún hombre de armas calza sus botas, nadie puede sentarse en su trono.

El mayor de los problemas del momento es la orfandad del presidente Andrade, quien pierde su principal soporte armado y no encuentra un reemplazo digno de confianza, pero el resto del caudillaje tampoco las tiene todas consigo debido a que ninguna de sus figuras es lo suficientemente fuerte para aspirar a un dominio duradero.

En consecuencia, los caudillos tienen que matarse a la recíproca o tratar de sobrevivir en unos conflictos sin fecha de terminación, que los desgasta y los hace más débiles. Si se agrega a sus problemas la pesada carga del almanaque, es decir, que ya no son los jóvenes de antes sino viejos sobrados de achaques y carentes de ideas nuevas, se puede observar en su redondez la calamidad que les ha proporcionado la falta del más poderoso de los suyos.

Una calamidad que seguramente también se siente en unas mesnadas fatigadas de pelear sin recompensas dignas de atención. Ha desaparecido el más atrayente de sus imanes, el indiscutible frente a los demás, y no hay otras atracciones personales en el panorama. Si no está harta del todo, la soldadesca campesina carece de alicientes para continuar las guerras civiles, y ninguna liebre con charreteras salta en el árido paisaje para animarla. Se da entonces oportunidad a unos actores extraños, o apenas conocidos, que tienen capacidad para hacer una historia distinta. Vendrán de los Andes bajo el mando de un capitán apenas renombrado, Cipriano Castro, y la política tomará rumbos inéditos.

No se exagera cuando se afirma que la mudanza comienza con la muerte de Joaquín Crespo, el último de los grandes caudillos del siglo XIX. Entonces no muere el solo, porque también marchan hacia el cementerio, en moroso pero inexorable cortejo, como cadáveres de veras o como vejestorios anodinos, los hombres de su estirpe.

#CrónicasDeMilitares | Sobre el tema militar, por Elías Pino Iturrieta

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