La creación cultural es libre (art. 98).
Los valores de la cultura constituyen un bien irrenunciable del pueblo venezolano y un derecho fundamental que el Estado garantizará mediante las condiciones, instrumentos legales, medios y presupuestos necesarios (art. 99).
De la Constitución Nacional, 1999.
Nos interesa, mirando hacia el futuro, cambiar nuestra visión del pasado y demostrar que Venezuela no es solamente una patria de guerreros y caudillos como sostienen algunas retóricas nacionalistas. Venezuela es también la patria de los que, lograda la Independencia, se encontraron con un país que había quedado en la mayor pobreza y se dedicaron a la ardua tarea de construir una república y levantar la economía destruida durante la guerra. Es también la patria de los que durante el resto del siglo XIX se plantearon las tareas de la educación y el pensamiento en medio de una gran penuria y una constante lucha de facciones, y fue en ese país en el que surgieron las primeras explotaciones de electricidad y petróleo, que con el paso del tiempo se transformaron en grandes industrias de tecnología avanzada. Es también la patria de los que a mediados del siglo XX comenzaron las políticas sociales, hasta el momento casi inexistentes, y las desarrollaron durante las décadas de la democracia representativa; la misma época en la que se crearon nuevas universidades en las que se educaron importantes figuras de nuestra medicina, educación, ingeniería, ciencias sociales, humanidades. Y es la patria de escritores, artistas, artesanos, y otros muchos creadores de cultura que constituyen un valioso patrimonio tangible e intangible, y, no menos importante, es también la patria de millones de hombres y mujeres que desde el oficio más modesto construyen la vida productiva del país.
Nuestra reserva de valores es suficiente para edificar la cultura de la venezolanidad. Esta producción en cualquier área en que se desarrolle forma parte fundamental del patrimonio de las naciones y contribuye a su posicionamiento como país en el diálogo internacional; a la imagen que del mismo se tiene, a la valoración que se hace de su perfil político, y a la autoestima nacional. La consolidación de la dignidad y valoración de los pueblos está directamente relacionada con la autoestima que derivan de su contribución a la producción económica y cultural del mundo y es inquietante la pobre autoestima que de sus valores y producciones tienen los venezolanos, lo que en gran medida es consecuencia de la pobre información y formación que han recibido en este tema. Esa es una de las causas de que a la hora de buscar méritos y relatos en los cuales sostenerse, aparecen los mitos heroicos y guerreros, aplaudidos desde muchos ángulos, y pocas veces la narrativa nacional incluye los valores de la ciudadanía y de la paz.
La cultura es el eje transversal que sostiene el desarrollo y bienestar de los pueblos, y a pesar de ello la acción cultural con frecuencia se sigue considerando superflua, suntuaria, por no decir innecesaria, a lo sumo una suerte de actividad recreativa que no debe ocupar demasiada consideración ni financiamiento. Y es más que lamentable porque indica que no se ha comprendido que la cultura es una de las fuentes principales de la ciudadanía, y que de su desarrollo deriva el social, económico, y político. No quiere esto decir que lo ideal es un país en el que todos sean artistas o grandes creadores, ni siquiera que se trate de un país principal en las manifestaciones culturales universales. Pensemos en los modos de vida, en el ejercicio ciudadano, el respeto por las cosas que dignifican y dan disfrute a la existencia, el orgullo de los valores y aportes a la cultura universal que nos identifican en el mundo. Nada de eso es improvisado. Requiere una acción persistente por parte de la sociedad misma en crear su cultura propia, en mantenerla y respetarla, y no menos, costearla.
Las acciones culturales constituyen vehículos extraordinarios para promover el sentido de pertenencia, el respeto por el patrimonio tangible e intangible de la nación, y fortalecen la vinculación social y el respeto por la diversidad. Promueven la identificación con valores de solidaridad, construcción, paz y disfrute de la existencia, así como las aptitudes y talentos, y el crecimiento intelectual y creativo de las personas. Por otra parte, los productos culturales pueden establecer ejes de correlación con las empresas económicas, que descarten la visión de la cultura como subsidio y al mismo tiempo la inserten en el sector productivo. Ciertamente no todas las acciones culturales serán contablemente redituables. El beneficio es necesario verlo en términos sociales, como una fuente primordial en la construcción ciudadana porque la cultura es el corazón de un país.
En el pasado el Estado venezolano creó un buen número de instituciones e hizo muy importantes inversiones en acciones culturales (editoriales, festivales, orquestas) y en infraestructura (bibliotecas, museos, teatros), lideradas por notables personalidades del mundo cultural, pero nunca estuvo firmemente arraigado el convencimiento de que esa inversión formaba parte fundamental de cualquier política social. No solamente el Estado, también la sociedad civil, incluso en sus sectores ilustrados, ha sido, salvo honrosas excepciones, poco proclive a situar el hecho cultural en un rango importante. Cualquiera estará de acuerdo en el valor de la educación escolar, pero frente a la educación cultural la posición es bastante ambigua, quizás porque el hecho cultural se ha percibido más como privado que público. Y sobre todo ha sido difícil asimilar que en el mundo contemporáneo el concepto de cultura ha superado las tradicionales fronteras entre cultura de elites, cultura de masas y cultura popular, a fin de incluir no solo los distintos sectores de intereses y necesidades, sino los nuevos espacios culturales y tecnológicos. Si se quiere mantener la división por comodidad de lenguaje debe tenerse muy en cuenta que se puede dividir el objeto cultural pero no el sujeto de la cultura, y que es necesario permitir que el libre ejercicio de la ciudadanía desarrolle sus propios instrumentos de creación y producción en un país diverso y multicultural, como son los países democráticos en los que coexisten intereses y motivaciones según la edad, el género, las tradiciones, los modos de vida y las aficiones particulares. Una política cultural de Estado –lo que es muy diferente a una cultura estatalmente dirigida– requiere partir de una noción colectiva y a la vez atenta a la diversidad. Así debería ser el caso de Venezuela.
Cultura y pobreza.
Los países pobres se caracterizan por tener elites cultivadas y consumidoras de los productos culturales del primer mundo, versus grandes sectores excluidos de los bienes y servicios culturales. Podría decirse que ello ocurre en otros ámbitos, salud, educación, vivienda, etc., y que finalmente responde a las condiciones de la pobreza, pero el asunto sobre el cual es importante hacer énfasis es que una de sus causas es precisamente la exclusión de esos bienes en una suerte de círculo vicioso. Es necesario insistir en que para llevar a cabo la acción cultural no es necesario esperar a que todos los problemas relacionados con la pobreza se resuelvan, sino al contrario, comprender que no se resolverán sino se parte de la visión de que la cultura es una herramienta fundamental en esa lucha. Para que una persona pueda participar de los bienes culturales de su sociedad tiene, primero, que constituirse como sujeto de cultura. Es decir, sentirse parte de una comunidad que desarrolla acciones en función de mejorar u dignificar la existencia, para así construirse como actor y receptor de esos bienes. La exclusión de grandes sectores de la población de los bienes y servicios culturales es necesario considerarla como uno de los efectos mas perniciosos y graves de la pobreza, que lleva adjunta la privación cultural y limita drásticamente las posibilidades del desarrollo humano de las personas y las comunidades. La acción cultural es un factor indispensable dentro de las políticas públicas que tienden a eliminar tanto sus efectos como sus causas por ser de alto impacto en la lucha contra los efectos destructivos que la pobreza produce en el tejido social en términos de exclusión, perdida de cohesión social, baja autoestima e iniciativa, y deterioro de los valores ciudadanos.
Sabemos que las personas que viven y crecen en comunidades excluidas generan otras fuentes de ciudadanía ligadas a valores disonantes con relación a los patrones de bienestar y logro propios de las comunidades incluidas. Es necesario preguntarse qué ocurre con los valores generados por la educación formal (trabajo digno, metas de bienestar, valoración e inserción ciudadana) cuando resultan disonantes con los valores y signos de prestigio de la comunidad, así como con los resultados tangibles en términos económicos. Para que los valores de ciudadanía generados en niños y jóvenes a través de la educación formal tengan apoyo requieren estar acompañados de una mínima consonancia con los valores generados por la comunidad de referencia. En ese sentido la facilitación y promoción de acciones culturales que vinculen a la comunidad con valores ligados a su dignificación, el disfrute de la creatividad positiva, y la participación ciudadana es fundamental. La pobreza requiere considerar al ser humano en su complejidad, y un pivote fundamental es su dignificación como sujeto de cultura. Es decir, su dimensión valorativa, de identidad, de lugar en la red simbólica. La acción cultural es un factor indispensable dentro de las políticas públicas que tiendan a eliminar tanto los efectos como las causas de la pobreza por ser de alto impacto en la lucha contra los efectos destructivos que la pobreza produce en el tejido social en términos de exclusión, pérdida de cohesión social, baja autoestima e iniciativa, y deterioro de valores ciudadanos. Sus efectos consolidan redes de identificación comunitaria. Enseñan a los individuos a participar conjuntamente de la recreación positiva. Convierten el ocio en producción creativa. Participan de la prevención de la delincuencia y embarazo precoz, dos factores que gravitan sobre la población adolescente pobre. Mejoran sustancialmente la capacidad de los individuos y las comunidades en la realización de proyectos útiles y benéficos para sí mismos. Insertan a los sujetos en la red simbólica que representan sus tradiciones, la actualización de sus habilidades y talentos, la identificación con valores de construcción, paz y disfrute, y ofrecen referencias de autoestima frente a la violencia y desvalorización a que los ha sometido la exclusión.
Para trabajar en función de una estrategia de desarrollo social y productivo en la construcción ciudadana, es necesario establecer en orden prioritario el problema de la exclusión del sujeto del discurso cultural; a) en términos de su pertenencia a la tradición y producción de bienes culturales de la sociedad; b) en términos de la exclusión territorial de las instancias y acciones donde se desarrolla esa tradición y producción. La incorporación, por lo tanto, debe actuar también en ambos sentidos: a) la producción de acciones culturales propias y desarrolladas en el ámbito local, y b) la vinculación de las comunidades con las acciones producidas por las instituciones culturales en el ámbito extenso. Los efectos deseados son, por un lado, la apropiación interior de la acción cultural que lo construye en sujeto de cultura; y por otro, la apropiación territorial que le permite reconocer simbólicamente los bienes públicos compartibles.
Literatura y construcción de personas libres.
Esta es la historia de una niña tan pobre que creía que el agua corriente era un invento de las telenovelas. Una persona que vivía bajo la dictadura de la pobreza hasta que el azar le abrió la puerta. La conocí fugazmente años atrás en una feria de libros. Era entonces una mujer de unos cuarenta años y mientras hablábamos se fue mostrando como alguien que valoraba mucho la lectura y que con mucho esfuerzo había alcanzado un título de educación superior. Me contó también que su vida no había sido como la de las otras muchachas del barrio en el que nació. No pude desaprovechar esta oportunidad y le pregunté cuál era la razón para que su vida fuera distinta. Leer, me dijo, los libros que pude leer. La pregunta consiguiente era saber de qué manera había logrado acceder a los libros. Resultó que un vecino trabajaba en una biblioteca y a veces se llevaba libros a su casa, y se los prestaba. Los libros me cambiaron la vida, dijo. Esto era precisamente lo que yo estaba buscando, que alguien me confirmara lo que siempre he pensado: que un libro puede cambiar una vida. Pero ahora tenía que saber cómo se había producido ese cambio, y le pregunté qué libros recordaba. Mencionó varios, entre los cuales me llamó la atención Las aventuras de Tom Sawyer, porque forma parte de mis propias lecturas de infancia. ¿Y qué era lo que había encontrado en aquel libro de aventuras que probablemente ya no les interesa a los niños contemporáneos? Que la vida puede ser de muchas maneras, me respondió. No creo que haya mejor respuesta. Con seguridad Mark Twain, cuando escribió las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn en el Mississippi, allá por 1870, no podía suponer que una niña venezolana, en un barrio pobre de Caracas, ciudad de la que probablemente nunca había escuchado nada, un siglo después leyó sus libros prestados por un empleado de una biblioteca pública, y eso cambió su existencia para siempre. Los libros no son solamente un entretenimiento para aquellos que se dedican a leer y escribir, que evidentemente son una minoría en todas partes del mundo. Los libros son para la vida, para ayudar a mejorarla, a cambiarla, a expandirla. La literatura es una ventana que abre el mundo porque somos en el lenguaje, nos constituimos en las palabras. Y la palabra escrita es la posibilidad de que unos signos, arbitrarios y diferentes según las lenguas y las culturas, contengan eso que llamamos el mundo: lo que existe, pero también lo que imaginamos que existe. Lo que es y lo que puede ser. No es solamente que los libros contengan información acerca de la realidad, sino que, al producirse el fenómeno por medio del cual una persona aprehende esa realidad, todo su mundo interior, toda su vida se expande. Y eso puede ocurrir con un libro de química, o de historia, o de poemas, o de aventuras.
Por otra parte, y ya para finalizar, si pensamos como veíamos al principio, en términos futuristas, si visualizamos la ruptura del diálogo nacional que se viene produciendo, las distorsiones de la identidad histórica y social, la desarticulación del tejido social a través de la violencia en todos los órdenes, pareciera que el hecho, la acción, la valoración cultural, son los instrumentos más preciosos en el proceso de reestablecer un sentido de reunificación porque actúan precisamente en el nivel simbólico de la sociedad. Los libros constituyen un campo ideal para conocer los imaginarios que los venezolanos han ido atravesando en su historia, los problemas, los sufrimientos, las penalidades, los exilios, pero también las conquistas, avances y recorridos, su alma secreta. Gran parte de la historia venezolana vive en sus páginas, relatada a través de la voz de las novelas, los cuentos, los poemas, las crónicas. Los libros son un lugar que alguna vez reconoceremos como el tejido del reencuentro y de la reconciliación, porque en ellos se da cuenta de los sacudimientos y al mismo tiempo de la pacificación de los odios. La historia íntima de Venezuela puede leerse en su literatura, desde las épocas míticas hasta la diáspora. La pluralidad de la sociedad venezolana respira allí.
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Este trabajo fue publicado en la más reciente edición de la Revista Democratización del Instituto Forma.
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