Acaso la cocina, la única parte de la casa que no fue remodelada contenga un portal secreto para viajar en el tiempo, porque es posible ver asomada a María Fernanda Di Giacobbe desde sus ocho años, empinada al borde de los burbujeantes pucheros de los fogones de su otra casa, la de infancia. Y saber además —los ojos fijos, los dientes volados— en qué está pensando: en que quiere escabullírsele al destino, al parecer insoslayable, de los fogones. “¿Por qué no puedo ser navegante galáctica?”.
Mientras explica la grande, la gran cacao, qué contiene el aromático brebaje que rescata de la candela, “puras yerbas curativas” sobre cuyo perfume vence el del papelón, su recuerdo surge casi líquido, con faldita al vuelo: ella de ocho corre para tomar lápiz y papel. Le escribe a la Nasa: “Señores, quiero ser astronauta”.
—Sí, me respondieron y todo —dice colando la infusión verdosa.
Que siga leyendo a Julio Verne, le aconsejan. Que escriba de nuevo cuando crezca, porque la carrera espacial no la para nadie, y menos después de lo ocurrido cuando ella tenía cinco: la famosa caminata de los del Apollo 11 por entre los cráteres. Que la Luna, niña, es queso comido. ¡Pero qué cosa! Todo la remitirá al ámbito culinario.
La cocina, oficio que considera femenino, se hace desde lo devocional. La cháchara será un paradigma. Un siempre irrefutable. Un recurrente espacio de vivencias y memoria del cual será imposible zafarse. Terca como es, hará sin embargo un segundo intento. Es cuando tiene la idea de dedicarse a la restauración de arte.
Viene el verbo a ubicarla en el camino —escrito— del gusto. A remitirla al paisaje afectivo que, entre cacerolas humeantes, pueblan las mujeres que parecen danzar en la coreografía: dos baten acopladas con enormes cucharones, luego giran a la vez porque es hora de abrir la puerta del horno, y dicen mmm a dúo. La lengua está en la coral de la cofradía junto al fuego: yo despellejo, tú salpimientas, nosotras lo amarramos y ponemos a macerar con cebolla y pimentón hasta que ablande, abuela lo hierve, abuela tamiza, lo fríe tía, madre carameliza, madre rebana, madre sirve, ven a comer, que viva el asado, plato estrella, plato de la suerte.
La comida es una eterna meta, una rutina, una obsesión, y todas las señoras de su casa, aquella, son competidoras en esa carrera. Mientras desayunan, diseñan la minuta del almuerzo. Durante el almuerzo se les hacen agua las bocas conviniendo en lo que se cenará. Y cenar es la ocasión perfecta para invocar el próximo desayuno. Salivan. Conversan. Llenan las lenguas de sabidurías y sapideces. Son las palabras inquietas hormigas. Como las de la poeta Lena Yau. No paran.
Y, como el que lleva la niña en la coleta, son también un lazo entre aquella y esta cocina. Hay un hilo conductor tejido con capas y capas de ellas, ni muy calientes ni muy frías. Que se organizan en diálogos a veces engalletados, a veces trenzados con suavidad de queso fresco. Cualquier tema podría comenzar, por ejemplo, con el ají básico, aquí está, pícalo menudito, y se aproximará a su punto cuando estalle el olor del sofrito criollo, yo te lo dije, tiene picor.
Siempre tendrá en la punta de la lengua el gusto a caraqueñidad; ese convenido sabor multisápido —dulce, salado, picante—, de la gloria. Aunque María Fernanda Di Giacobbe aceptará que atice ciertas recetas —a la polenta de costra crujiente y guiso similar al de la hallaca— ese rayo de fuego italiano que es la influencia paterna. Hija de Ferdinando Giuseppe Di Giacobbe, de él heredará la pasión por las conservas, cierta preparación de los vegetales y la devoción por el tomate. De Maruja Rodríguez, y su familia, todo lo demás. Los fusionó un flechazo. Él se asoma por la ventana de la pensión donde se hospedó, donde ahora está el edificio de PDVSA, y queda hechizado con los ojos de miel de la ragazza que está abajo; ella que alza la vista y se dice: con un hombre tan elegante como ese me casaría yo.
La cocina será entonces la ceiba cuya fronda cobijará a Romeo y Julieta y el balcón donde la niña verá con sus ojos despabilados cómo se repararán entuertos, se conquistarán ideales, y las bocas golosas revelarán la quintaesencia de la vida, hasta que Ferdinando Giuseppe se va. Criada con cuentos del campo y de carretas de verduras, entre una batería de cacerolas y tarteras organizadas por tamaño y según su rol, la cocina la invadirá, se le colará por los poros, los sentidos, las neuronas. Las marmitas, con la candela en las posaderas, chirriarán su nombre: la llamarán y ella imantada querrá oír sus secretos y confesiones.
Le resultará natural tener buena sazón y construir fantasías a partir de un incipiente aroma de canela o mantequilla. “No, no tengo casi ningún libro de recetas”. Amén del suyo: Las recetas de María Fernanda Di Giacobbe, los estantes reúnen novelas del boom, literatura universal, catálogos de viajes, obras de filosofía, estudios sobre Caracas. “Es que tengo intuición para la cocina”, quién lo duda. “Me dicen los ingredientes que contiene un plato y puedo reproducirlo, es más, los adivino, es más, solo con ver la foto ya sé, ja”. A fuego lento se crece, como bautizada con polvo Royal. Aplaudida por esa cotidianidad de tapas desbocadas por el hervor arranca la travesía indetenible que es el celebrado currículo suyo.
Recuerda el asombro que tuvo el día en que sintió curiosidad por leer lo que aquellas mujeres anotaban en aquel cuaderno salpicado de vinagreta. Criada en la más sensual variedad de colores, los de las hortalizas, unas y otras en arcoíris recién traídas del mercado — “tal vez pude ser asistente de Cruz-Diez” —, la niña leerá, como si de una novela se tratara, la relación de costos y ganancias de lo que encierran las alacenas y, capítulo aparte, las ventas de gallinas desplumadas, que comenzarán a ser más rentables cuando las venden en ensalada. Amará leer y amará cocinar, y amará las sorpresas que revelan lo uno y lo otro.
Y no tendrá ya ánimo de renunciar a la tentación de la materia prima que puede mutar y se enrumba, de manera inequívoca, hacia la gastronomía. Llegará lejos. Se la ubicará como referente nacional. Imposible creer que asuma sin gusto el seductor albur. Se hizo chef.
O lo fue siempre. Pero hay que decir que no estudia Administración o Gastronomía sino Letras. ¿Letras, hija? Letras. La lengua será su sino, la carne se le hizo verbo. Convino además en ejercer el oficio no solo con placer sino con compromiso, entendiendo el país, su tiempo, historia y circunstancias. Se hizo miembro de esa cofradía de pares —Sumito Estévez, Edgar Leal, Mercedes Oropeza, Víctor Moreno, Paul Lenois, Enrique Limardo, Héctor Romero, Francisco Abenante, Ana Belén Mayerston, Florencia Rondón, Helena Ibarra…—, que constituyeron Venezuela Gastronómica y en equipo arrimará el hombro a la causa de la valoración de nuestros ingredientes y de nuestro enjundioso catálogo gastronómico, que deberíamos mover de un estado a otro para disfrutar las especialidades regionales —“ojalá funcionara esa línea de trenes y tranvías soñada, en realidad prometida”—, cosa de disfrutar aquí y allá de la morcilla carupanera, del cocuy larense, del paloapique barinés, del pisillo guariqueño, del quimbombó costeño, de la pisca andina o de los huevos chimbos zulianos.
En tiempos en que los pares comienzan a ver el país, sus productos y cómo reinterpretarlos, y cuando Armando Scannone lanza su serie de libros legendarios que reconstruyen la memoria del sabor local, una suerte de devoción por lo propio la envalentona. “No basta cocinar o tener un oficio, hay que arremangarse para ser parte del cambio que anhelamos”, afirma. “Si somos lo que comemos, ¿cómo no podría ser importantísimo organizar los sabores de la identidad?”. Luego el triple salto vital, el que la convertirá en la dama gran cacao que es.
Algún remoto olor a la tierra cultivada por los ancestros tendrá correlato con el perfume de los suelos húmedos de su casa, la de Los Guayabitos. La casa de hacienda donde el afuera verde dialoga con los espacios íntimos amoblados con referentes atemporales de diseño. Los pisos de losas aluden el pasado. Y la contemporaneidad, las obras de arte pop de Lisa Blakmore y el mural de la pared del fondo, puntos en seguidilla cual nube de moscas rojas. Los que pondría sobre las íes, los que aclaró para sí.
Cuando descubren los comensales que la muchacha que vendía tortas había comenzado a preparar los platos de la nostalgia, mondongo, plátanos en dulce o el mítico asado negro de cuya calidad se jacta sin disimulo, los comensales atiborran las mesas y María Fernanda Di Giacobbe se hace referencia caraqueña, franquicia y sucursal. Vendrán la Paninoteka, sanduchería de recetas innovadoras que incluye postres, claro, porque sin un cierre dulce un menú es como una carta sin besos despedida. Será esta cocina una prolongación artesanal de la puesta en escena de casa: la de Las Delicias, la de La Floresta, la de Los Guayabitos.
Luego vendrá la diversificación por la ciudad, las tekas en el Museo de Arte Contemporáneo, en el Banco del Libro, en el Ateneo. Comida de bistró, rica y bonita atada a la raíz. ¿Hay un plato bandera nacional? ¿Ella deconstruye o reconstruye? ¿Cómo es un restaurante venezolano? Lo responde en el libro Ají dulce 12 cocineros venezolanos al desnudo, de Alejandro Marínez Ubieda, ella entre los doce apóstoles de la causa.
A María Fernanda Di Giacobbe le resulta difícil decantarse por un plato bandera porque son muchos. Pero si la apremian, adorará la posibilidad excepcional de una olla enorme de caraotas para servir ¿por qué no? “como en los mesones franceses especializados en conejos”: todos a por su presa. Y será feliz reconstruyendo sabores que provienen de una ardua elaboración.
En ese comparecer ante el fuego, en ese entender las tradiciones y amarlas, en ese ser alguien que cuece y cose desde la vocación, se topa con el cacao. La niña que adora el chocolate se sienta a la mesa a oír maravillada sobre el producto ancestral que nos pertenece. La historia de cómo el cacao nos empoderó en Alemania, por ejemplo. Y cómo convirtió a los productores en Grandes Cacaos. Hasta que el petróleo nos rebasó.
Esto no se queda así, dirá ahora, y lo convertirá en pasión, en causa y reivindicación desde las primeras golosinas del experimento. En marca aplaudida de la que serán celebrados desde los artísticos empaques hasta el contenido celebérrimo de su propia bombonería. Se trata de una historia de película. Que contiene fragmentos de Alicia en el país de las maravillas, Chocolate y Corazón Valiente.
“Venezuela es una cruz bendecida de cacao”. Una cruz que es suma y alegría, no dolor que nos pesa llevar. Así entiende el mapa de este producto que entraña gozonería: del Norte al Sur y del Este al Oeste, nuestra tierra ha estado y está sembrada por el producto originario, ya nadie lo pone en duda. “Hasta en México han entendido que aun cuando el Theobroma Cacao (alimento de los dioses) fue un bebedizo de consumo usual por las castas y élites, es venezolano. Lo dicen las fechas. Tenemos cepas de más de 4 mil años en nuestra Orinoquia”. El amazónico que se creía extinto es una de las más antiguas y más dulces.
Teoriza también que es tan variado —“No hay un cacao venezolano sino muchos y maravillosos cacaos venezolanos”— como somos nosotros: en Los Andes la semilla es más blanca como lo son los tachirenses mientras que en Paria es más tostada como lo es la piel de la gente junto al mar. “Y en el tránsito de irnos oscureciendo a medida que vamos a Oriente, vemos el proceso de mestizaje que nos contiene; estamos mezclados como la cepa Trinitario, producto del cruce entre criollos y forasteros”. Todas las cepas, vale decir, tendrán gusto y salero: Zambito, Angoleta, Macho, Cundeamor, Calabacillo o Pompón. Y será así reconocido en medio mundo. “En Japón encontrarán una bombonería que llaman Calenelo”.
Con el cacao se convierte en emprendedora, maestra, exploradora, investigadora de cepas perdidas y encontradas, historiadora y defensora a capa y espada de la identidad. No va a la Luna pero llega con sus bombones a Asia. Fruto que ofrenda Venezuela al mundo y llaman el petróleo marrón, ella su adalid, alienta a todos con su discurso fascinador: “Puede volver a posicionarnos”, augura mientras habla con propiedad de cepas, siembra, suelos, cosecha, tostado, secado, y del procesamiento posterior, hasta la barra de chocolate, a una audiencia, también risueña, que cierra filas con ella en la sala Cabrujas, en la casa comunitaria del barrio La Palomera de Baruta o en una charla TED. Es que cuando habla en su voz el cacao se convierte en habichuela mágica, en cultura, en orgullo.
“Los españoles lo llevaron al imperio desde América, pero se da por cierto que muchísimo antes de su arribo había cacao al sur del Lago de Maracaibo y en Bolívar”, confirma redentora, también, de la nacionalidad del tequeño y de la arepa, “eso está documentado y ya el mundo lo tiene claro como verdad científica”. El cacao, esperanza en la costa, maravilla en Chuao, premio del terroir es prodigio en Yaracuy, por ejemplo, donde en el patio de una casa brotaría de nuevo y tan campante una cepa que se creía extinta. “Domiciana, así la rebautizamos, porque estaba en el patio de doña Domiciana”.
Además de catadora ha hendido las manos en la tierra; eso le viene de familia. Camina por el talud de la casa del sureste caraqueño acompañada por su platero gris, Pascualino, que podría cagar flores, “sirve de abono”. La sigue como perro faldero y ambos se extasían con el jaleo de las gallinas que salen de las jaulas a picotear en el suelo húmedo. Con el aroma de las matas paridas de mangos. Con los avances del potrero donde estarán un par de caballos y una vaca imaginaria. Y claro, con las plántulas de cacao que crecen. Lo ha sembrado. “Tienen dos centímetros más”, dice y alza las manos al cielo agradecida.
Desafiando el desmadre que a todos nos pisa los talones, consigue picarle los cabos a la realidad de botas torpes. Atila rompe, ella crea. Atila prohíbe, ella se zafa con una inesperada ocurrencia. Atila amenaza con un cierre y ella descubre una especie de cacao que parecía extinta. Atila hace barridas y ella pone la mesa limpia. Ejecutiva sin agenda, aunque no improvisa, entiende de estrés, de facturas difíciles, de reinicios. Su innovación estará en las formas de gerenciar: disciplina, visión y cuentas claras con ese permanente estado emocional tropicaloso y divertido que le exige al equipo: hay que trabajar desde el corazón.
Así con los productores de Barlovento, donde ha habido intentos de expropiaciones y demás barbaridades: ustedes pueden, ustedes son, ustedes tienen la historia de su parte, son leyenda, hónrenla. Así con los del cacao ultrafamoso de Chuao, donde cada semilla que brota, encofrada en su óvalo con grietas que dan cuenta del origen milenario, es secada sobre el piso según el manual legendario. Contra viento y marea ha forjado a pulso un indiscutible liderazgo en la industria cacaotera. Cómo ganar en la adversidad sin desalentarse en el intento es una de sus recetas más exitosas.
La restauradora, que ha encontrado en el chocolate un plan de vida, cultiva lo que ha sembrado: fama y cacao. “No son estas las coordenadas ideales, me refiero a que el cacao necesita de un clima más cálido, pero quiero probar”, dice la María infatigable que se ha replanteado en sus procesos de búsqueda la fe, la salud, la identidad, y en cada lance ha salido victoriosa. La que nacería enmantillada como el cacao nuestro que tiene un velo, una película única sobre la semilla que lo hace el más dulce del mundo: por eso lo llaman cacao porcelana. Seguro el producto doméstico será un milagro.
Como el proyecto más reciente y por inaugurar: remodela La Guachafita, la finca junto al mar de los Quintero —Inés, Valentina y demás— en el Litoral, en Caruao, para construir la escuela del cacao. Se dictarán clases de empoderamiento, esperanza, valoración, procesos agrícolas y comerciales, siembra y confección con máquinas desconchadoras, descasquilladoras, batidoras. Serán cátedras tan afectivas como las que imparten a los niños en Yaracuy donde ¡el cacao es materia escolar!
Mientras arriba, donde el ceibó, la pieza de la casa con más edad y caderas más anchas parece mirar fijo el piano que María Fernanda toca esporádicamente, y las tazas de la alacena chismosean con las piezas de la cocina laboratorio, abajo hace un silencio sagrado cada vez que se tropieza con la misma escena: el revuelo cinético de colibríes que toman agüita de azúcar. Está en las nubes. “Queridos, no se pueden enfermar”, les dice a los cacaos que sembró a 2.300 metros, cien más arriba de lo prescrito, “maravilloso cosecharlos, son accesibles, crecen a escala humana, y el amazónico ¡gotea! Cae solito”.
María Fernanda Di Giacobbe es un sueño tras otro. Promotora de la tesis de que el cacao nos salvará porque nos representa —“es exacto a nosotros: pretencioso, resiliente, versátil, adaptable, dulce”—, en las horas de insomnio hace a mano primorosos libros artesanales. Son collages que fotocopia, imprime y convierte en pequeñas piezas de arte para hojear o extender como acordeón. No descansa. Cabeza de Cacao de Origen, nombre que ya es punto de vista y discusión zanjada, se mueve si no en nave espacial en un cohete emocional a su medida. O con sus alas. Cuando no está en Topotepuy organizando homenajes a los pares y dueños de las marcas estrella, léase chocolates El Rey de Jorge Raymond, chocolate Las Heroicas, o chocolates Franceschi —“seis generaciones de devoción cacaotera”—, está en Trasnocho o en los Secaderos de La Trinidad donde procesa el suyo en tanques aromáticos, y sirve su sustancioso espesor a una clientela devota.
Dama de buenísima voluntad, María Fernanda Di Giacobbe es todos los bombones. Pero que sus pómulos francos y ojos que se le achinan en cada sonrisa le den un aire a Linda Evangelista, Eugenia Silva o a Lily Aldrige no la hace una modelo sino un modelo a seguir. Que además tenga entalle demuestra que el chocolate no solo no engorda sino que da vida. Ella, la más vital. “¿Por qué un burrito? ¿Por qué no? ¿No son adorables? ¡Siempre quise tener uno!”, dice la que tiene lo que quiere.
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