martes, 6 de septiembre de 2022

Good bye, Gorby!



 POR Tomás Straka


Hay imágenes que encierran un universo. La secuencia de la estatua de Lenin amarrada a un helicóptero y sacada de su emplazamiento en Berlín, que muestra Good bye, Lenin! (2003), fue para todos, como para Christiane Kerner –la protagonista del filme, a la que un coma le había impedido enterarse del colapso de la República Democrática Alemana–, el símbolo del fin del comunismo. En la secuencia, la asombrada militante del Partido Socialista Unificado ve cómo Lenin se despide desde el cielo, como quien se va al más allá, y en su especie de ascensión se lleva aquello por lo que tanto luchó y soñó.

En ocasiones, la realidad nos ofrece imágenes tan icónicas como las del cine. Tal es el caso de la que acabamos de ver de Vladimir Putin haciéndole honores a Mijaíl Gorbachov. Frente a frente, Gorbachov representa a la Rusia que Occidente soñó a finales del siglo pasado, yacente en su urna, y Putin a la Rusia que terminó siendo treinta años después. Cuando, como acto final de respeto, el actual mandatario se persignó, el simbolismo quedó completo. Fue el adiós a muchas cosas: a lo que podía quedar del sueño del comunismo ateo y científico que fue la URSS; al sueño de que era posible reformar el comunismo y convertirlo en algo con más prosperidad y libertad; al sueño de que era posible crear una Rusia liberal y occidental; y al sueño de que la Santa Rusia había quedado completamente atrás. El futuro que en 1918 Lincoln Steffens creyó ver (y encima creyó ver funcionando: he visto el futuro y funciona fue su famosa frase), no resultó ser tal. Tampoco lo fue el futuro que los occidentales creyeron ver encarnar en Gorbachov. Al último mandatario soviético no lo despidieron compungidos tovariches del Partido. Tampoco un presidente a la cabeza de una democracia liberal. Lo despidió un hombre que es una síntesis entre la Santa Rusia y la URSS. Y una síntesis que viene de muy lejos, y que en gran medida causó el fracaso de Gorbachov.

El jueves, la televisión estatal rusa mostró a Putin colocando rosas rojas junto al ataúd de Gorbachov en el Hospital Clínico Central de Moscú. Sin embargo, el mandatario no asistió al funeral. Captura de pantalla de video difundido por BBC Mundo.

En efecto: si una palabra atraviesa el recuerdo de Gorbachov es la de fracaso. Desde la perspectiva occidental se trata de un héroe, y ciertamente tiene razones para serlo. Se trató en gran medida de un soñador en medio de los pesados engranajes de la URSS, de un socialista que honestamente creyó que se podía crear otra forma de socialismo soviético, capaz de generar prosperidad y de desarrollarse en libertad. Su objetivo nunca fue acabar con el sistema dentro del que se formó y en el que llegó a gobernar, sino señalar en público sus fallas (la falta de transparencia, que originó la política del glasnost) e implementar reformas para enmendarlas (la perestroika). No era el primero en hacerlo, pero sí el que fue capaz de llevar las cosas más lejos. Fue, hasta donde lo indican los hechos, un demócrata sincero. Y fue un constructor de la paz, desactivando uno de los trances más peligrosos de cuantos ha enfrentado la humanidad, la Guerra Fría. Pero, salvo en lo último, fracasó en lo fundamental. De hecho, su labor le mereció el Premio Nobel de la Paz en 1990.

Gorbachov pronuncia su discurso de aceptación del premio Nobel de la Paz, el cual había sido postergado, en el ayuntamiento de Oslo el 5 de junio de 1991. Fotografía de NTB SCANPIX | AFP.

Como le pasó a Alexander Dubček, Imre Nagy, y a un montón de líderes soviéticos que fueron fusilados o mandados a Siberia, Gorbachov descubrió por las malas que la naturaleza del sistema, tal como se había cristalizado, lo hacía imposible de reformar: sólo podía generarse un cambio destruyéndolo. No fue, ni de lejos, su objetivo, pero fue lo que terminó pasando. La perestroika fue el sexto gran intento de reforma económica, y como los otros cinco terminó encallando en las rocas de la centralización, los políticos y los burócratas. La Nueva Política Económica de Lenin (1922-1928), las reformas que intentó Nikita Jrushchov y sobre todo las llamadas Reformas de Kosygin (1965, 1973 y 1979), una y otra vez intentaron aligerar y hacer más eficiente a la economía soviética, y una y otra vez terminaron siendo desechadas por un Partido que no quería perder su poder y por funcionarios que temían por sus puestos de trabajo.

Ronald Reagan (derecha) con el líder soviético durante las ceremonias de bienvenida en la Casa Blanca el primer día de su cumbre de desarme. Fotografía de Mike Sargent | AFP.

Gorbachov conocía bien al sistema. Había sido un eficiente apparatchik que logró ascender hasta la nomenklatura, cuando las muertes casi seguidas de Andrópov y Chernenko demostraron que, literalmente, la generación que había vivido la Revolución y ganado la Gran Guerra Patriótica no daba para más. Así llegó la Secretaría General del PCUS y a la Presidencia del Soviet Supremo en 1985. Estaba en sus cincuentas, era relativamente joven para los estándares de la dirigencia, y traía el convencimiento de que la decadencia biológica de los líderes se acompasaba a la de todo el sistema de la Era Brézhnev (Leonid Brézhnev gobernó entre 1964 y 1982, como un gran dique contra las reformas). La economía era insostenible, sobre todo después de que los precios del petróleo cayeron en los ochentas y ya no había forma de subsidiar a un sistema ineficiente. También era insostenible el subsidio de un ejército gigantesco, que se había atascado en Afganistán, consumiendo vidas y dinero sin perspectivas de triunfo. Además era insostenible el subsidio a los países satélites, cuyos desastres económicos propios se paliaban con acuerdos económicos muy favorables, o francamente con dinero (he ahí el caso de Cuba). El desastre de Chernobyl demostró que literalmente estaban viviendo sobre un polvorín (¡pero uno atómico!) a punto de estallar.  ¿Cómo salvar al socialismo? ¿Cómo cambiar las piezas que faltaban sin que el edificio entero se viniera abajo?

Ya se dijo: no fue posible. Tan pronto se dijeron en público los males y se echaron a andar los cambios, el destino fue el de un castillo de naipes. Uno a uno colapsaron los gobiernos comunistas de los países de Europa del Este, ante la mirada impasible de un ejército soviético que no tenía la capacidad ni las ganas de intervenir; y pronto la misma Unión Soviética empezó a crujir por todas partes, hasta colapsar. En cosa de meses, el fracaso del Vodka Putsch en 1991, la independencia de los Países Bálticos y Ucrania, y el ascenso de la singular figura de Boris Yeltsin, desbrozaron el camino para que la URSS fuera disuelta y Gorbachov renunciara al gobierno de un Estado que ya no existía. Los sueños del comunismo y de su reforma estaban liquidados.

Gorbachov en el evento «Palabras por Venezuela», en Caracas, el 10 de mayo de 2004. Fotografía de Juan Barreto | AFP.

Pero aún quedaban otros dos sueños por morir. La rápida adopción del capitalismo por todos los países de Europa Oriental y por las ex repúblicas soviéticas, incluyendo a la nueva Federación de Rusia, hizo pensar en una inevitable occidentalización. El famoso anuncio publicitario de Pizza Hut que protagonizó Gorbachov en 1998 parecía el signo definitivo de los nuevos tiempos. ¡La ultraestadounidense transnacional tenía nada menos que al ex Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética haciéndole publicidad! Pero el mismo anuncio nos demuestra que para muchos aquello había ido demasiado lejos, demasiado rápido. El señor que en el anuncio acusa al ex líder soviético de todos los males que estaba viviendo el país, expresaba un parecer que se hacía mayoritario. Las terapias de choque, el empobrecimiento de gran cantidad de personas, el desempleo, la destrucción de lo que parecían carreras en ascenso de apparatchiks, la inflación, la escasez y el colapso de los servicios, que los soviéticos nunca vivieron así como los ciudadanos de los otros países comunistas en la década de 1980, hicieron muy impopular en su país al Gorby, que en occidente merecía remoquetes tan cariñosos como este.

Y todo esto, además, en medio de la pérdida de su grandeza imperial. Aquello era una humillación, y podían concluir, con algún fundamento, que si occidente amaba a su Gorby, era porque se había doblegado ante él: ¡hacer una publicidad de Pizza Hut! ¡Por favor! ¡Dejar que lo llamen Gorby! ¿De cuándo a acá un señor serio se deja llamar así? ¿Pedro El Grande, Iván el Terrible, Stalin o Lenin habrían permitido ese sobrenombre? ¿Es posible imaginar a Stalin o a Putin aceptando sin chistar que un grupo como Locomia lo celebre con un tema pop? Ser admirado por Locomia no es, desde este visor, precisamente una buena recomendación (mucho menos cuando, para más ofensa, lo haga remedando Polyushka Polye y diciendo que era hora de que al “Oeste vuelva ya”). De modo que el sueño de la Rusia a la occidental rápidamente fue desmentido por la Santa Rusia. Se trata de la otra ilusión que se desvaneció con Gorbachov: que la Santa Rusia tradicional había sido sepultada en 1918. En contra de Gorby y de lo que todos veían como sus desastres, de lo que él representaba (porque Gorby en sí mismo desapareció rápido de la escena política y su intento de reinvención como líder socialdemócrata no tuvo ningún eco), emergió una tradición milenaria de grandeza, que en realidad nunca había desaparecido.

Sí, la grandeza de la Tercera Roma, esa que una vez caída la primera en manos de los bárbaros y la segunda (Constantinopla) en manos de los infieles, sentía que había recibido el testigo de ser la puntera del cristianismo y la civilización; el esplendor de la Santa Rusia, la larga vocación imperial, estaba allí, en el corazón de los rusos. El comunismo no sólo recondujo mucho de aquello –al cabo, ¿no seguía siendo Moscú la cabeza de una nueva promesa universal de redención, la del comunismo? ¿No era el futuro, que es lo que encarna o dice encarnar toda iglesia? ¿No era la URSS un imperio?–, sino que, en contra de lo que se podía creer desde afuera, logró integrar aquello dentro de sí. Los soviéticos, contraviniendo su proclamado internacionalismo, llamaron Guerra Patriótica a la Segunda Guerra Mundial, y esa patria no era otra que la Santa Rusia. De algún modo todo eso que vemos exaltado por Putin (el águila bicéfala, la cruz de San Andrés, la Orden de San Jorge, el Russjik mir o mundo ruso), ya lo fue rehabilitando Stalin cuando necesitó de todo el fervor de su pueblo para enfrentarse al III Reich. El Iván el Terrible, de Sergei Eisnstein (1944), tenía el mismo sentido que la alianza con la Iglesia Ortodoxa que consumó Stalin: evocar la tradición con los héroes nacionales, no importa que se tratara zares; o permitir que las unidades del Ejército Soviético fueran bendecidas y que los soldados pudieran tener santos protectores al salir al combate.

Gorbachov y Angela Merkel en la exposición «Fuera del álbum familiar», que presentó fotos de Gorbachov con motivo de su 80 cumpleaños. Fotografía de Jesco Denzel | Pool Bundesregierung | AFP.

Someterse a esa Europa que siempre había sido enemiga, bien como Caballeros Teutónicos, bien como la Grande Armée de Napoleón, o como los ingleses y franceses en Crimea, o la Wehrmacht o la OTAN, no podía ser tragado tan fácilmente. Cualquier ruso lo tiene muy afincado en su memoria: el peligro, los enemigos, los que quieren destruir a la patria, vienen de Occidente. De allá son los villanos de los libros de historia que leyó en la escuela, de sus monumentos, de sus películas. ¿Por qué extrañarse entonces de que las reformas de los occidentales y su querido Gorby hayan destruido la grandeza rusa? ¡Se trata de los enemigos de siempre! Y Putin, como hombre formado en la URSS, ex agente de la KGB, y su gobierno formado por otros colegas y coetáneos suyos, el llamado sistema siloviki, parecen sentir el deber histórico de enmendar todo aquello. Los argumentos que emplea para invadir Ucrania van en esa dirección, y no hay motivos vehementes para pensar que no crea en ellos con sinceridad.

Por eso la persignación de Putin ante el cadáver de Gorbachov nos dice tanto.  Como Christine Kerner ante la estatua flotante de Lenin, es el adiós a un mundo que se creyó.  A los sueños y fracasos de un siglo. Good bye, Gorby! Quisiste construir un mundo mejor, y en muchas cosas lo lograste, pero no del modo ni en el país que quisiste. Para el resto del mundo, el balance está a tu favor. Entre tus compatriotas, no parece ser tan así. Ponen unas flores, te ven adustos, se persignan y ya. Sí, hay imágenes que encierran un universo.

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