viernes, 31 de marzo de 2023

La broma infinita: crónicas de un regreso a Caracas



 POR Pedro Plaza Salvati

La última vez que había aterrizado en Caracas fue el 10 de marzo de 2020, inadvertido de que cuatro días más tarde se declararía una pandemia y de que el gobierno venezolano me ordenaría por mensajito de texto, desde la cuenta del carnet de la Patria, que tenía que guardar cuarentena. Dos días más tarde cerrarían el espacio aéreo nacional. Nuestro viaje iba a ser solo de tres semanas y nos quedamos treces meses compelidos por las circunstancias. De toda situación grave pueden surgir algunas oportunidades. En ese momento, luego de la encerrona dramática de las primeras semanas, me dediqué a caminar al azar por las calles de Caracas que se vieron hiladas a través de una serie de crónicas publicadas en Prodavinci. En nuestra mente Caracas había sido aquel lugar en el que nos quedamos atrapados por la pandemia. Lo que quiere decir que, obra del inconsciente o no, teníamos mucha ansiedad a medida que se acercaba el momento de tomar el avión.

Antes del viaje un dermatólogo diagnosticó que me había picado una pulga y esto sí creo que no tenía nada que ver con el estrés. Esa fue la conclusión del médico al ver el sello de marca: me habían salido tres redondeles rojos en el área del tobillo. Al cabo de unos días empezaron a aparecer en distintas partes del cuerpo tres ronchitas equidistantes que avanzaban hacia las piernas, cintura, espalda y brazos. Tenía una buena picazón que, con mucho control mental, lograba inhibir. Le pregunté al doctor si todavía tenía la pulga (o las pulgas) en el cuerpo. Me dijo que no y me explicó que lo que ocurre es que el sistema inmunológico queda alborotado.

Llega el día, no hay vuelta atrás, te levantas con el sonido distinto del despertador que te avisa: hoy es tu vuelo a Caracas, casi que te habla el condenado: ¿te acuerdas cuándo te agarró la pandemia por allá? Dejas el apartamento ordenado, apagas las calefacciones, desenchufas todo menos la nevera y sales a la calle con el equipaje para atajar un taxi. La temperatura, para ser Barcelona, estaba baja esos días. El teléfono marcaba cero grados con sensación térmica de menos dos grados.

Como en el ahora temido regreso de 2020, tomamos primero el vuelo local entre Barcelona y Madrid. Todo fluyó de manera adecuada, hicimos el chequeo de seguridad y, con una hora de anticipación, tomamos café y dimos unas vueltas en el aeropuerto del Prat. Llegamos a Madrid con poco tiempo para hacer el enlace y, ante sus dimensiones, corrimos hacia el atiborrado tren subterráneo. Hacemos migración y nos dirigimos a toda velocidad a la puerta veinticinco. Y allí estaba la pantallita que señalaba el mismo vuelo, 6673, que tomamos cuando nos quedamos confinados. Me entró frío en el estómago. No había tiempo que perder, llamaban a los pasajeros a abordar. Entramos a nuestros puestos en una nave inmensa, un avión nuevo, nos dijo una de las aeromozas, un Airbus 350. Desde el pasillo conector habíamos visto el nombre de la aeronave, «Paul Gasol», la estrella española del baloncesto. Eran tan nuevo el avión que, al entrar, sentí que estaba en un estudio de filmación de una película tal vez cómica: la primera clase o clase de negocios estaba cerrada. Quiero decir, no había asientos de primera clase, de hecho, en el área estaban clavados al piso unos asientos grises largos y rectos, seguramente bastante incómodos, como para marcar el espacio y sin ocupantes. La extrañeza nos daba la bienvenida, una clase preferencial fantasma en un avión enorme. Contenía las ganas de rascarme los puntos de la piel por la picada de la pulga cuando, en hora exacta y precisa, amparados por un clima inmejorable, despegamos hacia tierra venezolana.

Los cielos del Atlántico nos bendecían con el sol desde que despegamos hasta que aterrizamos. Afuera veíamos distintas formas de las nubes, un deleite para los ojos, al igual que sutiles gradaciones de azul. A pesar de ser un vuelo a la luz del día, la mayoría de las personas parecían dormir sin problema. Poco antes de iniciar el descenso el capitán dijo que llegaríamos cuarenta minutos antes de lo previsto. La aeromoza, acostumbrada a la ruta de Chile y Argentina, siendo su primera vez destino Maiquetía, nos dijo que este era un vuelo corto (ocho horas veinte).  Nos comentó que se quedarían en el Marriott de Playa Grande pero que les tenían prohibido ir a las playas, que era una pena. Nos preguntó si era seguro salir a caminar desde el hotel hacia los alrededores. Un poco antes nos había entregado la declaración de aduanas y un detallado cuestionario relativo a la pandemia que no sabía para qué era, si había que rellenarlo o no, llamado «Formulario de Localización de Pasajeros». Luego de analizarlo, decidimos no cumplimentarlo al leer la leyenda del encabezado que señalaba que los funcionarios de salud pública necesitaban que uno avisara «cuando sospechen la presencia de una enfermedad contagiosa a bordo de un vuelo». Concluimos que era un requisito en momentos álgidos de la pandemia, lo que no disminuía mi sorpresa, primero de trasladar el papel de acusador a un ciudadano cualquiera, y luego me quebraba la cabeza sobre cómo podía detectarse una enfermedad contagiosa per se, cuando en lugar de covid podía ser gripe, influenza o resfriados que se asemejen. ¿Cómo una persona cualquiera, sin ser médico, sin pruebas de covid, puede acusar a otra de padecer una enfermedad contagiosa? La subjetividad e incluso la mentira podría causar perjuicios a terceros: la venganza por una mala mirada, fuertes ronquidos o incomodidades creadas dentro del avión.

La ventaja de contar con los cuarenta minutos de adelanto a bordo del «Paul Gasol» se vio anulada por el exagerado retraso en la correa dispensadora de maletas en Maiquetía, un mal proveniente desde los tiempos de la democracia representativa. Luego de un rápido chequeo de migración, al momento de llegar al área de recogida de equipajes apenas terminaban de salir las maletas de un vuelo de Copa y otro de TAP, los únicos que nos hacían compañía aquella tarde. Al retirarse los pasajeros de esos dos vuelos quedamos postrados una hora y media frente a la inmóvil correa. Como tradición imbatible, sello de identidad y rasgo positivo del carácter colectivo venezolano, nos pusimos a conversar. Descubrimos que de este vuelo que partía de Madrid venía gente de Málaga o de Barcelona, como nosotros, así como pasajeros provenientes de Londres y de otras ciudades. Madrid fungía de hub para Venezuela como ciudad de preferencia de los que logran migrar por vía aérea y que, de cierta manera, ha desplazado a Miami.

Roberto, un señor amable que conocemos desde hace tiempo, vino a buscarnos al aeropuerto. Apenas salimos a la abrasante humedad guaireña vimos un dispositivo militar para trasladar, en autobuses, a la delegación de Cuba que llegaba a disputar la Serie del Caribe. El calor y lo policial nos abrumó. Apenas en ese momento me entero de que Venezuela es la sede de esta importante justa de béisbol, con dos estadios recién entrenados: uno en La Rinconada y otro en La Guaira misma. Por las fotos que luego pude ver y algunos partidos que miraba en la televisión antes de cabecear en las noches tras un par de entradas, la belleza del estadio, su magnitud mordiendo el mar Caribe, merecía el nombre de algún personaje ilustre de La Guaira: José María Vargas, José María España, Manuel Gual, Carlos Soublette, cualquiera de ellos, y no el de un fallecido exgobernante de aquel estado.

Siempre impresiona cuando uno va en ascenso y aparece en el panorama el sembradío de viviendas precarias, fracaso de la era democrática y de la actual. A diferencia de otros regresos, hay algo de cola antes de llegar a Plaza Venezuela; reaparecen los vendedores ambulantes de papitas y tostones a un dólar la bolsita. En algunos postes cuelgan letreros de un comediante que aspira ser candidato presidencial. Parece un anuncio de uno de sus espectáculos de otras épocas. Y es que aquí tantas cosas parecen broma. Pasamos por una plaza todavía adornada de Navidad, con un gran arbolito encendido el 31 de enero mientras un grupo hace yoga con colchones sobre el cemento. Yoga in late Christmas.

El saludo a los afectos, el reencuentro con ese lugar al que perteneces pero que, a la vez, observas como espectador a medida que te sumerges en una realidad paralela. Luego de tantos días de ansiedad estamos montados sobre el toro. Hay un sentimiento de extrañeza y familiaridad, una ambigüedad espiritual propia de las transiciones sobre aquellos lugares donde existe una conexión afectiva, en el que se ha gozado y sufrido. A medida que transcurren los días la ambigüedad se va borrando y se impone la costumbre o la felicidad de estar conectado con el cordón umbilical; no hay explicación lógica para esto, solo se trata de sentimiento.

Aun cuando me encuentro de viaje trato de seguir la rutina de levantarme temprano, hacer los ejercicios de la mañana al tiempo que se augura la salida del sol, luego hacer café y sentarme a escribir. Lo cual no quiere decir que lo que se escriba por terco o constante resulte un mejor producto literario; solo que a mí me funciona, como una disciplina de artes marciales. La inspiración divina me es ajena y lo que me sirve es la persistencia ante las dificultades, que son muchas, de estar sentado horas frente a la computadora. La escritura es como una guerra en la que se viven momentos de éxtasis y gratitudes. Creo, además, que existe una obligación moral de dejar testimonio de los cambios de la ciudad y del país en estos años que nos ha tocado vivir. Así lo he hecho con las crónicas escritas de los regresos desde el 2014, cuando vivía en Costa Rica y me aparecía por estos lares una o dos veces al año.

Un extravío involuntario

Luego de varias interrupciones en el sueño por efecto del cambio de huso horario, me levanto a las cinco de la mañana. Durante la noche no había sentido picazón en las partes del cuerpo donde habían rebrotado las tres marcas de la pulga draculiana, lo que me extrañó ya que entre el viaje en avión y el estrés pensé que se alborotaría más el asunto. Luego de la rutina de ejercicio y con el café en la mano, contento y emocionado ‒la idea de escribir me ilusiona‒, abro el maletín de mano para buscar la computadora y comenzar la faena. Escribir es como una necesidad física vital, si no escribo me siento incompleto el resto del día y pierdo el equilibrio que arrastro hasta la noche. ¿Y qué sucede? Vamos a ver: la escena es como aquella donde de un segundo a otro surge algo tan inesperado que te llevas las manos a la cabeza, invocas a Dios ‒creyente o no‒, no dejas de repetir la frase “¡no puede ser¡”, “¡no puede ser!”.

La computadora brillaba con una luz de ausencia.

Había desaparecido, no la tenía, kaput, fuera, muerte. ¿Me la robaron o la extravié? ¿Habría alguien abierto el compartimiento superior del avión y extraído mi computadora? ¿Qué atractivo podría tener si es un viejo modelo Dell? ¿Sería acaso esto obra de un escritor plagiario? ¿Robarme mi material escrito? ¡Ni que fuera una estrella rutilante que brilla en el firmamento con el apoyo de las maquinarias imbatibles de los grupos comerciales editoriales que deciden lo que lee el mercado! ¿Cómo podía haber extraviado la computadora? Además, tenía allí guardada información personal que no había podido respaldar en un disco duro externo. Craso error, tan grave como no adquirir por cinco dólares mensuales un servicio de almacenamiento en la nube. Más bien era mi cabeza como una nube en ese instante. Me repetía “¡no puede ser!”, “¡no puede ser!”, con el perdón de los que detestan los signos de exclamación. Me llevé las manos a la cabeza como cuando se presencia una tragedia: un choque de trenes, un paracaídas que se rompe y deja de funcionar. Ana oye mi agitación, reviso una y otra vez el equipaje y la mochila: no aceptaba lo que me estaba ocurriendo; era como perder un pedazo de cuerpo, como si una extremidad se hiciese invisible. Ella se levanta disparada de la cama: “¡No me jodas!”, dice desde su súbito despertar, y perdón de nuevo por los signos de exclamación. Me ayuda a revisar, buscamos por todos los rincones del apartamento y nada. Lo único que aparecían eran los primeros rayos del sol con el Ávila majestuoso y la algarabía de las guacamayas y los pericos.

Luego de un prolongado rato buscando, supongo que con los niveles de cortisol y adrenalina como torbellinos, entre la pérdida y la incredulidad, elucubro hipótesis sobre el posible lugar donde la pude haber dejado. Todo apuntaba a que tenía que haber sido en el primer control de seguridad del aeropuerto del Prat de Barcelona. Acudo a Google y, tras detectar algunas páginas de estafas en las que al pagar treinta y nueve dólares una empresa procedía a la búsqueda, doy con la página de Aeropuertos Españoles y Navegación Aérea (AENA). Busco el Josep Tarradellas ‒antes aeropuerto El Prat, cambiado de nombre en 2018 para honrar al que fuera presidente de la Generalitat de Cataluña en el exilio durante el franquismo‒, y doy con la pestaña «Objetos perdidos», que tiene una dirección de correo y un número telefónico. Hago varios intentos y mientras espero que me atiendan pienso que la oficina suena a título de una novela: Objetos perdidos.

Como nadie respondía decido escribir un correo en el que afirmo que tiene que haberse extraviado en el momento en que coloqué mi maleta de mano, la mochila y la computadora en el control de seguridad. Explico que cuando pasaron las tres bandejas grises con mis pertenencias, sobre la computadora había colocado un abrigo y otros objetos personales y que una funcionaria me solicitó que repitiera el procedimiento con la computadora dado que no podía llevar nada encima. Me devuelvo con la computadora en la mano ‒sigo explicando en el correo‒, la coloco sobre la bandeja, paso de nuevo el escáner de cuerpo y la dejo en la bandeja. Las otras pertenencias de mano ya se habían distanciado unos metros en la sección final de la correa. Pensar que un extraño tendría mi computadora con mis asuntos personales, los quehaceres de uno al paso por este vasto mundo, así como todo lo que he escrito desde hace ya no sé cuántos años, me tenía en un ánimo entre abatido y de duelo. Como no me respondieron el correo y habiendo transcurrido tres horas de tensión extrema desde que descubrí el resultado de mi torpeza, llamo de nuevo. Tras cinco intentos logro que me atiendan:

Bon dia ‒me congracio con los buenos días en catalán‒. Les he escrito un correo hace poco explicando que extravié mi computadora en la revisión de seguridad del aeropuerto. Eso fue ayer cuando viajaba de Barcelona a Madrid. Estoy seguro de que ocurrió en el punto de chequeo rápido.

Ahondo en detalles de cómo suponía que la había extraviado.

Bon dia, Pedro, soy Roser. Dígame una cosa: ¿qué marca es la computadora?

‒Marca Dell.

‒¿De qué color es?

‒Azul oscuro.

‒¿A quién pertenece?

‒Pedro Plaza Salvati.

‒Pues aquí está. Fue reportada ayer. Y fue tal como usted dice, la perdió en el control de seguridad que indica. Ha tenido mucha suerte: no podía haberla dejado en mejores manos.

‒¿En serio? No me lo puedo creer. ¡Qué buena noticia me ha dado!

‒Puede venir a buscarla cuando quiera.

‒El detalle es que estoy en Caracas. ¿Puedo autorizar a alguien a que la retire?

‒Sí, por supuesto. Tiene que hacer una carta y enviarla al mismo correo que usó antes con los DNI suyos y de la persona autorizada. Antes de entregarla la persona autorizada tiene que colocar la clave y demostrar que la computadora abre.

‒Pues qué alivio. Como le comenté, me confundí cuando me devolvieron en el control de seguridad.

‒Venga, suerte que la dejó en manos de la policía. No deje de indicar en su autorización el número de incidencia que le he dado.

Los gritos, los abrazos, los giros que dimos Ana y yo seguro sonaban tan escandalosos que hacían palidecer los estruendos de las guacamayas y loros que seguían surcando los cielos. Había renacido. Del infierno al cielo a la velocidad del sonido. ¿Podía atribuir mi descuido al estrés previo al viaje por la memoria de lo vivido en 2020 cuando nos quedamos confinados trece meses? ¿Son así los procesos mentales asociativos? ¿No es acaso uno responsable de todos sus actos y no sería injusto culpar a la funcionaria que me hizo devolver para colocar la computadora solitaria en una bandeja gris? ¿No debemos más bien pensar que la raíz de todo este desbarajuste que vivimos se deba a los protocolos de seguridad de los aeropuertos a partir de Osama Bin Laden y el derribo de las Torres Gemelas? ¿No fue ese el momento desde el cual viajar en avión se volvió tan poco amigable? Menos mal que no abrí el maletín de mano donde se suponía que viajaba la computadora conmigo durante el vuelo porque hubieran sido horas de amargura en las alturas.

Siguiendo las indicaciones de la amable funcionaria de la novela Objeto perdidos, un buen amigo buscaría mi computadora en el aeropuerto de Barcelona, le daría mi clave y la guardaría en su casa hasta nuestro retorno a tierra ibérica. ¿Cómo entonces escribiría en las mañanas? Mientras tanto contaba con la computadora de Ana que no tenía instalado el programa Word. ¿Qué puede hacer un escritor en estas circunstancias? ¿Escribir a mano sobre el papel y luego transcribirlo? ¿Escribir en el teléfono? Mientras decidía opté por escribir correos con las partes de esta crónica a medida que las fuese escribiendo: «La broma infinita 1», «La broma infinita 2»; cada correo con un bloque temático que luego ensamblaría. Cuando estuviera instalado el Word o cuando terminara las crónicas ‒como resultó ser‒ las pegaría como un collage para luego trabajar en la reescritura y las transiciones entre fragmentos. Sería, además ‒hay que ver el lado positivo‒ una forma de escribir que podría arrojar un tono, una forma novedosa a la que no estoy acostumbrado. No lo sé. Me dicen que soy enmantillado y prueba de ellos es que logré encontrar la computadora sana y salva en este ancho recorrido trasatlántico.

Covid is in da house

Cuando uno llega a Caracas visita médicos de confianza que todavía se encuentran en la ciudad. Y es que, aunque uno haga vida en un país considerado de primer mundo, el trato distante, el poco tiempo que se dedica a una consulta, las metas de pacientes a cumplir por día que impone el sistema tanto en la medicina privada como en la pública hacen ver a los médicos venezolanos como santos emisarios de la salud. Aparte de dedicar a los pacientes el tiempo que ameritan tienen, además, una actitud práctica hacia la solución de los problemas tratando de ir, por lo general, al fondo de las causas. Se dedica tiempo humano al paciente, se intercambian números de teléfonos personales, correos electrónicos, algo impensable en países donde la salud es considerada de primer nivel, lo que constituye una gran paradoja. Acudir a un médico venezolano resulta un privilegio y una confianza sobre el camino a tomar para la solución de temas específicos. Y si bien esto es así, el reencuentro con Caracas se llena de citas que, por más que sea, no dejan de generar tensión y angustias.

Angustias que se disipan al subir al Ávila un día de semana. El Ávila: tótem, adoración, gancho afectivo, sacrosanto protector de tempestades provenientes del mar, espantador de huracanes; su verde nos tranquiliza pese a su imponente presencia. Dar una caminata o correr por el Parque del Este, ahora más bonito y tranquilo que nunca. Una escapada, caminar por las calles al azar para poner las cosas en perspectiva y reencontrarse con el temperamento exaltado, acelerado, bravucón que se respira. La Serie del Caribe que se desarrolla estos días hace honor al ambiente desaforado que reina en Caracas los días de semana y, en especial, un viernes por la tarde. Esa tarde del viernes 3 de febrero que salí a despejarme, tras un día pesado y lleno de situaciones dramáticas inesperadas, caminando por la Francisco de Miranda, sintiendo la fuerza tropical del atore venezolano, una patrulla de varios motorizados armados con fusiles de guerra de la Guardia Nacional me pasa al lado. A las pocas cuadras un comando de vehículos del CICPC detiene el tráfico para que pase sin obstáculos un auto de dicho cuerpo, todo con el más extremo apuro y desafuero, como si esa fuese la tarde del fin del mundo.

Unas horas antes sentí conmoción cuando Ana se despertó la mañana de ese tercer día y me dijo que se sentía rara y un poco mal. Habíamos traído varias cajas de pruebas de antígeno para dejarlas a mi suegra ‒la que se parece a Joan Didion‒ y su cuidadora en Caracas. Por alguna extraña razón, a pesar de que ahora se consigue de todo en las farmacias ‒aunque sea a precios exorbitantes‒, todavía no venden pruebas de coronavirus. En España las tienes disponibles a menos de tres euros. Ana tuvo un instinto, como cuando lo tuve yo luego de quedar atrapado en un tren detenido y accidentado dos horas en el medio de la nada entre Madrid y Barcelona, un día de ola de calor con gente sin tapabocas en un vagón sellado herméticamente. Su instinto fue certero como el mío ese mes de junio de 2022. La primera prueba: positiva. La segunda prueba para confirmar: positiva. Diagnosticada y confirmada por menos de seis euros.

La casa entró en emergencia. Cuando lo contraje el año pasado había padecido fiebre e insomnio durante cinco días hasta que empezó a ceder y dio paso a un conato de bronquitis, además de que se me acható el arco respiratorio de inhalación y exhalación. Como es clásico en Europa vivimos en un pequeño apartamento. Yo me quedé en el cuarto ‒covid por cárcel‒ y Ana en la sala. A pesar de que tardé quince días en salir negativo, ella no se contagió. Ana estaba invicta del covid hasta que pisamos suelo venezolano: ¿cómo podía ser esto si casi todo el mundo, previo al viaje, reportaba que el covid casi “no existía” en el país y que se le veía ya como un cuadro viral leve? ¿A qué se debe el menosprecio o minimización de la enfermedad? ¿A la cepa, a las falsas estadísticas oficiales desde que inició la pandemia o al hecho de que los venezolanos tienen tantos problemas que el covid parece un mal menor? Ella había salido victoriosa ante las fuertes olas europeas, al invierno del que veníamos y, además, estaba vacunada con las dosis de refuerzo. Era posible, sin embargo, por los tiempos, que se hubiera contagiado en el avión al momento de quitarse la mascarilla para comer.

Tuvimos que cancelar encuentros con amigos y familiares, postergar asuntos por resolver. Una vez que se estableció la dinámica tuve que mudarme del estudio donde me había instalado la primera noche de “insilio” a la sala del apartamento. Habían lavado la fachada del edificio con chorros a presión y se había filtrado humedad por las paredes del estudio. Eso, unido a dormir rodeado de libros y del clóset con documentos de cualquier tipo, aunque cerrado, hizo que me trancara tanto al punto de que me hice una nueva prueba para ver si me había contagiado. Salí de nuevo negativo en la prueba y, al mudarme a la sala, se me pasaron los ahogos producto de la humedad y el polvo. Habilitamos dos sofás unidos como cama donde constataba en las noches las ganas de rascarme algún nuevo brote de tres ronchitas de la picada de la pulga: ¿cómo no iba a alterarse el sistema inmunológico con semejante estrés? En vista de que mi computadora reposaba segura en casa de mi amigo que la fue a buscar al aeropuerto de Barcelona, en las mañanas usaba la computadora de Ana que estaba disponible, sin el programa Word, y por ello continuaba escribiendo este texto por correos enviados; este, por ejemplo, en esta fase es «La broma infinita 8».

Asumimos el uso del tapabocas en casa. La comida se la dejábamos a Ana en una bandeja en la entrada del cuarto. Le dimos un garrafón de agua, una cafetera eléctrica que compré en una conocida tienda ‒donde tardé casi un siglo para que me dieran el cambio entre bolívares y dólares‒ y que haría las veces de calentador de infusiones, suministros de té negro, vitaminas, inhaladores. Ella cumplía el tratamiento de acuerdo con las recomendaciones de nuestro inmunólogo. La casa se había transformado en un ambulatorio contra el covid, como los antiguos Lazaretos o centros de recuperación durante la peste bubónica que azotó parte de Europa.

Los días de estrés previo ante la expectativa del viaje, el extravío de mi computadora, las citas médicas, la resolución de problemas prácticos a los que uno viene, reencontrarse con la realidad siempre mutante, con todo y la supuesta apertura económica, el delirio de resolver cómo pagar las cosas y, para rematar el asunto: mi esposa con covid. Todo esto habiendo dormido solo tres noches en Caracas. ¿Estaba el país echándonos a patadas?

***

Estoy sentado escribiendo fragmentos de esta crónica que me envío por correo mientras el paisaje verde se posa en la ventana con desparpajo. Un par de tortolitas se instala en el balcón y un pajarito negro entra como polizonte en la casa. Pega brincos, me pasa entre las piernas, me quedo inmóvil y le tomo fotografías. Un loro viene a comer frutas que dejamos en un delgado murito tras una ventana; se disputa el alimento con los azulejos. Hay más guacamayas volando de las que recordaba durante el confinamiento. La belleza de su estruendo se combina con los altos decibeles de este país. A veces pienso que el clima, las aves y las personas están en una frecuencia similar, evidentemente mucho más fuerte que la de otras ciudades. Ese es el gancho que, muchas veces, sostiene el afecto de la gente con el país. Vibrar más alto en la existencia hace que uno se sienta vivo. Trato de entender las señales.

Me comunico con Ana por mensajes de WhatsApp, nuestra única vía de contacto en esta fase de aislamiento. Estoy más tiempo en casa. Revivo los tiempos cuando nos atrapó la peste en nuestro último viaje. No se suponía que íbamos a llegar acá para para resucitar la época dura de la pandemia, que por lo visto muchos consideran historia patria, a pesar de que el virus sigue haciendo de las suyas. Es muy raro estar aquí como cuando se desveló la tragedia que surcaba por el mundo, la vida interrumpida hace casi tres años. Al momento de este nuevo viaje en España todavía era obligatorio el uso de mascarillas en el transporte público.

«Vacúnate: sin costo, sin hacer colas, sin registro previo. Todos contra el covid-19», es el letrero a la entrada de la farmacia de una conocida franquicia. Qué distinto a cómo dejamos la situación en abril de 2021. El Gobierno sigue dando reportes escuetos. Información oficial del 28 de febrero de 2023, por ejemplo: «Un total de dos nuevos contagios fueron detectados en las últimas 24 horas». En otro reporte sí leí que había tres fallecidos. Me resulta extraño ver que algunas personas andan en la calle con tapabocas. Ello no ocurre, salvo excepciones, en espacios interiores. Nadie puede saber la verdadera situación. Un médico me dijo que entre diciembre y enero hubo un pico moderado con gente hospitalizada y algunos fallecidos. La dinámica atropellada de la ciudad hace que este tipo de cosas parezcan nimiedades.

Dormir en la sala me permitía tener una vista más amplia del Ávila. Las noches y las mañanas se tornaban ciclos que marcaban el avance de los días. El amanecer de tonalidades mezcladas, los días cubiertos de nubes, algunas pálidas, anémicas. Entre los cielos nublados, ahora persistentes, permeaban colores de tonalidades enigmáticas. Ah, la fuerza del espíritu. A veces el cielo se cubría por completo de gris plomo, como si toda Caracas hubiera sido blindada contra proyectiles provenientes de la estratósfera. Me pareció ver en el cielo algo similar al globo espía chino al momento de derribarlo el ejército de Estados Unidos sobre el Atlántico: la imagen de dos nubes, una grande, medio transparente, como una madre vieja, y otra más pequeña, adolescente, de un blanco resaltante.

El cielo solo nos brindaba escasos días de plenitud y, por momentos, el azul era completo; los edificios competían con el verdor de la ciudad para sobresalir entre el estruendo de las guacamayas y de los escoltas en las calles: zamuros armados en motos potentes o en camionetas que parecen llevar dentro la muerte detrás la oscuridad de sus vidrios.

Desde la sala oigo el zumbido de los carros en la avenida Libertador. Es un ulular constante, como el de los mosquitos que me pican al dejar las ventanas abiertas, tras arroparme contra el frío de las noches. Un frío relativo que se instaló desde los primeros días de febrero, con su fatídica fecha celebratoria del intento de golpe de Estado de 1992 (¿fue acaso allí dónde comenzó todo, en esos minutos televisivos de gloria en la derrota?). Febrero, qué mes tan cargado de acontecimientos en la historia de Venezuela.

Un entretenimiento fallido

Tomo el carro para acudir al control urológico. Al rodar, una sensación hueca se instala en mi estómago. Nunca había visto la avenida Libertador tan sola un lunes en la mañana. Tomo la ruta que me llevará hasta San Bernardino. Durante el recorrido no encuentro casi carros, ni siquiera al llegar a la bifurcación entre la avenida México, hacia la Urdaneta, ese punto donde se alza el templo islámico, la mezquita de Caracas, la segunda más grande de Sudamérica. Veo el renacido Sambil al fondo mientras prosigo sin nada de tráfico. Le llevo al doctor unos exámenes de sangre que me había hecho en diciembre en Barcelona. Aquel despacho solía estar lleno, ahora solo estoy yo con la secretaria. La soledad que se ve en tantos lugares, de distinta naturaleza, y que confirma la paradoja de que supuestamente estamos mejor. Incluso tuvimos tiempo de conversar antes del chequeo físico. Me dice que los exámenes están impecables. Le cuento las cosas que nos han pasado en tan pocos días. Luego del eco de los riñones me hace el de próstata y dice que tanto los valores medidos en sangre del antígeno como el tamaño de la próstata están en niveles óptimos y que no me hará el tacto. Como tenemos confianza me dice: “Después de lo que has pasado, el extravío de la computadora, tu esposa con covid, ¿cómo voy a hacerte el tacto?”. Las carcajadas resuenan en el consultorio y también las risas cuando me entrega el informe médico y los resultados del eco impreso. Regreso por la Cota Mil y la soledad, a eso de las once y media de la mañana, sigue causando inquietud.

***

Desde la ventana se oye la voz melodiosa, como de cuento infantil y de terror a la vez, del amolador. “Afiiiiiiiileeeee sussssss cuchiiiiiiiillos”, dice luego de identificarse con el sonido del caramillo que oigo desde que era pequeño y que redescubrí en España; claro que con un tono más grave y severo. La dulzura del caramillo del amolador de acá retrata el contraste entre ambas culturas. El cielo se encapota como algodón de azúcar. Las nubes tapan la ciudad, el asfalto amanece húmedo producto de una discreta lluvia nocturna. Hace mucho viento, como casi todos los días desde que llegamos; las palmeras se baten inquietas.

Trato de hacer todo caminando, pero estoy de nuevo en el carro. Ayer oí un anuncio en una estación afín al Gobierno, la 96.3: “Para librar la lucha contra el covid recuerda sonreír mucho. Al sonreír se libera dopamina que fortalece el sistema inmunológico”. Ana lleva varios días de reclusión monástica. Su prioridad, además de vencer al virus, es que su madre no se contagie. La evolución de sus síntomas se parecía a la mía cuando padecí el virus el año pasado: malestar inicial, fiebre un par días (tuve casi una semana de fiebre), bronquitis, afectación de las vías respiratorias; por lo que comenzó a tomar esteroides y antibióticos, como hice yo. Si bien en la primera prueba doméstica que trajimos de España la «T» marcó sutilmente la primera vez ‒la que confirma estado positivo‒, al sexto día la raya roja explota de velocidad en la manera de marcarse, tan rápido y tan gruesa, lo que supone que debe estar en una fase alta de contagio. Con el tratamiento le han subido los niveles de oxígeno y el flujo pico respiratorio a niveles óptimos.

***

Muchos de nuestros regresos a Caracas han sido accidentados. Recuerdo mi fractura de la cabeza de radio del brazo izquierdo en tres pedazos al tratar de salir de un estacionamiento como una cueva, racionado por los cortes de luz, y mi lanzamiento en caída al piso con el brazo izquierdo como amortiguador y que, tras el mamonazo, no podía flexionarlo ni girar las manos.

La fractura de cadera de mi suegra en otro regreso.

Quedarnos atrapados trece meses por una pandemia cuando veníamos solo por tres semanas.

Ana confinada por covid en este último viaje.

Todo ello sin contar las dificultades inherentes a los trámites por resolver, de distinta índole, que harían palidecer a los atormentados personajes de Franz Kafka.

Aparte de que, como punto de partida antes del viaje, surge el inevitable estrés (comentado al principio). Las expectativas lo magnifican todo cuando se cae en zonas erróneas; pretender anticiparse al futuro y, además, hacer suposiciones. El teatro de los escenarios de las conjeturas es siempre un enemigo a vencer. Con cada regreso a Caracas, desde 2014 hasta 2023, nos encontramos siempre un país distinto, como un animal en continua mutación genética. Dentro de esa transformación, objetivamente hablando, muchas cosas han mejorado, pero no benefician a la gran mayoría y hacen entonces a la sociedad más desigual: por un lado, un sector pudiente que se las arregla de una u otra manera y, por el otro, el grueso de la población que pasa trabajo y suda la gota gorda con la economía. Si no fuese así, ¿por qué demonios caminan todavía los venezolanos hasta otros países sudamericanos o, peor aún, cruzan la selva panameña, atraviesan América Central y México e intentan ingresar en Estados Unidos? No creo que sea por masoquismo sino por supervivencia. Un profesor universitario gana entre veinticinco y cuarenta dólares mensuales. ¿Cómo se puede vivir así? El camino ahora es no enfrentar al poder con marchas y acciones de calles. El camino es irse o quedarse y echar para adelante como se pueda. Adentro o afuera. Eso ha generado cierto estado de calma y muchos emprendimientos, ahora que el Gobierno parece permitir iniciativas privadas.

Esa relativa calma se aprecia en el centro de la ciudad. Hoy día se ha puesto de moda visitarlo con paseos organizados que llevan a la gente a un bien cuidado y limpio lugar. Claro que el itinerario solo se realiza por las partes bonitas, no por la avenida Urdaneta ‒donde vi un interesante grafiti de José Gregorio Hernández con tapabocas‒. Yo, en cambio, cada vez que venía en mis regresos a Caracas en años anteriores, siempre iba a dar vueltas por el centro, cuando la militarización, esa unión cívico-militar que tanto se pregonó, estaba mucho más presente, así como el imaginario de los íconos de la revolución impresos en cada esquina. Antes se intentaba llegar al centro para protestar ‒cuando las marchas podían avanzar hasta cierto punto‒, ahora se va de visita, a tomar un café gourmet en la calle de la casa de natal de Bolívar o a comer en alguno de los sitios de lujo, parte del recorrido turístico. De adentrarse en calles aledañas, un poco más alejadas, se verían montones de basura apiladas en las esquinas y edificios invadidos convertidos a la más absoluta precariedad. Al ir al centro es necesario llegar, más o menos a la altura de Puente Llaguno, para constatar que la avenida Urdaneta sigue bloqueada al tráfico de carros y circulación de peatones, con tanquetas de la Guardia Nacional y unidades de seguridad apostadas. Basta solo mirar para darse cuenta donde penden los hilos del poder.

***

Venezuela no se arregló. Un país no se puede considerar arreglado cuando se construye un estadio de béisbol para la Serie del Caribe con jacuzzis para quienes paguen servicio VIP mientras, entre otros males, los hospitales públicos se derrumban. No obstante, pese a la expresión “Venezuela se arregló”, de pésimo gusto, es cierto que hay emprendimientos privados que merece la pena destacar y que están cambiando la manera como se relaciona la empresa privada con el pueblo, a la que ahora respeta y admira mucho más que al Gobierno como proveedores de bienestar a través del empleo. Los emprendimientos privados vienen a cubrir marcadas deficiencias en varios servicios públicos. Al mismo tiempo, debido a las nuevas políticas abiertas a la importación, y como consecuencia de la alta inflación y de la marcada devaluación del bolívar con respecto al dólar, a las fábricas locales que sobreviven les cuesta competir dado que lo importado, en la suma de la cadena de producción y comercialización, resulta más económico.

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Una noche me hallaba asediado por los ruidos. En la calle frente al edificio había una fiesta con los sonidos de bajos que retumbaban como amenazas de tribus primitivas y feroces. Algunos de los autos que llegaban a la celebración hacían sonar sirenas para advertir que la fila debía moverse, lo que causaba un efecto de contagio y, desde otros carros, variadas alarmas impregnaban aún más el ambiente, como si los conductores con licencia de grado 3 tuviesen permiso para usar tonos propios de la policía. Este estruendo daba a la habitación donde Ana mantenía su confinamiento. En la calle hay muchos edificios, la impotencia reina en el aire y no hay fuerza municipal que haga nada; los vecinos con su vida hecha añicos, el sueño partido en mil pedazos. A la fiesta se sumaba el alto sonido desde el apartamento de al lado del partido Colombia-Venezuela en la Serie del Caribe. Las voces del televisor traspasaban las paredes para instalarse en la sala, donde había instalado mi temporal dormitorio. Rodé el sofá porque estaba pegado de la pared de los vecinos excitados con el partido; vecinos que eran escoltas de no sé quién. A todo esto se agregaba una segunda fiesta desde el otro lado del edificio; los sonidos lejanos de esa rumba también se colaban. Había tanto ruido que me coloqué dos tapones de silicona; los apreté tanto que pasé a oír los latidos de mi corazón.

Antes de la invasión sonora había estado en el gimnasio y se me había descargado la batería del carro. Con lo voluntarioso que es el venezolano para ayudar, logramos empujar la camioneta y auxiliarla con unos cables cuyas tenazas parecían instrumentos de tortura. Vivir en Venezuela es vivir en el peligro. Como el personaje de mi novela Broadway-Lafayette: el último andén que, a su regreso a Caracas, y tras sufrir una serie de percances sentimentales y financieros luego de vivir en Nueva York cinco años y hundirse en la dinámica de la vida entre Catia La Mar y Caracas, tiene la idea de fundar «La iglesia del peligro de los días adversos», que promueve la idea de aceptar vivir en peligro como una forma de darle sentido a la vida y de evasión de los pensamientos inútiles y perniciosos, parte del origen de los males de una persona: por eso se puede ser feliz en medio de la decrepitud, el caos, la anarquía y el deterioro. En Venezuela no hay tiempo para disquisiciones existenciales, aquí lo que cabe es afrontar el día como un soldado que está en el frente de batalla con los sentidos alertas. Y si es con una sonrisa en la cara mucho mejor.

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Estoy en la entrada de la alcaldía de Chacao en la avenida Venezuela con calle Sorocaima, en El Rosal, para realizar un trámite. Al momento que me identifico en la recepción una mujer mayor empieza a vociferar quejas en voz alta. De la voz alta pasa a los gritos. Acompaña a quien debe ser su pareja, un señor un poco mayor que ella en silla de ruedas. El hombre no lleva zapatos, solo medias verdes a rayas; una gorra color caqui con letras bordadas que dice «El destino más chévere: Venezuela», que hace juego con su camisa amarilla a cuadros y su pantalón marrón. Su piel es blanca. Tiene la mirada perdida que, por momentos, me parece fingida. Los gritos nos ponen nerviosos: “No puede ser que hagan esperar a los pacientes. Mi marido tiene Alzheimer y no puede seguir esperando. Estoy harta de que me vacilen. Yo soy ciudadana de Chacao y merezco ser atendida como debe ser”. En ese momento empuja la silla y grita más fuerte: “¡Me duele todo: el culo, los pechos, la vagina!”. No podía creer el nivel de vulgaridad, lo que demeritaba su clamor. La gente está atónita, la muchacha que me atiende sostiene mi cédula viendo lo que acontece. Llega un guardia de seguridad que murmura algo y la señora le contesta: “¡A mí tú me respetas!”. Entro a hacer el trámite, se siente un ambiente entre hostil y cordial; las sillas están deterioradas, me integro al clásico rodarse de un asiento a otro a medida que atienden en las taquillas y percibo las variadas temperaturas de los traseros que quedan en la superficie de la tela. Toca mi turno, la funcionaria es bastante amable, me da la información que necesito y me la envía por correo electrónico. Al salir, el hombre está al lado de una pared y su esposa al otro rodeada ‒aún exaltada‒ de cuatro funcionarios de la alcaldía que conversan con ella. Miro al hombre y él se me queda viendo. No sé qué tipo de conexión hicimos o sí era una mirada perdida en el vacío. Trato de anotar en el teléfono el diálogo que oigo entre la mujer y la funcionaria que lleva la voz cantante de la improvisada delegación de la alcaldía:

‒A mi esposo lo van a operar y le van a dar los insumos, lo que le digo, en el Hospital Militar. Ustedes me embarcaron.

‒¿Cómo que la embarcamos?

‒Yo necesito una ambulancia. Me prometieron que la iban a mandar. Los esperé en el sitio que acordamos y me dejaron esperando. Yo me quedé como una tonta frente al Gustavo Herrera, como me dijeron.

‒Señora, Salud Chacao tiene muchas emergencias.

‒Sí, pero me lo prometieron y me dejaron embarcada y yo necesito ir a buscar los insumos para que operen a mi marido que tiene Alzheimer. Yo soy ciudadana de Chacao y merezco que me atiendan.

‒Señora, en estos momentos no hay ambulancias disponibles y eso no es aquí sino en Salud Chacao.

‒¿Cómo que no es aquí? ¿Ustedes no son los que mandan?

‒Tiene que ponerse de acuerdo con Salud Chacao.

‒Necesito que me ayuden. Yo no tengo ni para pagar el taxi y llevarlo en metro es muy aparatoso con la silla de ruedas. Se burlaron de mí, me dejaron embarcada.

‒Señora, no podemos ayudarla con la ambulancia ni con un taxi. ¿Cómo justificamos nosotros darle a usted dinero para un taxi? Llame a Salud Chacao y póngase de acuerdo con ellos, señora. Seguro tuvieron una emergencia.

‒Esto es una emergencia. Mi marido tiene Alzheimer, ¿no se da cuenta?

Aparte de que lo ocurrido es una muestra de lo que padecen los venezolanos por el sistema de salud pública (una doctora me había dicho que hoy en día a los venezolanos sin recursos con una enfermedad grave solo les quedaba echarse a morir, prueba rotunda del fracaso en el que ha desembocado el proceso vivido desde 1999). En ese momento veo de nuevo al señor y creo que él piensa que estoy fijándome en todo. Entonces tomo el celular y disimulo como si estuviera hablando con alguien. Él baja la mirada. Los funcionarios se retiran y la señora se queda con uno solo de ellos, que permanece haciendo guardia.

¿Cuáles son los límites entre la invención y la necesidad? No dudo de la situación dramática de esta pareja. Y, sin embargo, tantas palabras se parecen a la de los oradores evangelistas, marxistas y apocalípticos que vi en la plaza Bolívar del centro de la ciudad. Venezuela es como una broma infinita, algo que se remonta mucho más atrás del clásico «bochinche, bochinche» de Francisco de Miranda. Un artículo de Laureano Márquez de 2016, en el que se refiere al precursor de la independencia hispanoamericana, comienza de la siguiente manera:

Su vida siempre estuvo rodeada de misterio: tuvo hijos, pero no se le conoce esposa; peleó por Francia, pero no era francés; era caraqueño, pero su casa está en Londres, porque fue uno de los primeros venezolanos que probó con el plan “B”; su nombre de pila era Sebastián Francisco de Miranda, pero adoptó otras personalidades; usaba uniforme del ejército ruso, pero no perteneció nunca a esa fuerza; se dice que fue el amante oficial de Catalina la Grande, pero todos sabemos que él solo fue el precursor; por último, acaba de ser nombrado póstumamente almirante, pero él era del ejército de tierra.

Bochinche, bochinche, la broma infinita, porque esa manera de ser viene desde tiempos remotos. Tomé prestado el título de esa gran obra de David Foster Wallace, La broma infinita, para acoplarla a esta crónica del regreso. Calificada como la obra maestra de Wallace, se trata de una novela sátira en donde parece caber todo. Una novela cuyo título original era Un entretenimiento fallidoAmbos títulos sirven para definir lo que ha sido este regreso a mi ciudad. Todo parece, al fin y al cabo, una broma infinita que no se acaba nunca y que viene desde tiempos remotos.

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