POR Benedict Carey
Quienes hayan padecido insomnio durante algún tiempo saben desde el tuétano lo que la ciencia afirma sobre el dolor y la falta de sueño: que los dos van de la mano y se agravan mutuamente.
Por ejemplo, las personas que sufren de dolor crónico con frecuencia pierden la capacidad para dormir bien; usualmente lo atribuyen a que están mal de la espalda, de la ciática o del artritis. A su vez, la falta de sueño puede hacer que el dolor de espalda se sienta peor y que sea aún más difícil dormir la noche siguiente.
No se sabe bien por qué la falta de sueño empeora la sensación de dolor, pero tiene que ver con cómo responde el cuerpo a una herida, como una cortada o torcedura de tobillo. Se siente cuando los nervios mandan vibraciones a través de la espina dorsal hacia el cerebro. Y ahí, una red de regiones neurales se enciende en reacción a la herida y trabajan para lidiar, o aminorar, la sensación.
Considera esa experiencia como un diálogo fisiológico entre la unidad desplegada en el terreno que ha sido atacada y el centro de mando que intenta contener los daños. Ahora, en un nuevo estudio, un equipo de neurocientíficos ha aclarado la naturaleza de la parte de este intercambio que proviene del centro de mandos y el efecto del sueño en ella.
En un experimento realizado en un laboratorio especializado, los investigadores descubrieron que una sola noche sin dormir reducía el umbral de dolor de las personas en un 15 por ciento y dejaba una huella identificable en la parte cerebral donde se registra el dolor.
En otro experimento, el equipo determinó que pequeñas desviaciones en la cantidad promedio de sueño de una noche a otra predecían el nivel total de dolor que esa persona sentiría al día siguiente.
“Lo emocionante de estos hallazgos es que van a motivar, y justificar, que se hagan más investigaciones para saber cómo funciona este sistema”, comentó Michael J. Twery, director del área de trastornos del sueño en el Instituto Nacional del Corazón, los Pulmones y la Sangre de Estados Unidos (Twery no participó en el estudio). “Una vez que entendamos cómo la falta de sueño modifica el funcionamiento de estos patrones, podremos lidiar con el dolor de una manera más eficaz, cualquiera que sea el tipo de dolor”.
Otros investigadores advirtieron que el estudio era reducido y que se necesitaba repetirlo a una escala más grande. Sin embargo, dijeron que, en una época en la que el dolor crónico y la adicción a los narcóticos van en aumento, este nuevo estudio es un claro recordatorio de que se puede mejorar la habilidad de nuestro cuerpo para lidiar con el dolor sin necesidad de recetas médicas.
El equipo de la investigación, guiado por Adam J. Krause y Matthew P. Walker de la Universidad de California, campus Berkeley, hizo que veinticinco adultos fueran al laboratorio del sueño en dos ocasiones para medir su resistencia al calor. Se tomaron dos lecturas de cada sujeto, una en la mañana después de que durmieran toda la noche y otra en la mañana tras pasar una noche sin dormir. Las visitas se realizaron con al menos una semana de diferencia e incluyeron mediciones con resonancia magnética.
Los sujetos evaluaron la sensación de dolor que les provocaba tener una pequeña almohadilla caliente en la piel, junto al tobillo. Al ajustar gradualmente la temperatura, de más caliente a más fría, los investigadores identificaron el nivel de dolor que cada persona calificaba como “insoportable”: el máximo en una escala del uno al diez.
No dormir en toda la noche aumentaba la sensibilidad térmica a la mañana siguiente, un 15 a un 30 por ciento más en la escala de dolor. Esto no fue algo inesperado; investigaciones anteriores habían arrojado hallazgos similares en una variedad de sensaciones de dolor.
Pero las imágenes cerebrales añadieron una nueva dimensión: para cada participante, la actividad se intensificaba en las regiones dedicadas a la percepción del dolor, y se desplomaba en regiones que ayudan a manejarlo o reducirlo. La máxima actividad se daba en la corteza somatosensorial, una tira de tejido neural en la parte superior del cerebro.
Ahí es la sede del llamado homúnculo cortical, un mapa o representación en miniatura del cuerpo en las zonas neurales; parece ser que es donde la percepción del dolor se convierte en un “auch” consciente. Las cifras más bajas de actividad se registraron en regiones cerebrales más profundas, como el tálamo y el núcleo accumbens.
“Aquí están sucediendo dos cosas a la vez”, explicó Walker, director del Centro para Ciencias del Sueño en la Universidad de California en Berkeley. “Hay una hipersensibilidad al dolor y además una pérdida de la reacción analgésica natural. El que pasaran esas dos cosas al mismo tiempo fue sorprendente”.
La falta deliberada de sueño no es muy común en otros animales —las ardillas, por ejemplo, no suelen desvelarse para ver algún programa de televisión—, así que quizá en el proceso de evolución no se ha desarrollado un sistema de respaldo para ayudar a restaurar o calibrar el sistema cerebral dedicado al manejo del dolor, conjeturó Walker.
En otro estudio clínico, el equipo de investigación reclutó en línea a 60 adultos que decían sentir dolor todos los días. Los participantes calificaron su nivel de sueño y dolor a lo largo de dos días: en la mañana evaluaban cómo habían dormido la noche anterior y luego clasificaban su nivel de dolor por la tarde.
Para cada individuo, una noche de sueño de mala calidad pronosticaba calificaciones más altas en la escala diaria de dolor. El factor crítico no era cuánto tiempo dormían, según el estudio; lo que contaba eran las alteraciones al sueño profundo, la fase del sueño donde casi no se sueña, valga la redundancia.
Las implicaciones de este nuevo hallazgo son de gran alcance. Por ejemplo, los autores del estudio indicaron que en los hospitales, donde los niveles de ruido son altos y las interrupciones constantes, podrían repartirse tapones para los oídos y antifaces como solución de bajo costo para ayudar a los pacientes en su recuperación y hacer más cortas las estancias.
“La buena noticia es que en el ámbito de la psiquiatría y del estudio de la memoria ya ha quedado muy claro que el sueño es un factor muy relevante”, sostuvo Robert Stickgold, profesor adjunto de Psiquiatría en la Escuela de Medicina de Harvard. “La mala noticia es que, en promedio, suelen transcurrir diez años o más para que los hallazgos pasen de la investigación a la práctica”.
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Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.
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