domingo, 14 de enero de 2024

Jon Fosse y el centro de la nada



POR Johnny Gavlovski

 De La Pastora al centro de la nada

Soy venezolano, nacido en Caracas, concretamente en la parroquia La Candelaria, pero gran parte de mi infancia, o quizás lo que le dio un paisaje mágico a ésta, fue haber crecido en La Pastora, concretamente en la casa verde de Dos Pilitas a Cuartel San Carlos, frente a la parada de autobús de Puerta de Caracas.

Quienes lean esto se preguntarán por qué es necesario clarificar esto cuando se supone que escribiré del Premio Nobel de Literatura 2023: Jon Fosse. La respuesta es muy sencilla: la clave está en la extrañeza.

Mi espacio creativo se gestó en esa casa verde de La Pastora, de Dos Pilitas a Cuartel San Carlos. Siempre me pregunte qué era una pilita, y cómo se supone que tenía que buscar dos y no había ninguna. El misterio era más grande. El cuartel San Carlos era más concreto porque ahí estaban los soldados, y unas cuadras más allá estaba el Puente del Guanábano, al cual no podía acercarme porque era peligroso: de ahí se lanzaban al vacío los que sufrían de penas de amor como el joven Werther, que no se lanzó por ese puente, pero igual se suicidó porque una señorita llamada Carlota, no quiso ser su novia. No me pregunten que hacía Werther en La Pastora de inicios de la década de los sesenta, pero puedo jurar que me echaron ese cuento, y que el que lo había contado era un tal señor “Guete”

Nuevamente quienes lean esto se preguntarán por qué este “arroz con mango”, con un Werther en el Puente del Guanábano, cuando de lo que se trata es de escribir acerca de la obra de Jon Fosse.

Pues bien, este sincretismo cultural fue el entorno en el que crecí. Abrevando de lo más puro de la tradición caraqueña de la mano de mis abuelos ucranianos, y la fuente de sabiduría de mi padre, partisano polaco reencauchado por azar del destino en la entonces hacienda de Sabana Grande.

Crecí viendo el Ávila, amando este valle de gracia, y con ese venezolanismo que sólo mi madre sabía trasmitirme. Así que no es de extrañar que, en medio de este sancocho cultural, mi vida sufriera un sobresalto el domingo que ella me llevara al cine a ver “Song of Norway” de Andrew L. Stone. En la cartelera cinematográfica venezolana se llamaba “Canción de sol de medianoche”, y eso ya representaba una gran interrogante. Se convirtió para mí en toda una obsesión entender cómo el astro rey podía aparecer de pronto en mitad de la madrugada.

Ante tanta insistencia, mi madre me tomo de la mano y conduciendo el viejo Opel azul, fuimos a descubrir la respuesta en el antiguo cine Paris.

Algo me pasó viendo el filme, no por el sol de la medianoche, sino por todo lo que ante mí se desplegó: el paisaje noruego, sus verdes, sus blancos, sus fiordos (concretamente el Hardangerfjord), su gente… y la música de Grieg. No en vano, años después, cuando visité la casa de dicho compositor en Troldhaugen, sentado frente al lago Nordås, no podía parar de llorar. Fue una suerte de rapto milenario, como si volviera a casa; como si de pronto tuviera sentido que mientras los niños de mi cuadra jugaban con el papagayo, yo soñara que era un vikingo viendo el mundo desde un tejado de La Pastora.

Más allá de un relato de reencarnación y otros etcéteras, me interesa poner el acento en cómo los espacios subjetivos pueden influirse, entretejerse. El niño caraqueño crecido en La Pastora terminaría treinta y tantos años después dirigiendo 5 obras de Henrik Ibsen, preparando una ensalada de lechuga en la campiña noruega junto a las diosas Freya, Frigg  y Liv Ullman;  y dando clases en la universidad de Bergen; rogando, poder pasar los últimos días de esta vida mía, en esas tierras, viendo el sol de medianoche.

¿Cómo empezó esto? Fue el “azar”, un golpe que una tarde de hastío diera a un globo terráqueo, me llevaría a pasar tres meses de mi vida en un mínimo islote en Estocolmo. Era el año 94 y en mi vida urgía un destierro voluntario.

Todos los días despertaba, tomaba un libro y me iba a mi pequeña ínsula, (y digo “mía, porque ahí solo cabíamos el invierno, un pequeño árbol, mi soledad y yo).

Los suburbios se erigían bajo un invernal cielo azul cobalto y la promesa de una nevada que no terminaba de caer. Los días pasaban y el firmamento no me daba señales de que el sol de medianoche fuera a aparecer. Por eso un día, sentado contra el descascarado arbolito, me pregunté por qué debía esperar tanto para resolver mi vieja incógnita.

Me puse en acción: compré un boleto de tren hacia mi soñada Noruega. Concretamente iría a Bergen, para encontrarme con los fiordos.

El interminable viaje en clase económica solo pudo ser sostenido por una imaginación romántica, que se estrelló contra una extraña sensación de indefensión al llegar al enclave de transbordo en una mínima área de Aurland, llamada Myrdal: el centro de la nada.

Quizás, amable lector, te resulte exagerada esta expresión. No puede ser el centro de la nada un sitio que tiene una pequeña estación ferroviaria y una que otra cabaña alrededor. Sin embargo, el silencio, el invierno espectral y ser el único pasajero que se apeara en ese lugar fue devastador.

Mientras trataba de apartar de mi mente cualquier referencia a “The Shining”, descubrí entre la niebla al conductor del tren. Le pregunte cuándo partiríamos a Bergen. Me dijo que en cinco horas. Mire alrededor. Pregunte adónde podía ir mientras. Su respuesta fue contundente: “A ninguna parte. Solo le queda esperar”

Era el invierno de 1994, y ahí estaba yo, solo, a 866,8 metros sobre el nivel del mar, en el centro de la nada, ubicada a 13 kilómetros de Flåm y a otros 20 de Aurlandsvangen; y de pronto, Stephen King y Stanley Kubrick… (olviden eso). Como si habitara un óleo invernal de Lars Hertervig.

De la misma forma que apareció, el fantasmal conductor desapareció entre la niebla. Traté de avistar en la corta distancia que me era posible: la nada amablemente se revestía con una escenografía de estación de tren y cabañas vacías, para que la agorafobia no se revelara en toda su tormentosa presencia.

Y ahí estaba yo, perdido en el más absoluto vacío.

 

El centro de la nada

Allí adónde vamos no es ningún lugar, y por eso tampoco tiene nombre, dice Peter

¿Es peligroso? dice Johannes

 No, peligroso no, dice Peter.

Peligroso es una palabra, no hay palabras allí adónde vamos, dice Peter

¿Duele? dice Johannes

Allí adónde vamos no hay cuerpos, así que no existe el dolor, dice Peter

Y el alma ¿allí duele el alma? dice Johannes

Allí adónde vamos no existen ni el tú ni el yo, dice Peter[1]

 

Este diálogo metafísico que escribe Fosse en su texto Mañana y tarde, de una u otra manera marca mi sentir en aquellas horas, en ese centro de la nada llamado Myrdal.

El no-lugar con un nombre que designa un paso, una suerte de limbo en el punto entre un destino y otro. Nacimiento y muerte, despertar y sueño, mañana y tarde como el eje narrativo del libro mencionado.

Una narrativa situada en el limbo o en el antarabhāva, estado de tránsito que vivimos después de la muerte, donde nuestro espíritu, “produce” visiones, antes de retornar en otro cuerpo. Y Fosse logra sumergirnos en ese espacio de forma arrolladora, a través de una narrativa sin frenos, ni orden de la mente confusa del desencarnado protagonista.

Sin embargo, cuando esta estrategia estilística se repite en otros relatos, podría hacernos pensar en la intención de Fosse. ¿Qué nos quiere decir? ¿Hay un límite entre la vida y la muerte? ¿Podemos estar muertos en vida? ¿Creemos estar conscientes de nuestra existencia? Todo un cuestionamiento cuando sus personajes viven alienados a sus distintos envoltorios[2], y más allá de eso, subyugados a su inconsciente.

Recordemos con Freud que las características de éste son el no-tiempo, la no-lógica y la contradicción. Lo vemos cuando lo traumático se actualiza en nosotros, una y otra vez, aun cuando pareciera que los hechos que se desencadenaron estan ya muy lejos en nuestra historia. Y en la narrativa de Fosse, todo esto se reactualiza de forma estremecedora, llegando al extremo donde lo simbólico va perdiendo consistencia, dejando como único asidero el confuso mundo de lo imaginario:

No hay palabras allí adónde vamos”, escribe Fosse; y líneas más adelante precisa: “Allí dónde vamos no existen ni el tú ni el yo”[3] (así, sin comas)[4]

O en un espacio más terrenal destaca:

“No ella no telefoneará Pronto volverá Y entonces estaremos solos Estaremos siempre solos juntos, estaremos solos el uno en el otro.  Solos juntos solos el uno en el otro”[5] (No es el uno con el otro, sino “el uno en el otro”).[6]

Por todo esto es que algunos críticos dicen que Fosse es heredero de Beckett; otros, de Joyce. En muy posible. Un escritor lleva sus influencias por las venas de sus escritos; sin embargo, Jon Fosse logra tal vertiginosidad en ese lenguaje interior que su narrativa deja de ser “experimental” (como lo fue en su tiempo la de los autores citados), para convertirse en una tomografía en prosa de la psique de sus personajes, lo cual -en última instancia-, no es otra cosa que una elaboración del dolor psíquico de su existencia:

El desánimo me invade. Y de nuevo, como a los doce años, te refugias en la escritura. Ese lugar que nos hemos creado en la vida, ese lugar en el que, renunciando a los conceptos y a las teorías, así como al consenso social y a sus jerarquías de valores, intentamos acercarnos a un lugar en el que no comprendemos, de una ausencia casi total de comprensión, y desde el que, a través del movimiento y del ritmo o de lo que sea, intentamos hacer surgir algo que solamente es y que de esa manera es también una especie de comprensión, no una comprensión que corresponda a este concepto o a aquel, a esta teoría o a aquella, sino una comprensión que haga que el lenguaje signifique una cosa y su contraria, y luego otra”[7]

Quizás por todo esto es que hoy escribo acerca de Myrdal. Quizás Fosse sea una excusa para regresar allá. Tal como él afirma: “El lugar de donde procede la escritura es un lugar que sabe mucho más que yo, porque como persona sé muy poco”[8]

Myrdal dejó su marca en mí. Algo se inscribió en mi psique en medio del silencio, la inmensidad del paisaje y mi desamparo.

Quizás Myrdal fuera la antesala al encuentro con la madrugada oscura, infinitamente oscura, de mi extraña llegada a Bergen. Destino donde esperaba un sol de medianoche que nunca llegó, mientras me recostaba en un banco de piedra, y me dormía como cualquier vagabundo en un recodo del puerto. Como indigente, extraño, extranjero, alienígena, bárbaro.

Las voces de los pescadores me despertaron. Abrí los ojos. Ante mí, un gigante inconmensurable se erguía, ¿o era un troll?, ¿o un jötunn escapado de su fortaleza Jötunheim, que volvía a Midgard para denunciar mi intrusión?

Las voces de los pescadores me devolvieron a la realidad, y cuando la alucinación dejó paso a la realidad, puede entender la grandeza de las montañas que albergan el mar en esa maravilla llamada fiordos.

Así, sin saberlo, estaba viviendo aquel poema de Fosse[9] que reza:

La montaña retuvo el aliento
hizo una respiración profunda
y entonces la montaña persistió
entonces las montañas persistieron
y así es como las montañas persisten

y se inclinan hacia abajo
y hacia abajo
en sí mismas
y retienen el aliento

mientras el cielo y el mar
se acarician y golpean
la montaña retiene el aliento

Y ahí, entre el cielo y el mar, y las montañas y el aliento, está el escenario de las obras de Jon Fosse. Pero también el de Ibsen, Bergman, Strindberg, y de los más cercanos como Cecilie Løveid y Karl Ove Knausgård. Ese es el paisaje extremo, fascinante, mágico, y a veces desolador, poéticamente desolador de Escandinavia. Un paisaje como envoltorio de los procesos psíquicos más profundos, enmarcando a sus personajes, conteniéndolos:

Sabía que alguien iba a venir (Él se levanta, va hasta la ventana, mira hacia el mar) ahí abajo está el mar con todas sus olas, el mar es blanco y negro, con sus olas con sus suaves y negras profundidades (Él se ríe para sí mismo) Y nosotros no queríamos más que estar juntos (Él se ríe sonoramente)” [10]

Un paisaje sin límites, que en su inmensidad recoge la angustia del ser proyectada en el aire, al cielo, a la tierra, y que engendró aquél Grito (1895), que Edvard Munch tantas veces reprodujera:

“Caminaba una noche en una carretera” –confesaba el pintor–. “Estaba cansado y enfermo. Miré al otro lado del fiordo, el sol se estaba poniendo, las nubes estaban teñidas de rojo –como sangre–. Sentí como si un grito atravesara la naturaleza. Pinté este cuadro, pinté las nubes como sangre real. Los colores estaban gritando».

Angustia vital que toca el cuerpo, sublimada en el acto creativo; pues escribir es escuchar(se)[11] Y así, y sólo así, saber-hacer con el arrebato poético, ora frente al espejo, ora frente a la cosificación multimedia si es re-conocido por Otro; o frente a la locura, aquella, la del “vivir para el arte”, cuando se insiste en crear más allá de los estándares esperados en el universo del espectáculo:

“En Noruega, al menos, si escribes, si eres escritor, o bien es que eres peor que los demás, ya que escribes en cierto modo porque no encuentras tu lugar en la vida, y escribir significa que estás cerca de la enfermedad mental…”[12]

Anudamiento entre creación y locura que magistralmente Fosse lo eleva a la categoría de relato en “Melancolía II” (1996):

“Sin más, in razón alguna Lars se pone a llorar a menudo, pienso y veo a Lars sentado con la espalda encorvada y con la cabeza apoyada en las manos, cubre sus ojos con las manos y veo a Lars volverse y mirarme y oigo a Lars gritarme ¡déjame en paz! grita Lars, nunca puede estar en paz” [13]

Mi padre siempre me advertía que la comprensión absoluta de estos textos se daba cuando el paisaje psíquico de los mismos había sido vivido por el lector; si no, era sólo un ejercicio de la imaginación. En mi adolescencia se lo discutí; sabía que mi melange cultural de una u otra manera me acercaba a todas estas historias, aunque fuera una fórmula frente al sentimiento de “extrañeza” que lo multicultural genera. Quizás mi padre también lo sabía, y por eso un día me entregó “Pan” de Knut Hamsun, no sin antes contarme acerca del paisaje nórdico y su vida en Malmö, recien terminada la segunda guerra mundial. De esta manera, me dio una antesala de la vida, antes de lanzarme a vivirla.

Del centro de la nada a Grecia

Estocolmo, 1994. Trabajaba en una producción de A puerta cerrada de Sartre, cuando el director me preguntó si había leído a Jon Olav Fosse (HaugesundNoruega, 1959). Mi ignorancia provocó su enfado, “Será uno de los dramaturgos más importantes de nuestros tiempos”; y remató su sentencia entregándome un ejemplar de Alguien va a venir (Nokon kjem til å komme, 1993), obra densa, perturbadora, donde el deseo de intimidad se convierte en una pesadilla siniestra al mejor estilo de lo unheimlich freudiano.

En ese momento no podía imaginar que este genio[14] ganaría veintinueve años después el  Premio Nobel de Literatura. Desde su primer relato Raudt, svart (Rojo, negro) de 1983 hasta hoy, Fosse ha tenido una carrera literaria intensa, desarrollada entre narrativa, poesía y teatro. Lo que le llevaría, con el tiempo, a ser merecedor de importantes galardones como Comendador de la Real Orden Noruega de San Olav (2005), caballero de la Orden Nacional del Mérito de Francia (2007), Premio Nórdico de la Academia Sueca (2007), Premios Ibsen (2010), entre otros. Ustedes podrían preguntarse, ¿dónde reside la trascendencia de la obra de Fosse? Más allá de los altos galardones recibidos y de su maestría como escritor, su logro radica también en un público que desea leerlo, por lo que ha sido traducido a más de 40 idiomas, amén del número de representaciones de sus obras teatrales. Público cuya sensibilidad, Fosse logra permear a través de su motivación última: “Escribo sobre la humanidad” [15] 

Un mundo cuya historia describe a través de su cultura, en su dasein, en cada detalle de la existencia, puesto que supone una memoria colectiva, universal: “Es como si cada cosa tuviera su peso en sí misma, y como si se dijera a sí misma y además dijera todo aquello que se ha hecho con ella”.[16]

Pero además de los asuntos humanos, hay en este autor noruego una confrontación con el planteamiento ontológico aristotélico: si bien está de acuerdo con la existencia de un ser absoluto en tanto primum movens (del griego: ὃ οὐ κινούμενος κινεῖ, «Lo que mueve sin ser movido»), la esencia del hedendom[17] mantiene su llama viva en él (a pesar de la herencia cristiana. Confesó a la prensa que se convirtió al catolicismo en el 2013, cuando abandonó el consumo de alcohol). Leemos en Mañana y tarde:

“Cuando Dios se hizo hombre y vivió entre nosotros, en los tiempos en que Jesús anduvo por la tierra, de eso tampoco ha dudado nunca Olai, pero que Dios lo decida todo y que todo lo que ocurre tenga un sentido divino, eso no se lo traga (…) Existe un Dios, sin duda, piensa Olai. Pero está muy lejos, y muy cerca, aquí mismo está. Y no es ni omnisciente ni omnipotente. Y este Dios no es el único que gobierna el mundo y a las personas…”[18]

 

Páginas después, amplifica la idea:

“Su Dios y el dios de todo aquel que entendiera la verdad no era un Dios de este mundo, aunque Él también estuviera aquí, eran otros dioses, otro dios, el que gobernaba esto”[19]

Consideraciones nada sencillas ante las cuales cada lector deberá tomar una posición: Aquellos que, desde lo religioso, creen en un Dios único; o esos que necesitan de una demostración matemática de Su existencia y la asientan en un cuantificador existencial. Los gnósticos silenciosos del siglo XXI asentirán satisfechos ante la propuesta de Jakop el Zapatero; y los ateos, que prefieren creer únicamente en la ciencia, se reirán maliciosos ante ésta; sin darse cuenta de que, en su idealización, no hacen otra cosa que construir una metáfora de la deidad. En última instancia, cada uno se defiende como puede frente a la angustia de existir, cuando se ha avizorado en la vida (en la propia), el centro de la nada.

Mientras tanto, en el olimpo de las divinidades literarias, Jon Olav Fosse acaba de consolidar un lugar, su lugar.

***

.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

El idiota de Dostoevsky...

"El idiota" de Fiódor Dostoevsky es una obra maestra inmortal, una novela que trata temas profundos y complejos. El protagonista, ...