Un libro de relatos inéditos, una nueva biografía y una serie televisiva alimentan el culto al autor de la generación perdida
El escritor F. Scott Fitzgerald en la década de 1920 |
ANDREA AGUILAR
Se agotó la primera edición de su primera novela tres días después de salir a la venta. Al cuarto, se casó con la bella sureña que le había dejado por su falta de posibles el verano anterior. Era 1920, la vida de posguerra iba tan deprisa como los automóviles que comenzaban a llenar las carreteras, el dinero empezaba a correr y, desechados los corsés, la ambición de los jóvenes y su frenética ansia de diversión parecían no tener límite. Las ventas de A este lado del paraísosuperaron los 49.000 ejemplares al año siguiente. Y con aquel sensacional éxito quedó inaugurada una década de excesos y desbarre que colocó al novelista Francis Scott Fitzgerald(1896-1940) en el ojo de un huracán cuyos destrozos sufrió en carne propia.
La distancia entre el descarado y apabullante ascenso de esta estrella literaria, y su amargo y alcoholizado final ofrece una medida del tamaño de su leyenda. El apetito por Fitzgerald y la fascinación por ese mundo que describió con brillante prosa, no cesa. Este verano la publicación de la antología I’d Die for You (moriría por ti) que recoge los últimos inéditos del novelista, se suma a la aparición de una nueva biografía, Paradise Lost (paraíso perdido) del historiador David S. Brown, y al estreno de la serie Z: The Beginning of Everything (Z: el principio de todo) sobre la bella y trágica pareja formada por Scott y Zelda —encarnada en esta ficción por la actriz Christina Ricci—.
El apetito por el escritor, y por el mundo que describió con brillante prosa, no cesa
Podría decirse que Fitzgerald está viviendo un gran momento, sino fuera porque el constante revival de este autor no ha decaído desde, ironías de la fama, poco después de su muerte. El bien merecido éxito, que se le escapaba a chorros en los últimos años de su vida, volvió con ímpetu y ya nunca le ha abandonado. En 2008 se colgaba día tras día el cartel de no hay billetes para la obra de teatro Gatz en la que se leía sobre el escenario íntegramente, durante siete horas, El Gran Gatsby —tercera novela de Fitzgerald, considerada su obra maestra aunque en su momento recibió una fría acogida—. Son también recurrentes los estrenos de nuevas adaptaciones cinematográficas de sus libros (la última de ellas protagonizada por Leonardo di Caprio), y la literatura sobre su tormentosa vida de pareja o su correspondencia con amigos-enemigos como Hemingway.
Cuesta creer que Fitzgerald, clásico absoluto de la literatura estadounidense del siglo XX, cayera en picado en la última década de su vida, convertido en un juguete roto, y que tuviera que ser rescatado póstumamente. La historia del crío católico de Minnesota, educado en un internado en la coste Este y en Princeton —cuyas aulas dejó para entrar en el ejército y escribir— tiene algo de moralizante: después del exceso y el éxito del joven prodigio, del gran desfase en Europa, vino la brutal caída, la hospitalización de Zelda desde 1932 en Baltimore, el bloqueo del novelista que acuciado por las facturas termina en Hollywood despreciado por la industria, y muere a los 44 años. Pero como corresponde a toda buena historia se esconde también un final feliz en la ascensión de Fitzgerald a la categoría de mito. Es un gran héroe a la americana, aunque ese título normalmente quede reservado a su personaje Jay Gatsby.
Cuando la fiesta apenas acababa de apagarse, el novelista reflexionó en tercera persona sobre los locos años 20 en los que alcanzó la cima: “Le acabó aburriendo, le halagó, y le dio más dinero del que había soñado, simplemente por contarle a la gente que él se sentía como se sentían ellos, que algo tenía que hacerse con toda la energía nerviosa acumulada y no gastada durante la Guerra”. La cita está tomada de Ecos de la era del Jazz, uno de los textos que su compañero de Princeton, el respetado crítico Edmund Wilson recopiló en El Crack-Up en 1945, la primera antología de cuentos, cartas y notas que apareció tras su muerte. Aquel libro marcó el primer paso en el rescate de Fitzgerald. “Luego Wilson logró que El gran Gatsby fuese reeditado para las tropas estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial, bajo el sello Armed Service del ejército. Había algo en Gatsby con lo que los jóvenes soldados conectaban; esa novela es, al fin y al cabo, un libro de la Primera Guerra Mundial. La ubicación de la historia en Manhattan y Long Island y los personajes del Medio Oeste que la protagonizan, resultan todavía hoy enormemente americanos tanto para los lectores estadounidenses como para los europeos”, explica por correo electrónico la profesora Ann Margaret Daniel, responsable de la nueva antología de inéditos. “Lo que mantiene a los lectores fascinados con Fitzgerald es su talento como escritor”.
Los 18 textos que Daniel reúne y prologa en I’d die for you incluyen historias para llevar a la gran pantalla y cuentos que el escritor vendió a revistas, algunos de los cuales fueron rechazados y otros que finalmente nunca vieron la luz, aunque le pagaron por ellos. Se incluyen relatos de los años 20 pero la mayor parte fueron escritos después de la gran fiesta y en plena Gran Depresión. El novelista puebla estas historias de jóvenes brillantes que no logran alcanzar su sueño, sea este un empleo o la entrada en la universidad, de divorcios y desesperación, de temores por enfermedades venéreas. Pero a Fitzgerald le seguían pidiendo romances ligeros y desenfado, más glamur. “Sería un milagrero o un pirata si pudiera seguir sacando un producto idéntico durante tres décadas”, escribió en una carta al editor de la revista Collier en 1939, citada en la introducción a la antología.
Con el paso de los años a Fitzgerald también se le hacía cada vez más duro aceptar los cambios editoriales que le pedían. El género del relato fue una bendición envenenada para el autor de Suave es la noche, sus cuentos (terminó 178 y dejó otros muchos inconclusos) se vendieron muy bien desde la aparición de su primera novela y cobró cifras astronómicas por ellos (el equivalente a 50.000 dólares de hoy). El jugoso mercado le devoraba, como le confesaba a su editor Maxwell Perkins: “Cuanto más gano con la basura menos logro ponerme a escribir”.
Su bloqueo, sus juergas, su ruina, su generosidad con los colegas (a Hemingway le corrigió Fiesta y le ayudó a publicarlo), su antisemitismo o su vulnerabilidad han generado un inagotable río de tinta. Otro tanto puede decirse de Zelda. La nueva biografía Paraíso perdido reclama el papel de Fitzgerald en la historia no solo de la literatura, sino de EE. UU., como cronista de los fallos, excesos y deslices en el paso a la modernidad y el anclaje en el pasado de la guerra de secesión. Los valores de Fitzgerald tienen algo de vieja época presentados en un paisaje moderno. Ahí está el consejo que recibe de su padre el narrador de El gran Gatsby, con el que arranca la novela: “Cuando pienses en criticar a alguien, solo recuerda que toda la gente en este mundo no ha tenido las ventajas de las que tú has gozado”.
En 1941, un año después de su muerte su colega John Dos Passos escribió en Nota sobre Fitzgerald: “La celebrity ha muerto. El novelista perdura”. Lo cierto es que sobrevivieron los dos. Si esto sirve para llegar a la piscina del gran Gatsby, valió la pena.
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