Para llegar al poder, Chávez se empeñó en cambiarnos la historia. La memoria establecida no le convenía. Había que borrarla mediante la repetición de exageraciones y patrañas. El comandante fue un maestro en estas artes de la maroma, porque sabía que las reminiscencias establecidas conspiraban contra su hegemonía. Necesitaba una clientela sin ataduras con la obra de los antepasados, una tabla rasa para comenzar a escribir en ella a su manera los anales de unos hombres que habían tomado un sendero equivocado que él venía a enderezar. No le servían los individuos relacionados con el entendimiento del pasado arraigado a lo largo del siglo. Los quería sin el estorbo de unas rememoraciones que podían descubrir el plan de una autocracia que solo podía imponerse si destrozaba los vínculos con una obra hecha con anterioridad. No le fue mal en la empresa porque, mediante la repetición de sus curiosas lecciones de historia patria, expresadas con fervor de predicador medieval, sobraron los oyentes entusiastas que recibieron con beneplácito la idea de que habíamos perdido el tiempo haciendo las cosas como las habíamos hecho desde cuando quisimos establecer la democracia.
La escuela de manipulación inaugurada por Chávez ha sido continuada por Maduro, pero con poca insistencia en el punto de registrar el pasado para volverlo diverso y favorable. El dictador de nuestros días carece de las mañas del maestro en el arte de revolver evocaciones. Se conforma con repetirlo desde sus carencias de discurso y pupitre, para llover sobre mojado en una parcela que, debido a los rasgos de su flácida tribuna, ya no puede dar frutos. Como sabe que no puede intentar mudanzas en el entendimiento del pasado según quiso el patrón, ha preferido cambiar el presente, es decir, asegurar que los sucesos de la actualidad no fueron como realmente fueron. No es que Chávez dejara de hacerlo en su momento, también sentó cátedra en la tergiversación de los eventos que desfilaban ante sus narices, pero Maduro ha llegado hasta el escándalo en la faena de vender las vicisitudes de la actualidad en atención a los intereses de su pulpería.
El caso más evidente en la alquimia de cambiar la verdad por la mendacidad se localiza en la atribución que ha dispuesto en el caso de los muertos que ha dejado la lucha callejera en las protestas contra su dictadura. Los agentes del régimen, armados hasta los dientes, disparan a mansalva como si estuvieran en un polígono de tiro, los cadáveres de los jóvenes caen a diario, la sangre generosa se derrama por una causa republicana, para que él llegue a la aberración de responsabilizar de la matanza a los líderes de la oposición. Las imágenes muestran a los tiradores solazados frente a sus víctimas, la avilantez de unos cazadores sin ley ni piedad, pero el mandón mira hacia los despachos de la MUD para encontrar a los matarifes. Las protestas callejeras, según su versión, dejan de ser una manifestación legítima de descontento, una evidencia de coraje cívico y de entrega desprendida y digna, para volverse maquinaciones de unos adversarios que negocian con la mercancía enviada al matadero. Habla de carne de cañón, como no dejó de afirmar Chávez cuando le convino, pero olvida las referencias a los que disparan armas de fuego como si estuvieran en una batalla contra huestes organizadas y cargadas de herramientas realmente ofensivas.
Los muertos de los últimos meses son de la dictadura, señor Maduro, sus guardias los tumbaron a mansalva, los acribillaron desde posiciones alevosas y ventajosas. Buscar responsabilidades entre quienes cumplen su obligación de convocar actos masivos contra su dictadura es una maniobra tendenciosa y estrafalaria, aunque quizá provechosa, en la medida en que cuenta con eficaces repetidores y, de seguro, con la complicidad de una “comisión de la verdad” cuyo solo y real objeto será la fabricación de su antónimo. No es lo mismo cambiar los recuerdos que trastocar sucesos que uno vive y presencia, aunque la operación forme parte del mismo propósito de dominación. Lo primero poco a poco ha ido fracasando, porque los hechos del pasado son inamovibles, independientemente del poder de quien los quiera modificar, y vuelven finalmente a su cauce. Lo otro es dolor palpitante, que ningún poder puede convertir en memoria inerte.
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