CÚCUTA, Colombia – Durante las últimas tres semanas, Wilya Hernández ha estado durmiendo en las calles atestadas de basura de Cúcuta, una ciudad caótica en la frontera con Venezuela que vive un crecimiento descontrolado. Está acompañada por su esposo y Antonela, su hija de 2 años. Aunque en muchas ocasiones la niña no hace algunas comidas, Hernández no quiere regresar a su hogar en Venezuela.
“Necesito un ángel”, dijo la mujer mientras contenía las lágrimas a la una de la madrugada de una noche reciente. “No podemos regresar y no podemos quedarnos aquí”.
Es la misma opinión que comparten miles de sus compatriotas que han huido a Cúcuta, donde la lucha para adaptarse a la vida en Colombia les parece más atractiva que el hambre y las turbulencias que enfrentaban en su patria.
Venezuela está sumida en una crisis política y económica. Según los legisladores de la oposición, el año pasado la inflación sobrepasó el 2600 por ciento, lo que ha exacerbado la grave escasez de alimentos y medicinas.
Actualmente, Venezuela es gobernada por una Asamblea Nacional Constituyente conformada por aliados del presidente Nicolás Maduro. El congreso, controlado por la oposición, se ha hecho a un lado mientras que el Tribunal Supremo de Justicia está lleno de jueces leales a Maduro y la Guardia Nacional Bolivariana ha recibido órdenes de aplicar mano dura ante cualquier protesta.
Maduro convocó las elecciones presidenciales para abril, aunque los países vecinos le han sugerido que las suspenda debido a la gran cantidad de políticos opositores que están inhabilitados o que han tenido que huir del país.
Mientras el autoritarismo continúa endureciéndose en ese país rico en petróleo, un gran número de sus ciudadanos está escapando, aduciendo como razones para su partida la crisis económica y el crimen rampante. Según las autoridades colombianas, 210.000 venezolanos llegaron en los últimos seis meses de 2017, y en otras naciones sigue aumentando la cantidad de migrantes que huyen de la crisis.
En Brasil, la llegada de venezolanos ha abrumado a ciudades y pueblos del estado norteño de Roraima, que hace frontera con Venezuela. Para finales del año pasado, un estimado de 40.000 venezolanos se había establecido en la capital del estado, Boa Vista, aumentando las exigencias sobre la infraestructura pública y su sistema de salud. La tasa de cruces fronterizos se ha disparado este año, a varios cientos al día, por lo que el Ejército brasileño tuvo que desplegar a miembros adicionales en la frontera.
“Las fuerzas armadas adicionales no se enviaron para impedir que los venezolanos crucen, sino para tener un mejor entendimiento de quiénes llegan y qué tipo de ayuda requiere cada persona”, declaró el miércoles Torquato Jardim, ministro de Justicia y Seguridad Pública.
El Ejército está en proceso de establecer un hospital de campaña en Roraima para proporcionarle atención básica a los venezolanos, muchos de los cuales llegan en condiciones de desnutrición.
No obstante, los funcionarios locales han sostenido tensas discusiones con sus contrapartes federales sobre el tema de la ayuda, muchos creen que el hecho de proporcionar asistencia humanitaria podría convertir a Roraima en un imán que atraiga aún más a los migrantes.
En Colombia, la mayoría de quienes cruzan la porosa frontera lo hacen a pie por el puente Simón Bolívar, justo afuera de Cúcuta, donde los funcionarios de migración dicen que ingresan cerca de 30.000 personas al día. Algunos compran arroz y pasta para llevarlos a su casa pero otros, con solo una maleta a cuestas, planean quedarse y comenzar una nueva vida.
Mientras esperaba en la fila de la frontera para que le sellaran el pasaporte, Cailey Domínguez, de 25 años, dijo que planeaba seguir el camino hasta Perú, donde vive su hermana. Al igual que muchos en la fila, que se extendía cientos de metros desde el puesto de revisión de migración, dijo que tiene esperanzas por lo que el futuro le depare, al tiempo que le parte el corazón abandonar su país natal.
“Venezuela lo tenía todo”, dijo Domínguez. “Pero tenemos que seguir adelante”.
Domínguez, quien es oriunda de la isla Margarita, en la costa caribeña al norte de Venezuela, pudo ahorrar lo suficiente para pagar su pasaporte y boletos de autobús, pero muchos venezolanos no tienen tanta suerte.
Sin pasaporte o derecho a trabajar, miles de venezolanos que tenían empleos decentes en su tierra, ahora mendigan por comida y monedas en Cúcuta. Cuando hay trabajo disponible, a menudo en la construcción o revendiendo dulces de contrabando en los semáforos, la paga es baja.
En un buen día ganan 15.000 pesos colombianos, cerca de 5 dólares, que se les van en comida, agua y pagar para usar los baños de las cafeterías. Casi nunca les sobra nada.
“Vendí mi cabello para alimentar a mi hija”, dijo Hernández, mientras se echaba hacia atrás los bucles para mostrar su cabeza rapada debajo y explicó que quienes hacen pelucas caminan con letreros que anuncian que dan efectivo a cambio de cabello por las plazas de Cúcuta donde se reúnen los venezolanos.
En la ciudad fronteriza, la tarifa por cabello de mujer es de 30.000 pesos, aproximadamente 10 dólares, menos de un tercio del precio que pagan en Bogotá, la capital.
Los venezolanos en Cúcuta hablan del frío recibimiento que les han dado los lugareños.
“Nos ven como si fuéramos ratas”, dijo Daniel Fernández, un joven caraqueño de 20 años, en la terminal de autobuses de Cúcuta donde, a cambio de donaciones, le presta ayuda a otros venezolanos que buscan organizar su trayecto posterior.
Algunas personas dicen que el personal de la panadería de la terminal tira la comida a la basura al final del día, en lugar de entregársela a los hambrientos venezolanos que duermen afuera sobre las aceras.
Freddy Muñoz, de 30 años y oriundo de Maracay, Venezuela, vende latas de atún que contrabandeó por la frontera en las calles de la ciudad. Él también ha tenido problemas con los lugareños.
“Los conductores no frenan cuando cruzo la calle”, dijo Muñoz, mientras se quitaba un calcetín sucio para mostrar el moretón en su tobillo derecho, pues hace poco un auto lo rozó. “Dicen: ‘Regrésate a tu país, veneco’”, añadió usando un insulto común para los venezolanos.
Muñoz dijo que una tarde fue asaltado a punta de cuchillo por dos colombianos. “Lo supe por cómo hablaban”, dijo. “Afortunadamente solo se llevaron mi dinero y no el atún”.
Con frecuencia, Hernández depende de los lugareños que le dan comida a su hija, aunque no todos son caritativos. “Algunos nos tienden la mano, pero otros nos dicen que nos vayamos”, relató.
“Si no tengo dinero para pagar el baño, no me queda más que la calle”, añadió Hernández. “Ahí es donde las personas que pasan me dicen cosas horrorosas”.
Los policías de la ciudad, que tienen la tarea de dispersar a los grupos de personas sin hogar que toman los espacios públicos, dijeron que la mayoría de los arrestados por delitos en la vía pública son venezolanos. Desde enero del año pasado, han sido arrestados 1869 ciudadanos venezolanos por delitos cometidos en Colombia, de acuerdo con el procurador general de la nación.
Hace poco las autoridades migratorias llevaron a cabo una redada en una cancha pública de básquetbol, a la que los lugareños llaman sardónicamente “Hotel Caracas” y que se ha convertido en un refugio improvisado para unos novecientos venezolanos. Cerca de doscientos migrantes sin pasaportes sellados fueron regresados a la frontera, según el gobierno.
Los lugareños luchan para manejar la llegada de los extranjeros. Miriam Posada, la dueña de una tienda de repuestos para motocicletas ubicada al lado de un comedor de beneficencia, recuerda cuando los venezolanos convivían cómodamente con los colombianos de su lado de la frontera.
“Nos llevábamos bien; teníamos clientes que venían desde allá”, dijo Posada, mientras una fila de venezolanos sin hogar comenzaba a avanzar por la entrada de su tienda. “Pero ahora asustan a la gente. Cada vez ganamos menos y pronto tendremos que cerrar la tienda si no hay cambios”.
El presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, junto con los ministros de Relaciones Exteriores, Defensa y del Interior, viajaron a la ciudad fronteriza a principios de febrero para reunirse con los alcaldes locales y discutir los métodos para frenar esa situación. “Colombia nunca había vivido una situación como la que tenemos hoy, estamos aprendiendo a afrontar una situación que nunca habíamos vivido”, declaró Santos.
El mandatario colombiano anunció una serie de medidas para enfrentar la crisis, incluyendo las acciones de una fuerza especial para mantener a la gente fuera de las calles, junto con promesas de ayuda y un control fronterizo más estricto.
La semana pasada se dio a conocer un programa que otorga acceso a la residencia a los venezolanos que ya se encuentran legalmente en Colombia. Sin embargo, Hernández, su esposo y su hija, a quienes no les sellaron el pasaporte, están en riesgo de ser deportados conforme a las nuevas normas establecidas por Santos.
En una noche reciente, ya tarde, Hernández se acostó con su hija sobre una banca y trató de dormir un poco. Su esposo había caminado unas cuantas cuadras hacia un casino que estaba abierto toda la noche para pedir un poco de agua.
“Queremos seguir adelante”, dijo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario