El asesinato sistemático de líderes sociales supone una primera prueba para el presidente electo de Colombia
Manifestación contra el asesinato de líderes sociales, en Bogotá. |
Entre el 3 de enero de 2016 y el 30 de junio de 2018, más de trescientos líderes sociales y defensores de Derechos Humanos han sido asesinados en Colombia, según datos de la Defensoría del Pueblo. Trescientos once, para ser exactos. En lo poco que va de julio se cuentan siete más, al menos hasta el momento en que escribo estas líneas.
Buscar una explicación sencilla, una sola causa a estas trescientas dieciocho muertes, es un trabajo fútil. Por un lado, no es un fenómeno nuevo en el país. Por otro, se da en un contexto de reacomodos regionales de poder a partir de los vacíos crecientes que se han consolidado en los últimos meses. Por último, coincide con el inédito éxito (si no en elección, sí en capacidad de movilización) de una candidatura de izquierda a la presidencia.
Así que atribuir las muertes a la victoria de Iván Duque, como han hecho directa o indirectamente ciertos segmentos de la opinión pública, parece desacertado: ni su victoria trajo el fenómeno, ni siquiera (por ahora) lo acrecentó. Ojalá fuese un problema tan sencillo, que empieza y acaba con una sola elección. No: se trata de una cuestión estructural, que afecta al corazón mismo de la democracia colombiana.
Porque aunque Duque no puede cargar con la culpa de estas muertes (no al menos hasta que sea investido en el cargo), sí queda en sus manos la responsabilidad de frenarlas desde el momento en que ocupe la Casa de Nariño. Y probablemente ningún otro reto simbolice de manera tan fundamental lo que significará su trabajo como presidente.
Un asesinato por razones políticas o sociales constituye el mayor fallo al que puede enfrentarse una democracia. Votamos para no matarnos. Votamos para constatar que hay diferencias irreconciliables que sólo pueden dirimirse en el conflicto, pero el gesto de traducir todos nuestros intereses, deseos, pasiones y odios en un sobre que se mete en una urna equivale también a admitir que es mejor resolver estas diferencias de manera pacífica.
Si el Estado no es capaz de garantizar que la totalidad de los conflictos de carácter público quedan resueltos mediante los mecanismos legalmente establecidos, el Estado fracasa. En esto, Colombia lleva décadas fracasando. Pero también con mejoras graduales. ¿Qué fueron los acuerdos de paz sino un intento de caminar en esa dirección? Uno criticable, quizás. Fallido, para muchos. Pero intento al fin, que sin duda y a pesar de todo produjo las elecciones más pacíficas del último medio siglo.
Unas elecciones que cedieron el turno de guardar la democracia a Iván Duque. Se trata de un presidente aparentemente respetuoso con las instituciones. Cualquiera diría escuchándole hablar, observando su trayectoria abstraída de algunos de sus socios políticos, que alberga la intención de que Colombia se consolide como democracia pluralista: sólida, completa, sin fisuras. Pero la sombra de Álvaro Uribe y de sus ocho años de gobierno es alargada. Una sombra hecha de polarización extrema, de tensión impuesta sobre las voces discordantes.
La gran pregunta en torno a Duque es si logrará librarse de esa sombra, o al menos conjurarla para que deje de dominar media política colombiana. El asesinato sistemático de líderes sociales supone una primera prueba. ¿Qué hará Duque ante el fenómeno? ¿Lo ignorará? ¿Le quitará peso? ¿O entenderá que la primera labor de un presidente que, como él dice, aspira a unir el país, es que ningún conflicto se resuelva mediante la muerte bajo su mandato? Poniendo entonces en marcha toda una cadena de mecanismos que el Estado tiene a su disposición, o debe desarrollar, precisamente para asegurar su presencia en todas las zonas del país. Reforzando las instituciones inclusivas, investigando de manera sincera y transparente las múltiples causas detrás de las trescientas once muertes, buscando a los culpables y, en definitiva, construyendo democracia allá donde todavía no la hay. Le pese a quien le pese, y esta última será la cuestión más compleja políticamente. La que conlleva conjurar sombras.
Proteger, cuidar al adversario político es la labor más ardua, y quizás la más importante, de un líder electo. Es donde se pone a prueba si es realmente un demócrata, o sólo un ganador. A los ganadores sólo les preocupa seguir ganando. A los demócratas les preocupa que no siempre pierdan los mismos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario