El autoritarismo, los golpes de Estado, las masacres y los exilios han lastrado la historia de la república centroamericana. Hoy se trata de lograr el cambio a través de la lucha cívica
El presidente nicaragüense Daniel Ortega, en una marcha con 1.000 hombres a caballo durante su campaña. |
En mis años de Berlín escribí un ensayo acerca de Centroamérica al que llamé Balcanes y volcanes, una historia de constantes inquinas que, tras la independencia en 1821, llevaron a una sangrienta e inútil guerra encabezada por el general Francisco Morazán, empeñado en unir a las cinco provincias dispersas en una república federal, lucha de años que culminó con su fusilamiento en 1842.
Cinco países volcánicos por explosivos y generadores de catástrofes, enfrentados con encono, aislados y dispersos, que siguieron entregados a las guerras en un largo periodo de anarquía hasta mediados del siglo XIX, cuando la invasión de las huestes del filibustero esclavista William Walker logró el arduo milagro de volver a juntarlos por el tiempo suficiente para expulsar a los invasores.
Ha sido el caudillo el que ha triunfado siempre sobre las instituciones y sigue siendo así, de Zelaya a Somoza, fundador de una dinastía, y de Somoza a Ortega
Al centro de esa cordillera ígnea, como un cráter rebosante de lava ardiente, dispuesto siempre a estallar, ha estado siempre y desde entonces Nicaragua. El régimen colonial no le heredó ninguna unidad política, y menos condiciones de estabilidad, ya no se diga instituciones. Si a lo largo de nuestra historia contamos los gobiernos democráticos que no se han basado en la pretensión del acaparamiento del poder y en la represión, nos sobrarían dedos en una sola mano.
Pero las tiranías sobran. Uno de esos dictadores del siglo XIX, el coronel Casto Fonseca, que se impuso sobre las instituciones civiles que nunca terminaron de cuajar, se ascendió él mismo al grado supremo de gran mariscal y se vestía con atuendos de opereta.
A las asonadas y los golpes de Estado se los llamó siempre revoluciones, y cuando lo fueron de verdad, como la revolución liberal de 1893, su caudillo máximo, el general José Santos Zelaya, la confiscó a los pocos meses declarándose con derecho a la reelección perpetua. Reelegirse, quedarse para siempre, encarcelar a los adversarios, suprimir el derecho a la disidencia, ha sido hasta hoy la marca imborrable.
No le faltó talante reformista a Zelaya y creó instituciones civiles nuevas, separó la Iglesia del Estado, creó colegios técnicos, y quiso unir la costa del Caribe con la del Pacífico a través de un ferrocarril; pero como habría de ser la constante, eran reformas desde arriba, y el sistema democrático nada más que un estorbo a la mano diligente del dictador que pretendía hacer el bien, y también el mal, sin que nadie lo fiscalizara, y mientras emprendía el camino del progreso llenaba las cárceles y los cementerios.
Un alzamiento conservador amparado por Washington terminó derrocándolo, o más bien una comunicación tajante que le dirigió el 1 de diciembre de 1909 el secretario de Estado del presidente Taft, Philander Chase Knox, conminándolo de manera perentoria a dejar el poder, la que el dictador, antes tan orgulloso, no tuvo más remedio que acatar.
Si me preguntan cuándo se arruinó el proyecto de nación en Nicaragua, yo diría que desde el principio mismo de la república, cuando comenzaron las luchas de poder entre liberales y conservadores, los golpes de Estado, las masacres de prisioneros, los exilios.
La deriva autoritaria de Ortega comienza tras el pacto en el año 2000 con el expresidente liberal Arnoldo Alemán, el jefe corrupto del partido liberal
El autoritarismo, basado en la figura del patrón, dueño de la tierra ganadera, es el modelo en que se vació el Estado. La patria rural y cerril. Mientras tanto, la democracia no fue nunca un concepto vigente, o ni siquiera existente, más que en la mente de los intelectuales ilustrados que eran escuchados con desprecio por los gamonales, y apenas salían de sus bibliotecas a las plazas públicas terminaban siendo fusilados tras la primera arenga.
Ha sido el caudillo el que ha triunfado siempre sobre las instituciones y sigue siendo así, de Zelaya a Somoza, fundador de una dinastía, y de Somoza a Ortega. De los tres, Somoza no encabezó nunca una revolución, porque la demagogia y el cinismo, más su docilidad con la intervención extranjera, y el haber mandado asesinar a Sandino en 1936, crearon su capital político.
Pero entre los tres no hay diferencia alguna. Los une su conducta absolutista, la falta de escrúpulos y la falta de piedad, la retórica vacía, el oportunismo a tiempo, la capacidad de dar la vuelta a las palabras para que signifiquen lo contrario de lo que realmente quieren decir.
Nuestra historia, siempre arcaica, da tropiezos en la oscuridad una y otra vez, y el camino que recorre a ciegas vuelve siempre a ser el mismo. Un camino circular. Caudillos que pretenden quedarse para siempre en el poder, recluidos dentro del mundo que han fabricado en sus cabezas como una tenebrosa fantasía.
Durante los ochenta, los años de la revolución sandinista, esas tentaciones del caudillismo existieron, pero no fueron realizables. El mismo origen diverso del sandinismo, basado en una coalición de fuerzas obligadas a mantener el equilibrio, lo evitó.
Ortega no era el más carismático de los jefes guerrilleros, ni el más hábil, y precisamente por eso, porque facilitaba ese equilibrio, fue designado como un primus inter pares, presidente del país, y secretario general del partido, mientras el poder se repartía en feudos.
Si logramos un cambio sin guerra civil, nos evitaremos el riesgo, tantas veces probado, de que sobre los escombros del país se erija un nuevo tirano
La deriva autoritaria comienza después, tras el pacto que firma en el año 2000 con el expresidente liberal Arnoldo Alemán, el jefe corrupto del partido liberal, juzgado y condenado por lavado de dinero, quien, a cambio de impunidad, ya Ortega en control de los tribunales de justicia, concede a su adversario, y ahora socio, una reforma constitucional que permite ganar la presidencia en primera vuelta con sólo el 35% de los votos, la cota máxima que Ortega había alcanzado en las tres elecciones anteriores, siempre derrotado.
Entonces, es que en su mundo enclaustrado toma cuerpo la idea de que nunca más permitirá que lo derroten, y que a partir del triunfo de 2006, el poder le pertenece para siempre. El poder a como sea y se pueda, una obsesión persistente. Y más ciega aún la obsesión en medio de esta espantosa crisis donde señorea la muerte, cuando no hay gobernabilidad posible, convencido de que no tiene por qué ceder, si está ganando la guerra contra el enemigo que no es otro sino un ejército de muchachos desarmados.
Hoy, en las manifestaciones organizadas por el régimen en las que comparece Ortega delante de sus partidarios fieles, que los tiene, y empleados públicos acarreados desde todas partes del país, lo reciben con gritos de “¡Daniel se queda, Daniel se queda!”. Hace ya cerca de 40 años, en un noticiero de Televisión Española se ven imágenes de otra multitud congregada para vitorear a Somoza, a un año de su caída, donde los gritos desaforados son “¡No te vas, te quedás! ¡No te vas, te quedás!”. ¿Cómo no creer entonces que, dando tropiezos, la historia se repite en Nicaragua con pasmosa y aterradora fidelidad?
El general Zelaya, el general Somoza, el comandante Ortega. Si echamos cuentas, desde el triunfo de la revolución liberal hasta su derrocamiento, Zelaya estuvo 16 años en el poder. El viejo Somoza, por sí mismo, estuvo también 16 años. Su hijo, Luis, 7 años. Su otro hijo, Anastasio, el último de la dinastía, 10 años. El comandante Ortega lleva ya 21 años, con lo que supera con holgura a los demás.
Zelaya fue derrocado tras una guerra civil en la que sus adversarios contaron con el respaldo de Estados Unidos. El último Somoza cayó tras otra guerra civilencabezada por el Frente Sandinista, que contó con el respaldo de una coalición en la que estuvieron Venezuela, Panamá, México, Cuba y, de alguna manera, los Estados Unidos de Carter. Luego el Frente Sandinista perdió las elecciones en 1990 tras otra guerra civil de una década, en la que los contras recibieron el respaldo de los Estados Unidos de Reagan, y los sandinistas el respaldo de la Unión Soviética y Cuba, una hoguera de la Guerra Fría en el trópico.
Reelegirse, quedarse para siempre, encarcelar a los adversarios, suprimir el derecho a la disidencia, ha sido hasta hoy la marca imborrable
Hoy, esta nueva tiranía enfrenta una insurrección que alcanza a todos los sectores sociales, pero el círculo vicioso de las guerras civiles parece romperse por primera vez. Se trata de fuerzas policiales y paramilitares armadas con fusiles de guerra, que actúan en conjunto, en contra de una población desarmada. Esta lucha desigual ha tenido un costo excesivo para un país tan pequeño, de apenas seis millones de habitantes: 400 muertos en tres meses. Pero es una lucha fundamentalmente cívica, esa es la novedad. Una novedad que es una esperanza.
La resistencia civil no violenta cuenta, antes que nada, con la voluntad de quienes resisten para no hacer uso de armas, y parece ser una voluntad indoblegable. Es por eso que hay que abrir bien los ojos frente a lo que ocurre en Nicaragua. Si logramos un cambio de la dictadura a la democracia sin guerra civil, nos evitaremos el riesgo, tantas veces probado, de que sobre los escombros del país se erija un nuevo tirano triunfante que se sienta en la silla del tirano derrotado militarmente.
Al contrario, lograr el cambio a través de la lucha cívica nos permitirá, por primera vez, construir instituciones firmes, tener un sistema judicial independiente y elegir libremente un nuevo Gobierno con los votos contados de manera transparente. Entonces, habremos entrado, por fin, al camino de la modernidad.
Sergio Ramírez es escritor, político y abogado. En 2017 recibió el Premio Cervantes.
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