Figura clave del panorama plástico español, el artista fue uno de los referentes de la llamada "renovación de la pintura española" de la década de los 80
El pintor Miguel Ángel Campano, junto a una de sus obras, en Barcelona. |
Pocos artistas hay tan controvertidos como Miguel Ángel Campano (Madrid, 1948). Siempre ha sido un salvaje, un pintor visceral. Al oficio se ciñó de forma absoluta, persiguiendo por encima de todo el conocimiento de sí mismo, de sus emociones. Tras titubear en sus inicios con el informalismo automático y con cierta abstracción europea, a principios de los setenta se emparentó con las formulaciones geométricas planteadas por algunos de los miembros del llamado Grupo de Cuenca, Gustavo Torner y Gerardo Rueda, entre ellos, pintores de una generación anterior a la suya.
Su primer éxito llegó en 1974, cuando colgó su serie La ventana en la galería Iolas-Velasco, de Madrid. Al pisar los ochenta se alzó como uno de los referentes de la llamada renovación de la pintura española y en la que también participan Ferrán García Sevilla, José Manuel Broto, José María Sicilia y Miquel Barceló. Fue la nueva pintura para un nuevo tiempo en España. El tiempo de la democracia, del mercado, de las ferias, de las nuevas galerías. En la de Juana Mordó, que expuso su obra en la mítica exposición 1980, conoció a José Guerrero, su referente más querido. Guerrero tenía, además, la edad de su padre, así que había ahí una transferencia casi edípica. Ya en ese primer encuentro le dijo que la pintura era como el boxeo, que da miedo hasta que pegas el primer guantazo, y Campano no tardó en aferrarse a esa idea de pintura arrebatada.
Campano buscaba “hacer posible la pintura” bajo una acentuada intensidad emocional que se filtraban en su constante contraste entre vacíos y llenos. La dualidad entre figuración y abstracción ha marcado su carrera y la persistencia de un lenguaje gestual propio marcado por la coherencia. Fascinado con París, donde vivió durante una década, siempre se dedicó a mirar de cerca la pintura francesa, siguiendo la narrativa del paisaje desde el legado de Cézanne, Poussin y Delacroix. En su serie Vocales, de principios de los ochenta, inspirada en el poema de Rimbaud, afloraban ya las referencias y relecturas del expresionismo abstracto norteamericano. Siempre caminó cerca de las líneas más enérgicas de la tradición minimalista y sus variantes gestuales de Franz Kline, Robert Motherwell y Cy Twombly. Sus viajes a la India marcaron un antes y un después en su pintura. En sus últimas obras se había volcado en el hecho pictórico de borrar con blanco todo elemento que pudiera tener el cuadro. Era una manera de limpiarlo, de seguir buscando sus límites. Cuadros que están llenos de matices y de información subyacente.
Miguel Ángel Campano perseguía los brochazos un poco desquiciados, la pintura como una medida musical, sintetizar las figuras en líneas, la mancha como signo de puntuación. Su manera de cuestionar la pintura desde dentro de la propia pintura le valió el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1996. Seis años antes, el IVAM ya había llenado sus salas con la década prodigiosa de su pintura, y rozando los 2000, llegó su gran retrospectiva en el Museo Reina Sofía. Ese mismo 1996 en que celebraba el aplauso de toda la profesión, dos embolias y un derrame cerebral dio un giro a su vida. Campano dejó su casa y estudio en Sóller, Mallorca, para trasladarse a Madrid junto a la silla de ruedas que daba cobijo a una pierna maltrecha que le impedía guardar el equilibrio suficiente para enfrentarse al cuadro. No fue el único percance que tuvo su pintura, ya que su carrera vivió un sinfín de fracturas. Así definía su trayectoria. No le gustaba que le englobaran a un método por mucho tiempo, y él mismo definía lo que hacía como un “no estilo”, cuando no abogaba directamente por ser infiel consigo mismo.
Eso hizo la última vez que le llamé, para felicitarle por la exposición Idea: Pintura Fuerza, celebrada en el Reina Sofía en 2013, y donde se incluían algunas de sus obras. “Miguel Ángel Campano está cansado y no se puede poner”, espetó. Siempre fue un díscolo y ese día hizo gala de ello. Casi podía verle con su gorro de paja y su ropa vieja, viviendo en su mundo raro de ideas locas. Le devolví una sonrisa telefónica y le dejé un mensaje también doble, de esos que circulan bien por caminos opuestos. “Nomadismo mental”, replicó. Por suerte, eso siempre perdura. Rojo cadmio nunca muere.
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