Francesco Manetto
Despertar en Venezuela es, cada mañana, el paso previo a una pregunta vital. ¿Ha llegado el momento de irse? Se la hacen los jóvenes, las familias, los que se quedan a la espera de las remesas, las clases populares que sobreviven a duras penas con las ayudas del Gobierno y los que nunca habían temido el fantasma de la miseria. La lucha por la vida cotidiana, con la excepción de unos pocos privilegiados próximos a las autoridades, afecta a todos, aunque golpea con fuerza desigual. La toma de posesión el pasado jueves de Nicolás Maduro, que mantendrá el poder hasta 2025, es el último capítulo de una deriva institucional sin freno. A eso se añade una emergencia económica que convierte la rutina de millones de venezolanos en un juego angustioso en el que hay que combinar contactos, ingenio y suerte. Aunque, al final, todo acaba pareciéndose a una ruleta.
Los días de Mariana Silva, de 43 años, son un ejemplo de cómo se afronta esa carrera de obstáculos dentro de una familia de Caracas que en el pasado tuvo los recursos para pagar unas vacaciones sin lujos en España o en Roma. Tras estudiar Filosofía, trabajó en el Museo de Bellas Artes, en la Galería de Arte Nacional y en galerías privadas y ahora hace equilibrios cada vez que sale a comprar comida para sus hijos —de 23, 13 y 10 años— y un joven del que se hace cargo.
"Nosotros nunca fuimos millonarios, pero comíamos. Cogías una arepa y poníamos jamón, queso… Hoy es una arepa con queso blanco rallado, que es el más económico. Voy por los supermercados cazando. Si, por ejemplo, consigo un pescado de esos congelados a precios viejos, ayer encontré unos filetes a 900 bolívares el kilo –menos de 50 céntimos de dólar—, entonces compro diez paquetes y pasamos 10 días comiendo pescado", relata. "En esta casa comer hoy en día un sándwich de jamón y queso es un lujo y no me da pena decirlo. Si consigo pasta a precios regulados, comemos cinco días pasta. Lo más irónico es que a todo esto tengo que dar las gracias a Dios, gracias por un malvivir".
Desde su terraza, en la urbanización de Los Naranjos, se divisa una ciudad que, después de dos décadas de chavismo, sigue bajo el yugo de la brecha social. Pero ahora la inmensa mayoría de la sociedad, tras la desaparición casi absoluta de las clases medias, está más cerca de la pobreza o inmersa en las penurias. Puede permitirse vivir allí porque unos amigos que migraron le alquilaron una casa por 100 dólares mensuales. A ese gasto suma el colegio privado de sus dos hijas.
Los venezolanos no migramos porque no nos gusta el país, lo hacemos obligados
MARIANA SILVA
"En noviembre pagábamos 3.000 bolívares por cada niña —algo más de un dólar—, en diciembre subió a 12.000 y ahora a 22.000 más una cuota 30 dólares por familia. Pero cuando tú ves lo que hace un profesor, que a lo mejor vive en Petare, que se agarra cinco autobuses para llegar a las siete de la mañana, para pasar tiempo con tus hijos... ¿Qué hace un profesor con 4.500 bolívares al mes, que es lo que vale un cartón de huevos?". Esa cantidad equivale a un salario mínimo, lo que perciben alrededor del 70% de los trabajadores con empleo formal.
Este sábado precisamente en el barrio popular de Petare, José Florentino, conocido por los vecinos como El Portugués desde los años del estallido social del Caracazo, vendía el kilo de bistec a 4.600 bolívares y el jamón ahumado a 6.000. Todos esperan ahora de Maduro el anuncio de un paquete de medidas económicas, porque la colaboración comercial con China, Rusia y Turquía que exhibe el Gobierno aún no se ha notado en la calle.
¿De dónde sale el dinero para sobrevivir? En el caso de Mariana Silva, de la venta de algunas de las obras de arte de la familia –su padre fue crítico—, del apoyo de los allegados y de unas cenas con ópera en vivo que organiza en su terraza. "Nosotras somos felices cocinando, cuando las cantantes cantan Las bodas de Fígaro una dice vale la pena", relata Mariana Silva, que en 2017 fue muy activa en el movimiento de resistencia a Maduro.
Cuando su exmarido dejó su trabajo de bombero, se fue a vivir a Ourense, donde transporta vigas en las obras. Ella no quiere irse como han hecho más de tres millones de venezolanos, según Naciones Unidas. Lo intentó hace seis años. Vendió su vivienda e invirtió ese dinero en una casa de subastas en Bogotá. Los gastos la consumieron. "A los tres años me había comido todos mis ahorros. Eso fue en 2014 y yo sabía que Venezuela iba a peor. Los venezolanos no migramos porque no nos gusta el país, porque no nos gustan los venezolanos, lo hacemos obligados".
La angustia de los que se van
Esa es la percepción que tenían, el pasado miércoles, los que esperaban para comparar un billete de autobús en la terminal La Bandera de la capital. Irse en busca de oportunidades no es una aventura ilusionante, sino un éxodo forzado, que se emprende a menudo con angustia e incertidumbre.La migración separó familias, afectos que a veces se recomponen en algún país de la región, sobre todo Colombia. Carmen Elisa Rubio, de 45 años, aguardaba con sus cinco hijos para poder hacerse con un pasaje. Su plan era viajar a la ciudad San Antonio, cerca de la frontera, cruzar a pie hasta Cúcuta y llegar finalmente a Medellín, donde su esposo trabaja como herrero.
Otra madre, Rosa Maribel Gómez, exfuncionaria de un consejo comunal, planea llegar al país vecino, donde ya residen más de un millón de venezolanos, a través de una trocha o paso fronterizo ilegal. Asegura que ya ha encontrado empleo como interna en una casa de Valledupar, norte del país, por unos 600.000 pesos mensuales, menos de 200 dólares que intentará ahorrar para aliviar la vida de sus hijos, que se quedan con la abuela.
Tomó esa decisión porque la hiperinflación, que la última reconversión monetaria no ha logrado contener, y la dolarización de la economía convirtieron su rutina en una batalla constante contra los precios. "Venezuela me obligó a migrar", lamenta. Esa Venezuela que hoy es símbolo no solo de la deriva del chavismo sino de una lucha por la supervivencia sin precedentes en el país.
No hay comentarios:
Publicar un comentario