Su era se ha caracterizado por el deseo de cerrar las heridas que dejó la guerra
El emperador Akihito de Japón saluda a los ciudadanos desde un balcón del Palacio Imperial durante la celebración del Año Nuevo en Tokio. |
Nació siendo un dios, hasta que tras la derrota de Japón
en la Segunda Guerra Mundial obligó a su padre, Hirohito, a renunciar a
su estatus divino. Como príncipe heredero al principio, emperador
después, Akihito transformó
el papel del monarca nipón de una entidad lejana que rezaba por sus
súbditos al de un jefe de Estado que representaba a su pueblo, restañaba las heridas de la guerra y estaba a su lado en las desgracias. Y que, al abdicar este martes en su hijo Naruhito
por su avanzada edad, y convertirse en el primer emperador japonés que
renuncia en 200 años, ha demostrado que es humano, muy humano.
El suyo ha sido un mundo cambiante. Nacido en 1933,
tenía doce años cuando, conmocionado tras las bombas atómicas en
Hiroshima y Nagasaki, Japón se rindió incondicionalmente en la Segunda
Guerra Mundial. Era ya lo suficientemente mayor para darse cuenta de los
desastres de la guerra, del sacrificio de los soldados y el
padecimiento del pueblo, una experiencia que le convirtió en un
pacifista convencido durante toda su vida.
En 1989, a la muerte de su padre, se convertía en el
primer emperador en una dinastía que se remonta a 2.700 años de
antigüedad que heredaba el trono simplemente como “símbolo del Estado y
la unidad del pueblo”, el papel que la Constitución de la posguerra
otorga al monarca. Y heredaba un país muy distinto del imperio militar
que, en nombre de su padre, invadió Asia durante la primera mitad del
siglo XX.
Para entonces, Japón ya no era el país arrasado y
empobrecido hasta la miseria por la guerra en el que vivió su
adolescencia. Se había convertido en la segunda economía del mundo, con
boyantes multinacionales a la vanguardia de la tecnología puntera. Tras
la caída de la Unión Soviética, en Estados Unidos surgían las voces que
alertaban sobre el peligro de una dominación japonesa de la economía
global, en alertas no muy diferentes de las que suenan hoy en torno a la
nueva potencia emergente, China.
En su discurso al asumir el trono, vestido con los
ropajes tradicionales en una ceremonia tan formal como la que investirá a
su hijo este miércoles, Akihito
dio varias pistas sobre cuáles serían sus prioridades como símbolo del
Estado: cumplir sus deberes, respetar la Constitución y buscar la
prosperidad del país y la paz global. El nombre elegido para su era
dejaba claras sus intenciones: “Hesei”, o “mantener la paz”.
Una misión que se tomó muy en serio desde el principio.
Durante sus 31 años de reinado, ha dedicado buena parte de su trabajo
—sus ratos de ocio los emplea en el estudio de los diminutos peces goby—
a curar las cicatrices que la invasión japonesa dejó en otros países.
Fue el primer emperador japonés en visitar China, en 1992, y Filipinas,
en 2016. En sus viajes siempre ha expresado su pesar por el daño que
causaron las tropas imperiales y ha rendido homenaje a las víctimas del
conflicto.
Como defensor de la Constitución, y pese a que la Carta
Magna le impide cualquier papel político, ha dejado muy claro su apoyo
al pacifismo consagrado en ese documento, frente a la voluntad del
actual primer ministro, Shinzo Abe, de reformarlo para aumentar el papel
de las fuerzas armadas japonesas. En 2015, cuando se cumplía el 70
aniversario del final de la guerra, enmendaba la plana a Abe —siempre
dentro del lenguaje cuidadoso que le impone su papel— para expresar su “profundo arrepentimiento”
por el daño que Japón había causado durante aquel conflicto. Una de sus
grandes satisfacciones es que durante su reinado no ha muerto ningún
soldado nipón en combate.
Dentro de su país, Akihito ha tratado de acercar la
monarquía al pueblo, en visitas a las 47 prefecturas nacionales. De
talante afable y modesto, el suyo ha sido un cometido casi paternal, en
el que ha participado en actos sociales, ha abogado por la protección de
los más débiles y ha visitado a las víctimas de tragedias como el
tsunami y desastre nuclear de Fukushima en 2011. Un papel que ha debido
asumir más y más a medida que, durante su reinado, se estancaba la
economía de un Japón que también envejecía a marchas forzadas y veía
emerger a toda velocidad al gigante chino con el que siempre ha
mantenido una difícil relación.
A su lado en esas tareas siempre ha estado su esposa, la
emperatriz Michiko, con la que lleva 60 años casado y que, como la
primera plebeya en casarse con un emperador japonés, le ha ayudado a dar
una pátina de modernidad a las rígidas tradiciones imperiales.
El suyo fue un matrimonio por amor, después de que ambos
se conocieran durante un partido de tenis en 1959. Rompiendo con la
tradición, educaron ellos mismos a sus tres hijos, algo nunca visto
hasta entonces, y permitieron que se les tomaran fotos a distancias
mucho más próximas de lo que se había tolerado. En los actos oficiales
aparecen casi siempre juntos.
“Estoy muy agradecido a la emperatriz, que una vez fue
ella misma parte del pueblo, pero que eligió tomar este camino conmigo, y
que durante sesenta largos años ha seguido sirviendo con gran devoción
tanto a la familia imperial como al pueblo japonés”, le rendía homenaje
su esposo en los festejos por su boda de diamantes, semanas antes de la
abdicación.
Ese sentimiento del deber les mantuvo a ambos
desempeñando sus funciones de Estado a pesar del declive en la salud de
Akihito, que ha padecido un cáncer de próstata y problemas del corazón.
Fueron precisamente una salud delicada y el miedo a no poder acometer
sus deberes adecuadamente lo que le llevaron a expresar en 2016 su deseo de abdicar.
Tras la renuncia, Akihito y Michiko, pasarán a vivir en
el palacio Togu del complejo imperial, la misma residencia en la que
habitaron antes de ocupar el trono. Se les dará el tratamiento, creado
para ellos, de joko y jokogo, emperador y emperatriz eméritos.
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