Autodidacta pero señalado por Harold Bloom, sus relatos parodian la manipulación de las nuevas teconologías en nuestro cerebro. De eso trata su libro 'Cuatro mensajes nuevos'
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El escritor estadounidense Joshua Cohen, fotografiado en 2008 en Turín |
Un mensaje salta en mi pantalla. "Estoy terminándome el café, nos vemos en 10 minutos". Son las 8:55 a.m. en Brooklyn, Nueva York, y Joshua Cohen desayuna con cafeína para chatear sobre Cuatro mensajes nuevos, segunda traducción (de Javier Calvo) que la editorial De Conatus nos brinda de la celebrada y urgente obra de este joven y no tan airado escritor y ensayista judío norteamericano (Nueva Jersey,1980); autodidacta sin grado universitario (estudió composición musical sin llegar a graduarse, se jacta) y multipremiado por la prensa de su país; elevado en su treintena al parnaso del códice Harold Bloom como el reemplazo generacional de (nada menos que) Philip Roth, Henry Roth y Nathanael West. Sus novelas y relatos parodian insidiosamente la manipulación que las nuevas tecnologías imprimen en nuestro desarmado cerebro.
Y digo no tan airado porque, pese a calificar sin ambages a Donald Trump como un enfermo mental y un "imbécil" sensu stricto (léase discapacitado mental), burdo remedo de "hombre rico proyectado desde la mentalidad de un pobre [de espíritu]"; y a ningunear el poder de Estados Unidos ante el Estado de Sión, Joshua Cohen duerme sus noches tranquilas, seguro de que nunca la humanidad se expresó, leyó y escribió tanto y tan libremente como hoy. Sí, incluso literatura. Y porque se considera a sí mismo un hombre privilegiado, colmado de libertad de expresión y entregado a la loable misión de llegar allí donde la literatura más convencional (o mediocre) no llega: la conciencia de los más perezosos, iletrados de las redes en relación simbiótica con los personajes de sus narraciones.
- Una adolescente se suicida después de someterlo a votación en Instagram. Malasia, ayer mismo. ¿Hemos vendido nuestro alma a las redes?
- No lo sé, más bien creo que internet ha desarrollado la habilidad tecnológica de manipular nuestra conducta, potenciando nuestros peores impulsos y apetitos. Y somos prácticamente impotentes frente a ello.
- "Somos la primera generación nada, no tenemos nada que escribir ni nadie que lo lea, todo el mundo está demasiado ocupado tecnologizándose y demasiado agobiado sacándose títulos", dice uno de sus personajes sobre el mundo circundante. ¿Esto puede ir incluso a peor?
- Esa nada a la que se refiere el personaje no es necesariamente negativa, hay más libertad que nunca para hablar y escribir. Las tecnologías nos acercan al resto del mundo, nos hacen conscientes de otros mundos y formas de ser, y esto es un material muy rico para los escritores. Esa falta de audiencia de la escritura supone a la vez la libertad de explorar la multiplicidad de perspectivas.
- Ah, ¡me sorprende su positivismo!
- No es una cuestión de negativo o positivo, es lo que me ha tocado vivir: no puedo vivir otra vida ni en otro tiempo. Y la función de un escritor es pensar qué hago con esto.
- ¿Qué espera de la literatura en este contexto de mensajes apresurados y mal escritos?
- La gente lee y escribe más que nunca. No precisamente literatura, pero las tecnologías nos dan acceso a comunicarnos de muchas maneras, y esta comunicación es susceptible de convertirse en literatura reveladora del mundo que vivimos. Y ese es precisamente el asunto sobre el que yo escribo: cómo el sujeto se siente impelido a comunicarse.
- ¿Escribe para viejos? ¿Lee la gente joven o está demasiado ocupada tratando de comunicarse, como bien dice?
- La literatura ha de esperar, siempre está ahí para hacer sonar la nota más profunda, para expresar la emoción más intensa, y la gente llega a ella en un momento dado de su vida, cuando le toca; no es algo programático. Hace poco asistí al funeral de un amigo de mi abuelo que había sido un trabajador artesano, nada intelectual: un hombre que trabajaba con las manos y cuando llegaba a casa veía los deportes en la televisión. Pues bien, la lectura que se le dedicó a la hora de su muerte fue un poema, porque era lo que mejor expresaba su vida. Nunca ha habido expresión cultural más intensa que la literatura.
- Escribió la primera novela en 'streaming', ¿una parodia o lo hizo para animar a la gente a escribir?
- Lo hice como una sátira de los implacables procedimientos de internet para crear, el apetito sin fin por el material de escritura, un apetito desmedido y que nunca consigue saciarse. Además quise parodiar la contradicción que sufre el escritor, entregado a una labor que exige lentitud y pausa, en un mundo que premia la rapidez por encima de todo.
- ¿Su literatura puede considerarse política?
- Escribir es un acto político en sí. Elijo sentarme en una mesa y escribir literatura en lugar de trabajar en un banco o una compañía tecnológica, y esto es un acto político. Pero claro que hay emociones y sentimientos en lo que escribo, clasificar la literatura es un reduccionismo.
- Estudiaba música y se decantó por la literatura como "un acto de rebelión contra la estupidez". ¿Cómo va su rebelión particular?
- Es un acto de rebelión que no termina nunca: siempre habrá algo por lo que enfadarse, ante lo que no rendirse.
- En medio del desierto intelectual que nos aqueja, ¿dónde reside y qué valor tiene la libertad hoy?
- La libertad es algo completamente distinto para cada uno. Para mí es poder expresarme; y soy un privilegiado, porque muchos otros luchan por la simple libertad de caminar al aire libre o poder reunirse con su familia. Pero este privilegio supone a la vez una responsabilidad: la de no rendirme para que otros conquisten la suya, la de existir y ser dueños de su destino, porque todas las libertades están interconectadas.
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