Bienvenidos al ‘colonialismo tóxico’: hábitos que en Occidente suscitan críticas, como la adicción tecnológica o el tabaquismo, se expanden alegremente por los países en vías de desarrollo, donde el consumo masivo es visto como un imperativo de progreso
Alumnos juegan con una pizarra digital en un colegio. |
Los gurús digitales no quieren que sus hijos se vuelvan tecnoadictos y por eso en Silicon Valley proliferan los colegios sin tabletas ni ordenadores, mientras las niñeras tienen prohibido el uso del móvil por contrato. Lo publicaba este periódico recientemente: la élite que habita el epicentro de la economía digital mundial —con permiso de China y el 5G— ha llegado a la conclusión de que el beneficio de introducir pantallas en las aulas es limitado, y el riesgo de adicción, muy elevado.
Pero la posibilidad de elegir, una de las reglas de juego del mercado, es privativa. No es extensible, por ejemplo, a países en vías de desarrollo, obligados a sustituir la pizarra por la pantalla para superar desde las aulas la brecha digital de los hogares y evitar mayor rezago en su progreso. Si el reto para los profesores de América Latina es pasar del cuaderno de espiral a las aplicaciones, la hiperconectividad causa estragos en otras partes del mundo, como la India, donde más de 600 millones de personas tienen acceso a Internet en un escenario que los expertos comparan con la salida del genio de la lámpara: nadie es capaz de hacer que vuelva a ella. La proliferación de bulos reviste características de epidemia, por no hablar del odio propalado online durante la campaña electoral que dio la victoria a Modi.
Las tecnológicas cuyos directivos prefieren la pizarra escolar buscan en el Tercer Mundo sus próximos mil millones de usuarios: allí donde el consumo es visto como un imperativo categórico de progreso. Por eso la conquista de nuevos mercados no se limita a las pantallas. Mientras Occidente declara la guerra al tabaco, las tabacaleras se benefician de los mil millones de consumidores cautivos, la mayoría en países en vías de desarrollo, aquellos cuyos sistemas de salud son más precarios para tratar —la prevención no existe— los efectos del tabaquismo. El 80% de los adictos vive en países de rentas bajas o medias.
Hay otros casos de ‘colonialismo tóxico’, como lo denominan algunos: los vertederos de chatarra tecnológica en África o Asia, a los que va a parar nuestra obsolescencia programada y en cuyo reciclaje, no siempre legal, algunos ven oportunidad de negocio; o la generalización de los transgénicos, que está sometiendo a la agricultura tradicional a una tensión económica y ecológica brutal. En la India, donde 300.000 agricultores se han suicidado desde 1995 asfixiados por las deudas, el coste de producir algodón transgénico duplica el del cultivo tradicional, denuncia Greenpeace.
Así que, salvando todas las distancias de la honorabilidad, la postura elitista de los directivos podría recordar la rectitud de los narcotraficantes que se lucran sin empacho de la droga, pero la mantienen bien alejada de los suyos. Pura contradicción, o paradoja… y algo de fariseísmo 2.0.
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