domingo, 30 de junio de 2019

Velázquez, Rembrandt, Vermeer. Pintores sin fronteras

El Museo del Prado presenta 72 obras de artistas holandeses y españoles para, lejos del tradicional nacionalismo historiográfico, subrayar lo que tienen en común los grandes maestros del Barroco

Una experta del Museo del Prado y otra del Rijksmuseum de Ámsterdam revisan el cuadro de Rembrandt 'Los síndicos' esta semana en la pinacoteca madrileña.
Una experta del Museo del Prado y otra del Rijksmuseum de Ámsterdam revisan el cuadro de Rembrandt 'Los síndicos' esta semana en la pinacoteca madrileña


¿Cuáles han sido los grandes logros de los Países Bajos? En 1886, en plena efervescencia de los nacionalismos, el escritor neerlandés Conrad Busken Huet escribió una historia cultural de Holanda en tres tomos para tratar de responder a esa pregunta. Su respuesta se redujo, finalmente, a dos cosas, una isla indonesia y un cuadro: Java y Los síndicos, es decir, el imperio colonial y la pintura de Rembrandt. Desde el próximo martes, ese cuadro podrá verse en el Museo del Prado dentro de la exposición Velázquez, Rembrandt, Vermeer. Miradas afines. El lienzo, cuyo título completo es Los oficiales del gremio de pañeros de Áms­terdam, retrata a los encargados de controlar la calidad de las cotizadísimas telas fabricadas en la ciudad, generalmente de colores azul y negro.
El martes pasado, la brigada de montadores del Prado se encargó de sacarlo de la caja roja de madera que lo había traído en un camión desde el Rijksmuseum y de colgarlo en el destino que tendrá hasta el próximo 29 de septiembre. La operación, que culminó cuando los focos iluminaron a los seis sorprendidos protagonistas de la escena, se prolongó durante tres horas, en las que hubo tiempo para colgar un vermeer, un velázquez y otros dos rembrandts; entre ellos, su famoso autorretrato vestido como san Pablo y la efigie de su hijo Tito con hábito de franciscano. Antes de que siete operarios colocaran el cuadro en una ceremonia salpicada con jerga de quirófano y prosa de carpintería, dos expertas del museo madrileño y una del holandés repasaron con sendas linternas los 191,5 × 279 centímetros de una tela que su autor firmó ostentosamente en el ángulo superior derecho en 1662. Tenía 53 años, le quedaban 7 de vida y había conseguido a duras penas sobreponerse a la bancarrota.

Retrato de un orfebre
Werner van den Valckert 1617
Francisco Pacheco
Diego Velázquez h.1620
Hijo de un molinero de Leiden y nacido en 1609, Rembrandt van ­Rijn había vivido lo suficiente para ver cómo en 1648 la Corona española reconocía la independencia de los Países Bajos tras una guerra de 80 años y asedios míticos como los de Breda o Maastricht. Aunque las relaciones que siguieron a la paz de Westfalia estuvieron marcadas en el siglo XVII por el pragmatismo habitual en los grandes comerciantes, la liberación de las Provincias Unidas fue utilizada por el nacionalismo del XIX para señalar el momento fundacional de la república liderada por Guillermo de Orange.

Demócrito
Hendrick ter Brugghen 1628
Demócrito
José de Ribera 1630
El propósito era subrayar lo que ­diferenciaba a Holanda del resto de Europa en general y de España en par­ticular. Y el arte era un terreno perfecto para ser usado como supuesto reflejo de caracteres colectivos asociados al clima, la religión o la lengua. Nacían las naciones y, de su mano, las escuelas nacionales de pintura. Para ello había que obviar, por supuesto, la buena reputación de los holandeses en Castilla, las relaciones comerciales de Cádiz con Ámsterdam, los dos embajadores de los Países Bajos que vivían en Madrid, los trabajos de Murillo para clientes neerlandeses afincados en Sevilla o los encargos del conde de Peñaranda a Gerard ter Borch. Por no hablar de la labor en la corte de los Austria de un pintor de Utrecht como Antonio Moro, la alegoría de la fe romana pintada por Vermeer o la cantidad de católicos que seguían viviendo en Holanda tras una guerra de independencia que se vendió parcialmente como guerra de religión: dos de los síndicos del cuadro de Rembrandt lo eran; entre ellos, el más anciano, Jacob van Loon, sentado el primero por la izquierda.

Bodegón con alcachofas, flores y recipientes de vidrio
Juan Van der Hamen y León 1627
Vasco chino con flores, conchas e insectos
Balthasar van der Ast 1628
La propaganda hispana empleó parecidos reflejos nacionalistas para satisfacción de escritores viajeros y buscadores de exotismo y de color local. Pese a que, por un tiempo, la obra de El Greco llegó a repartirse en el Museo del Prado entre las salas de pintura española y las de pintura italiana, el artista de Creta formado en Venecia fue, contra cualquier evidencia, convertido durante décadas en representante de todo lo que no era: castellano y místico.
Hace tiempo que la historiografía matizó la teoría de las escuelas nacionales, pero esta sigue pesando mucho en el imaginario popular. Y en la mera organización de las colecciones. “Nos resistimos a admitir para el Barroco el internacionalismo que admitimos, por ejemplo, para las vanguardias”, dice Alejandro Vergara, jefe de conservación de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte del Prado, mientras pasea por la exposición de la que es comisario. “Por supuesto que no niego que las naciones existan, incluso concedo que puede ser emocionante ver un cuadro con la bandera al hombro, pero el arte no responde a las fronteras a pesar de que la pintura se haya usado políticamente para confeccionar relatos que inciden en nuestras vidas. Las estampas y los tratados circu­laban de norte a sur y de este a oeste. Tampoco niego que existan las diferencias, solo digo que se han exagerado. Existía una cultura pictórica paneuropea. Contra lo que se ha afirmado con frecuencia, ni Velázquez, ni Vermeer, ni Rembrandt, ni otros pintores de la época expresaron en sus cuadros la esencia de sus naciones. Ni lo español, ni lo holandés, ni la raza. Expresaron su propio talento y unos ideales estéticos que compartían con una comunidad supranacional de artistas”.

Mujer tocando la cítara
Jan Steen h.1662
Cuatro figuras en un escalón
Bartolomé Esteban Murillo h.1655-60
Por eso —“contra prejuicios muy arraigados en nuestra educación”—ha montado una muestra que incide en las afinidades y no en las diferencias. Por eso la ha abierto con una sección dedicada a la moda del siglo XVII tal y como aparece en los cuadros del momento. El color negro —popularizado como señal de buen gusto desde la corte española, que lo tomó de los duques de Borgoña— fue adoptado con fervor en Holanda hasta el punto de convertirse en un reto para los mejores retratistas, siempre obsesionados por los matices. Por eso, en fin, se detiene en las versiones de Demócrito que pintaron con dos años de diferencia (1628 y 1630) Hendrick ter Bruggen y José de Ribera. Ambos asimilaron en Italia la lección realista de Caravaggio y la exportaron a sus respectivos países. Del primero aprendieron Rembrandt y Vermeer; del segundo, Velázquez y Zurbarán.
Vergara, no obstante, advierte de que hablar de pintura “realista” en el caso de esos autores tiene algo de abuso terminológico. “Realismo es, de nuevo, un término del XIX”, explica. “En el XVII se hablaba de estilo natural o de la naturaleza. Aunque valga para entendernos”. En España y Holanda se seguía pintando a la manera realista cuando en Italia —el gran referente para cualquier comparación cuando se trataba de arte— Caravaggio ya había pasado de moda y tanto allí como en Francia se imponía el clasicismo, Poussin y Guido Reni. Los que hoy nos parecen los barrocos más modernos —Velázquez, Rembrandt— siguieron en su día un camino anacrónico según la ortodoxia del gusto dominante, que empezaba a encumbrar por toda Europa las batallas y escenas de caza de alguien como Philips Wouwerman, cuya pálida pervivencia en la memoria popular lo dice casi todo.

Mujer bañandose en un arroyo
Rembrand Van Rijn h.1654
Marte
Diego Velázquez h.1638
Pese a defender con firmeza el argumento de la afinidad, Alejandro Vergara expresa dos reparos. Uno tiene que ver con la tendencia a considerar que un pintor es bueno porque nos resulta actual: “¿Y si el valor de una obra fuese justamente no que se acerca a nosotros, sino que nos lleva lejos?”. Alguien que ha pagado cara la factura del presentismo de la cultura actual es su estimado Rubens. El pintor de Amberes —del que el Prado atesora 90 obras— no está presente en la muestra por motivos obvios —los protagonistas son los Países Bajos del norte, no los del sur; la actual Holanda, no la actual Bélgica—, pero además el maestro flamenco del color y la carne siempre supuso un problema estético para sus vecinos septentrionales. “La historiografía tradicional insistía en que ellos eran más sobrios que nadie, pero solo hay que mirar sin prejuicios estos bodegones para apreciar lo mucho que tienen en común”, afirma el comisario, señalando las tres paredes de las que cuelgan piezas de Zurbarán, Saenredam o Pieter Steenwijck.
El otro reparo de Vergara es un aviso contra sí mismo. “Esta exposición tiene un relato, claro, pero eso no debe entorpecer la visión de la pintura como pintura. Aquí hay cuadros maravillosos, obras maestras de la historia del arte. No son ilustraciones de ninguna idea”, insiste mientras —entre las 72 obras de la muestra— señala “prodigios” como la textura de un cuello de lechuguilla en un greco, la mezcla de distancia y hondura de los síndicos sorprendidos por el espectador mientras trabajan —“recuerda a Las meninas”—, el turbante del san Pablo de Rembrandt —volúmenes y trazos irreproducibles en una foto—; la asimetría de La callejuela, de Vermeer; el autorretrato de Carel Fabritius —­popularizado por la novela de Donna Tartt El jilguero­—, el Job de Jan Lievens —“equiparable a Rembrandt en su primera época”— ­­o el torrente de óleo sobre el que parece sentarse el Marte de Velázquez: “De eso va esto. Como decían los expresionistas abstractos, se trata de que la pintura sea más interesante fuera que dentro del tubo. La conmoción que produce la experiencia real de mirar un cuadro es algo irrepetible que no puede sustituirse por el efecto que producen exposiciones inmersivas con música o con 3D, sobre Van Gogh o sobre Pink Floyd. Por supuesto que estas también son interesantes, pero es algo que no debería perderse”.
'Vista del jardín de la Villa Medici, Roma', de Velázquez, y 'Vistas de casas en Delft (La callejuela)', de Vermeer, este viernes en el Museo del Prado.ampliar foto
'Vista del jardín de la Villa Medici, Roma', de Velázquez, y 'Vistas de casas en Delft (La callejuela)', de Vermeer, este viernes en el Museo del Prado. ULY MARTÍN
Entre obras que darían para una Champions League de la pintura europea, hasta septiembre podrán contemplarse en Madrid 2 de los 36 vermeers que se conservan en todo el mundo. También seis rembrandts, el doble de los que habitualmente pueden verse en España, que solo cuenta con uno en la colección Thyssen, otro en la colección Abelló —recién comprado— y la Judit en el banquete de Holofernes que Carlos III compró para las colecciones reales. Hoy se exhibe en el Prado y cuelga en la exposición.
Al contrario que algunos historiadores —entretenidos hace 100 años en buscar esencias patrias y hechos diferenciales—, fueron los pintores mismos los que supieron apreciar cuánto tenían en común los maestros de España y Holanda más allá de que sus clientes fuesen muy distintos y los primeros pintaran grandes cuadros de altar para las iglesias mientras los segundos se volcaban en escenas domésticas de pequeño formato para casas burguesas. Si el estadounidense John Singer Sargent aconsejaba a sus colegas en viaje por Europa que estudiasen a Frans ­Hals en Ámsterdam y a Diego Velázquez en Madrid, Gustave Courbet y Édouard Manet expresaron inclinaciones parecidas a las de Goya, que solo reconocía tres maestros: Velázquez, Rembrandt y la naturaleza.
‘Velázquez, Rembrandt, Vermeer. Miradas afines’. Comisario: Alejandro Vergara. Museo del Prado. Madrid. Desde el 25 de junio hasta el 29 de septiembre.
Las imágenes que ilustran las comparaciones de este artículo son detalles de algunas de las obras expuestas.

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