El motín de la prisión de Altamira, en julio, fue con 62 muertos el segundo peor del país y pone de relevancia el enorme poder de las facciones tras las rejas
São Paulo
Fue una matanza brutal incluso para los estándares de Brasil. Los supervivientes del motín de la cárcel brasileña de Altamira pasaron más de una semana en calzoncillos porque los guardas no les entregaron las ropas llevadas por sus familias, según el relato publicado por una periodista que entró en la prisión a los ocho días de la revuelta. Pero eso y tener que dormir en un suelo infestado de orines no es lo peor que les ocurrió a quienes salieron vivos de la brutal batalla que dos bandas criminales libraron en el atestado presidio. Rodeado por reservas ecológicas, está en un remoto municipio de la Amazonia. Cuatro sobrevivientes fueron estrangulados por otros presos en las mismísimas narices de la policía mientras eran trasladados en un furgón dividido en cuatro celdas y vigilado por cámaras, que, casualidad, fallaron durante el trayecto.
La de Altamira (Pará) es con 62 muertos a finales de junio la segunda peor matanza carcelaria de la historia de Brasil. Dieciséis de ellos, decapitados. Y es también el último ejemplo elocuente del inmenso poder de los grupos criminales en las cárceles.
Las denominadas facciones se han hecho fuertes ante el vacío del Estado, que suele comparecer para contener la violencia. El Primer Comando de la Capital (PCC), de São Paulo, y el Comando Vermelho, de Río de Janeiro, libran tras las rejas el pulso que mantienen fuera por el tráfico de drogas. El motín de Altamira empezó cuando aliados del PCC salieron de su galería para cazar a rivales del CV.
La bandas imponen sus normas en muchas cárceles como admiten las autoridades. Por eso tras las rejas en Brasil, nada está garantizado. Son “mazmorras medievales”, dijo en 2015 el entonces ministro de Justicia. Las presas suelen tener que improvisar tampones con miga de pan. La carne en mal estado u otras quejas por la alimentación son motivo frecuente de motines. "Las comidas son pocas y la calidad es deficiente", explica la hermana Petra Silvia Pfaller, coordinadora de la Pastoral Penitenciaria. Quienes no reciben visitas de familiares que llevan comida, tienen dos opciones: pasar hambre o someterse a la ley de las facciones. "Además de dormir cerca del buey (el agujero que hace de retrete en la celda), muchos esconden el móvil y las drogas de otros internos a cambio de algo de comer", explica la monja católica.
Recuperar el control de las prisiones es una de las misiones que el presidente Jair Bolsonaro ha encomendado al antiguo juez Sergio Moro, ahora ministro de Justicia y Seguridad Pública, aunque prácticamente todas dependen de los estados. Los datos oficiales dan idea de la magnitud del desafío en uno de los sistemas penitenciarios más violentos del mundo. La población carcelaria de Brasil se ha duplicado en una década hasta los 722.000 presos hacinados en unas prisiones que están al doble de su capacidad. Solo EEUU y China tienen más reclusos. Un tercio de los brasileños no han sido juzgados todavía, dos tercios son negros o mestizos y casi el 75% no terminó la educación básica. Los antaño poderosos políticos y empresarios encarcelados en casos de corrupción como Lava Jato no comparten celda con la mayoría, suelen tener educación superior, lo que les garantiza mejores condiciones. Y les evita el destino del preso común, ir a menudo a una galería dominada por una u otra facción.
Ante las nefastas condiciones de vida tras las rejas, los grupos criminales representan a veces un cierto orden para los reclusos. La ley del crimen prohibe violar a otros reclusos y faltar al respeto a los parientes de visita. Angelo Vannucio de Araújo, de 35 años, cinco años preso por asesinato, contó a este diario hace unos años cómo funciona la disciplina del PCC. De los 20 asesinatos que vio en la cárcel el que más le marcó fue el de su primo. “Estaba preso en la misma unidad que yo, cobraba peaje a otros, les obligaba a darle un poco de la droga que vendía”, dijo. Los líderes de las facciones lo condenaron a muerte porque también prohiben la extorsión. “Un día, durante el baño de sol, otro preso lo atravesó en el pecho con un pincho con tanta fuerza que ni siquiera pudo sacárselo”, detalló. Murió en el patio ante todos.“No pude ayudarle ni hacer nada. Lo que está mal está mal Si hubiera intentado ayudarlo, habría muerto con él”, explicó De Araújo.
El plan que Moro incluye aislar a los jefes criminales de su tropa carcelaria. Varios de ellos, incluido el jefe del poderoso PCC, Marco Williams Herbas Camacho, conocido como Marcola, han sido trasladados a una de las cinco prisiones federales, donde las condiciones son dignas (tres comidas al día, ropa básica y cepillo de dientes) pero el aislamiento es la norma. Tras el motín de Altamira también dispersaron a parte de los presos. Además, el ministerio envió una fuerza especial de intervención penitenciaria para un mes. Con la vista puesta en el largo plazo, los estados han emprendido obras con dinero federal en 45 prisiones con el fin de crear 22.000 plazas este año para mitigar el déficit de plazas, según una portavoz del ministerio. Si llegaran a crear las cien mil prometidas esta legislatura, seguían faltando otras tantas.
La manera más eficaz para reducir la violencia no es esa, sostiene Robert Muggah, del Instituto Igarapé en un artículo publicado en Americas Quarterly,sino reducir sustancialmente la cantidad de presos y para eso propone incentivar a jueces, fiscales y abogados de oficio para que resuelvan los cientos de miles de casos pendientes de juicio.
No es solo por la comida que la familia es fundamental para el preso. Los que no tienen parientes cumplen a menudo penas más largas porque no suelen tener información actualizada de su caso, que se eterniza. “Los responsables de seguir el proceso son el preso y los familiares, que necesitan hacer verdaderas peregrinaciones para que el proceso avance ”, según explicaba el sociólogo Rafael Godoi, autor Flujos carcelarios: las cárceles de São Paulo con el cambio de los tiempos, hace unos meses. Los abogados de oficio no alcanzan a cubrir la demanda: “Son unos 700 para 240.000 presos en São Paulo”, explica. Es casi un desafío kafkaniano. Ante la falta de abogados, información y transparencia surgieron los llamados recursistas porque tienen conocimientos sobre cómo funciona el sistema. “Ayudan a otros con plazos, apelaciones y peticiones”, dice Godoi.
El PCC, que nació tras una matanza en una cárcel para mejorar las condiciones de vida de los presos, está tan cómodo en prisión que tenía un departamento de tesorería en la de Piraquara (Paraná). Desmantelado esta semana por la Policía Federal, esta estima que la banda movía desde allí un millón de reales (226.000 euros) al mes para comprar drogas y armas además de pagar el alojamiento de parientes de sus miembros en lugares cercanos a las cárceles. Cuidan de su tropa sin que el Estado les haga competencia.
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