Entre arepas y quesos llaneros, se muestra el camino de la próxima gran fusión culinaria que vivirá el Perú
Juan Luis Martínez y José Luis Saumeo son los impulsores de Mérito, el restaurante que ha revolucionado el panorama culinario limeño. Su cocina es creativa, siempre llamativa, de vez en cuando rompedora y su primer año de vida ha significado una bocanada de aire fresco para la cocina limeña. Se echaban de menos cocineros técnicamente avanzados, con ganas de ir más allá del enunciado del plato, comprometidos con la despensa, el producto y las temporadas. Ha pasado un año desde que abrieron y no han dejado de evolucionar un solo día. Están entre esos profesionales que parecen de otro tiempo, siempre al pie de sus cocinas, lo que equivale a decir atendiendo a sus clientes mientras cuidan de su negocio. Nunca los encontrarás en fiestas, saraos, comidas promocionales o viajes de compadreo y compra de votos. Lo mires por donde lo mires son un caso extraño; les preocupa más la estabilidad de su restaurante que figurar en las listas o presumir de estrellas en la Michelin de turno. Tal vez sea eso lo que les mantiene al margen del juego de apariencias e intereses cruzados en que se ha convertido la alta cocina, y les lleve a tener una clientela mayoritariamente local. Van forjando el colchón que asegure su estabilidad más allá del turista ocasional que falsea la vida de las cocinas más nombradas. Entendieron que su futuro depende de la fidelidad del cliente y trabajan para conseguirla y afianzarla.
La cocina de Mérito se desenvuelve entre la quesadilla y el cebiche, proponiendo una hermosa historia de fusión culinaria en la que hay lugar para todo: sus raíces venezolanas pasadas por el crisol de la despensa peruana, la interpretación de una parte del recetario local y el encuentro con sus querencias más íntimas. Los veo en un lugar parecido al que ocuparon pioneros de la cocina nikkei como Humberto Sato o Toshiro Konishi, y algunos que llegaron antes que ellos, o al que ocupan sus seguidores más aventajados, encabezados por Mitsuharu Tsumura, o como los pioneros chinos que dieron carta de naturaleza a la cocina chifa; representaron y representan la mistura de sabores, raíces e influencias que definen las tradiciones culinarias del Perú, un país generoso que supo adoptar los sabores del Japón, las formas de la cocina cantonesa y la esencia de lo italiano o lo español. No son diferentes a ellos, pero son los últimos que llegaron y eso, en un país de migrantes tan propenso a olvidar su pasado, los empuja a ser los menos queridos, en todo caso a ser ignorados por quienes deberían arroparlos. Desde Mérito, entre arepas y quesos llaneros, se muestra el camino de la próxima gran fusión culinaria que vivirá el Perú.
Los sigo desde que sirvieron sus primeros platos y nunca los he visto decaer. Tienen credenciales suficientes para ocupar un lugar junto a los más destacados. Si el universo culinario se rigiera por la cordura y la justicia, a estas alturas todos deberían estar hablando de ellos, aparecerían entre los favoritos de las listas, o figurarían entre los convocados al sanedrín gastronómico. Nada de eso sucede. El aficionado celebra cada visita, pero más allá se extiende el silencio, como si haber nacido a 4000 kilómetros de Lima restara legitimidad a lo que hacen. Cuando una cocina que durante siglos se mostró abierta, receptiva y generosa se hace nacionalista, también se vuelve excluyente.
También es posible que no sea tanto eso como la inseguridad que generan entre algunos de los ilustres del sector, o entre quienes se pegan a ellos a la hora de hacerse la foto para recoger las migajas sobrantes del banquete gastronómico, siempre exclusivo y cada día más excluyente. Empiezo a pensar que su forma de entender la cocina, abierta, trabajada y dinámica, hace que la vieja guardia se sienta amenazada y procure el aislamiento; está claro, molestan al establishment. La generación de cocineros latinoamericanos que empezó a cambiar el estado de las cocinas y acabó lanzándose al mundo como una revelación repite a veces gestos del pasado. La paradoja es hablar de vieja guardia en una cocina tan joven como la nuestra, encabezada por cocineros que rondan los 35 años. Lástima que se comporten como niños de 70.
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