En esta escena de 'El Padrino II' (1974) ambientada en Nochevieja, Michael Corleone (Al Pacino) descubre que su hermano Fredo lo ha traicionado y le da el beso de la muerte. Hay mejores maneras de empezar el año que amenazando a tu familia. Por ejemplo, haciendo una lista de buenos propósitos. |
En este relato un redactor de ICON expone todo aquello que se propuso en los últimos años, desde ser mejor persona hasta aprender a usar el horno, y cómo, cuándo y por qué lo logró (o no)
Siempre comenzamos el año en ICON con un relato en primera persona sobre las particularidades de la Nochevieja y los desafíos del año nuevo. En 2016, por ejemplo, hablamos de un hombre que decidía salir de fiesta solo. En 2017, de uno que salió y no probó ni gota de alcohol. En 2018, sobre uno que ni siquiera salió de su casa. Hoy, cuando comienza 2020, hemos superado ya la Nochevieja en todas sus formas y nos enfrentamos a lo más delicado del año nuevo: los propósitos.
El horno fue para mí un terreno peligroso y desconocido hasta que alguien me explicó, en 2016, que bastaba con señalar la temperatura y el tipo de cocción. ¡Qué fácil! ¿Por qué nadie me lo había dicho antes?
“¿Sabes qué tipo de plan nunca falla? Ningún plan”. La frase es de Parásitos (Bong Joon-ho, 2019), una de las películas más celebradas del año que acaba de terminar, y sirve para ilustrar la inutilidad de esos propósitos de año nuevo que nos empeñamos en cumplir cada año, casi siempre con resultados decepcionantes. Por otro lado, es lógico hacer planes en nuestra cabeza: funcionamos a base de horarios, listas, paradas y plazos. Pocas cosas resultan más emocionantes que proponerse ser una mejor persona. Y pocas resultan menos sorprendentes que comprobar que no lo hemos conseguido.
Estas son las mías, tan particulares como universales, tan humanas como patéticas, tan frívolas como profundas. Es posible que unos pocos lectores que hayan intentado un día ser mejores personas se puedan ver identificados en algunas. Y seguramente casi cualquiera se pueda ver reflejado en cualquier proceso que implique ganas, pretensión y fracaso.
1. Dejar de fumar
¿Cuándo me lo propuse? 2014
¿Cuándo lo conseguí? 2019
Soy parte de la estadística: quise fumar porque en el cine fumaba toda la gente que me gustaba. Si alguna vez vuelve a escuchar a alguien diciendo que la ficción tiene parte de culpa por nuestros vicios, no lo tome por loco. En mi caso la culpa la tuvo, especialmente, El Cliente, el thriller de 1994 en el que Brad Renfro, con once años, se fumaba los pitis que le robaba a su madre. ¡Y qué bien fumaba! Qué estilo, qué clase, qué tío peligroso y con pelazo. Yo salí del cine (tenía once años también) y me dije: “¡Voy a tener ese peinado y voy a fumar!”. Fueron mis propósitos de año nuevo en 1994. Para fumar tardé unos años, esperé a llegar al instituto. Respecto al peinado (una especie de mullet macarrita que a él le quedaba estupendo), en fin. Cuando lo intenté en casa y llegué a clase el lunes siguiente, la profesora de lenguaje interrumpió la lección para señalarme y preguntar: “Y usted, Alonso, ¿por qué ha venido peinado como un poeta?”.
Conclusión: no intentemos imitar al cine. Me propuse dejar de fumar en 2014 porque me dio un ataque de asma en Lipari, una isla perdida al norte de Sicilia que, si uno lo piensa, es un lugar bonito y poético para morirse. No morí: fumé menos desde entonces, sí, pero no fue hasta 2019 cuando aproveché una resaca de tabaco (el sábado anterior, entre vinos y copas, había fumado demasiado) para no fumar un día. Y luego dos. Y luego tres. Después la semana entera. Y así van tres meses, un poco sin darme cuenta. Brad Renfro, aquel actor guapísimo que yo tomé como modelo capilar y de comportamiento, no solo fumaba: empezó a consumir marihuana a los ocho, heroína a los doce y cocaína a los quince. Murió a los veinticinco. Ojito al elegir a los ídolos.
2. Hacer ejercicio
Tan a pecho me tomé lo de salir menos que ahora pienso que debería salir más, porque a menudo veo a amigos o conocidos y me preguntan dónde me he metido, si estoy en una secta, si he tenido bebés, si me he hecho monje de clausura o practico el ascetismo en mi salón con las persianas bajadas
¿Cuándo me lo propuse? En 2005, en 2006, en 2007, en 2008, en 2009, en 2010, en 2011 y en 2012.
¿Cuándo lo conseguí? En 2013.
Esta cronología de hechos es más común que la gripe: yo me apuntaba al gimnasio, me compraba un chándal y preparaba muy hacendoso una mochila con toalla, agua y candado para la taquilla. Pero una vez me plantaba en la sala de fitness aquel lugar me parecía un soberano coñazo, una pulguera triste donde la gente corría sobre cintas sin llegar a ningún lado, levantaba cosas pesadas sin estar ordenando nada y se colgaban de barras estirados como los pulpos que se secan el sol en la isla de Paros. Este proceso lo repetí un día al año durante muchos: me apuntaba, iba dos días y me olvidaba. Hasta que en 2013, estando de vacaciones en la playa, alguien me hizo una foto y ocurrió, sin más: me vi gordo, gordísimo, enorme. Y no me gusté.
En septiembre de 2013, al volver de aquellas vacaciones, me apunté a un gimnasio cercano a casa. Condición número uno: si el gimnasio no está a mano, uno no va. Esta vez, aún impactado por aquella imagen de mí mismo que tanto me había disgustado, no me rendí horrorizado tras dos días, sino que aguanté unos cuantos más y llegué a completar una semana. Condición número dos: esto es como el agua fría de la playa, si aguantas los primeros minutos empezará a ser placentero. Y resulta que tras esos pocos días noté algún resultado, poca cosa, pero yo lo vi, estaba ahí. Condición número tres y la más importante: cuando notas que funciona, aunque sea un mínimo efecto, uno sigue yendo y, esta vez, con ánimo y convicción. Que nadie vea en esto una llamada generalizada a ir al gimnasio para tener un cuerpo normativo, no. A mí me sentó bien para la cabeza tras un año, además, que no fue especialmente fácil, pero tal vez el lector prefiere apuntarse a clases de chotis, dar paseos por el parque o andar en bicicleta. Condición número cuatro: haz lo que te dé la gana, pero haz algo. Que dicen que te hace feliz. No lo digo yo, lo dice la ciencia.
3. Salir menos
¿Cuándo me lo propuse? Nunca, en realidad.
¿Cuándo lo conseguí? En 2017.
La cosa es que salir por la noche era divertido, así que nunca se me hubiera ocurrido dejar de hacerlo. Hasta que empezó a no ser divertido de repente, un día, sin saber muy bien por qué. ¿Sería porque tenía un novio? Sí, pero ya lo tenía antes de 2017 y había seguido despertándome muchos viernes, sábados y domingos con la cabeza metida en el retrete. Además, pensar en dejar de salir por tener pareja es una cosa muy pobre de espíritu. ¿Era, tal vez, porque había desarrollado una fobia atroz a las discotecas y a los lugares en general oscuros y llenos de gente donde la música está muy alta? Eso va a ser. Creo que la respuesta corta a esta intriga es que me convertí en un viejo prematuro con 35 años. No hay mucha épica aquí.
Y es algo que me molesta profundamente, porque si algo he admirado siempre es a la gente que no se comporta acorde a su edad. Las disco sallys, esas personas que siguen bebiendo y bailando a los cuarenta, cincuenta y sesenta rodeados de gente que podrían ser sus hijos o sus nietos, siempre me han conquistado por su forma de reírse de los convencionalismos, retar al tiempo y, si me apuran, a la muerte. Solo que ahora me fascinan desde casa.
Según he leído, cuando vemos a una persona muy atractiva nuestro cerebro se pone a liberar dopamina, un estimulante que puede hacer que actuemos como si estuviésemos nerviosos o un poco borrachos. ¡Borrachos de belleza!
4. Salir más
¿Cuándo me lo propuse? En 2018
¿Cuándo lo conseguí? No lo he conseguido aún.
Pues tan a pecho me tomé lo de salir menos que ahora pienso que debería salir más, porque a menudo veo a queridos amigos o a simpáticos conocidos y me preguntan que dónde me he metido, si estoy en una secta, si he tenido bebés, si me he hecho monje de clausura, o anacoreta, o si practico el ascetismo en mi salón con las persianas bajadas. En 2020 debo perder el miedo a las multitudes, a los lugares donde hay gente, a conocer gente nueva. ¿Será que ya he conocido a demasiada? Dice la ciencia que el cerebro humano puede tolerar a 5 grandes amigos, 15 amigos a secas y 50 conocidos. Probablemente alcancé ese tope durante la época en que me levantaba con la cabeza metida en el retrete y no necesite ya ver a nadie más.
5. Beber menos
¿Cuándo me lo propuse? Nunca, en realidad.
¿Cuándo lo conseguí? No lo conseguiré jamás.
Porque ojo, que salga menos por la noche no significa que beba menos. De hecho, el pasillo de vinos de mi supermercado se ha convertido en mi nuevo club social: allí ya soy capaz de identificar las caras de otros compradores habituales de licores y me encuentro a conocidos que me preguntan por mi vida y me instan a quedar para tomar algo (en citas que nunca se materializan) mientras decidimos si llevarnos un Rioja, un Cariñena, un Toro, un Rueda o los cuatro a la vez y santas pascuas. ¿Y cómo voy a beber menos? ¿Cómo voy a beber menos si la economía se desploma, los polos se derriten, la ultraderecha se instala en los gobiernos de Europa y el tiempo pasa, inexorable, dejando canas en mi barba? A veces, creo, una autodestrucción moderada y controlada es la única manera de enfrentarse a la destrucción general de todo lo que nos rodea. Qué lata sería morirse sano.
Que salga menos no significa que beba menos. De hecho el pasillo de vinos de mi supermercado se ha convertido en mi nuevo club social: allí ya soy capaz de identificar las caras de otros compradores habituales de licores y me encuentro a conocidos que me preguntan por mi vida
6. Aprender a usar el horno
¿Cuándo me lo propuse? En 2004, en 2005, en 2006, en 2007, en 2008, en 2009, en 2010, en 2011, en 2012, en 2013, en 2014 y en 2015.
¿Cuándo lo conseguí? En 2016.
Tengo, en general, un miedo atroz a las cosas que queman desde que de pequeño, en una excursión del colegio, me quemé tres dedos con un mechero ajeno (no era el único niño que había admirado cómo fumaba Brad Renfro en El Cliente, al parecer) y me pasé el resto de la excursión con la mano metida en un vaso de plástico lleno de agua. Soy, desde entonces, de esas personas que depositan la croqueta en la sartén con una pinza de tres metros y vestido con un traje ignífugo.
Así que el horno fue para mí un terreno peligroso y desconocido hasta que alguien me explicó, en 2016, que bastaba con señalar la temperatura y el tipo de cocción. ¡Qué fácil! ¿Por qué nadie me lo había dicho antes? Lo primero que cociné, ya armado con este importante conocimiento que me colocaba de lleno en una nueva era de mi vida, fue un pollo. Con sus patatas y todo y también acompañado de una cama de cebolla, tomate y zanahorias. No estaba demasiado bueno, pero aquel requemado tenía cierto regusto a un sabor que está por encima de toda la paleta culinaria: triunfo.
7. Pasarme menos horas al día mirando una pantalla
¿Cuándo me lo propuse? En 2015, cuando iba por mi tercer smartphone.
¿Cuándo lo conseguí? Aún no lo he conseguido.
La última versión del iOS, sistema operativo de iPhone, informa del tiempo que has dedicado cada día a mirar el móvil. Y al enfrentarse a la cifra, así en frío, uno se queda blanco. EL PAÍS informaba en 2018 de que pasamos ¡el 24% de nuestro día mirando la pantalla del móvil! Todo para ver qué estáis haciendo los demás en Instagram, discutir con extraños por Twitter o leer en Facebook listas de lo mejor y lo peor del año que no me interesan en absoluto. También para jugar al Super Mario Tour, al Toon Blast (llevo un año y medio enganchado a ese puñetero juego de bloques) o para regodearme en la nostalgia viendo fotos de mis vacaciones en Holbox, Bali o Santa Marta.
Intento no hacerlo, quiero guardar el móvil y ver mundo. Quiero hacerlo, pero a la vez me molestan soberanamente esos viva-la-gente, esos compradores habituales de tazas con mensajes alegres y agendas coloridas de Ale-hop que te recomiendan disfrutar de la vida. ¡Disfrutar de la vida! Pues mire, yo es que en la línea cinco del metro de Madrid solo veo a gente derrotada por el sistema, almas sin luz ni esperanza, y en las comidas familiares veo exactamente lo mismo que en la línea cinco, y en el tren camino de mi aldea gallega empieza a llover sin parar a la altura de León y no hay quien admire el paisaje. Claro que nos pasamos tres horas y veinte minutos mirando el móvil, ¡al menos tiene filtros! Inventen filtros para la retina y entonces lo guardaré.
8. Dejar de ponerme nervioso delante de la gente guapa
¿Cuándo me lo propuse? Desde 1982.
¿Cuándo lo conseguí? Aún no lo he conseguido.
Antes de que me tiren piedras por necio, superficial y vasallo de la dictadura de la belleza normativa, quiero aclarar que esto no solo me pasa a mí. Hay un sector de la población que se alegra cuando está rodeado de gente bella (eye candy, caramelos para la mirada, lo llaman en inglés) y otro, en el que me encuentro, que se pone tenso, alerta y cabizbajo. Recuerdo un trabajo donde había una compañera de belleza celestial, que siempre comentábamos que parecía que tenía una cara hecha por encargo, y yo me quedaba mirando nervioso pensando: "¿Cómo se verá el mundo desde ahí?". Y tuve el infortunio de acudir durante un par de años a un dentista atractivo, atractivísimo, de profundos ojos azules ante el que temblaba como un mono tití cuando se acercaba a mí y me susurraba: "Abre la boca". El día en que llegué a la consulta y me dijeron que ya no trabajaba allí casi dejo una propina a la secretaria.
Bien, según he leído, cuando vemos a una persona muy atractiva nuestro cerebro se pone a liberar dopamina, un estimulante que puede hacer que actuemos como si estuviésemos nerviosos o un poco borrachos. ¡Borrachos de belleza! En realidad no debe de ser muy diferente que lo que le ocurrió a Stendhal en Florencia y a él lo llamaron visionario y a mí gilipollas. ¡Deberían avisar! Un cartel debería poner a la entrada de una consulta: "Atención: el anestesista está bueno". Yo intento, desde entonces, ir sobre aviso. "¿Es guapa esta persona?", he preguntado siempre cuando me enviaban a entrevistar a alguien. Y cuando me responden que no, siempre musito entusiasmado, cogiendo mi abrigo y mi grabadora: "Gracias a Dios".
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