'El viento idiota' recoge el viaje de huida y redención un admirador de Kerouac que recorre Estados Unidos para salvar su vida
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Podríamos leer 200 libros sobre Trump y sus tretas, sobre Kissinger y su política exterior, sobre el racismo y la violencia de las ciudades de Norteamérica, sobre la ñoñería de sus universidades y el despilfarro de su urbanismo... Y daría igual todo lo malo que aprendiésemos porque siempre podríamos encontrar una nueva historia que renueve la promesa de inocencia y libertad que asociamos a Estados Unidos.
El viento idiota (Temas de Hoy), memoria de juventud del escritor debutante Peter Kaldheim (1949), es un nuevo ejemplo de esa literatura tan dulce y esencialmente estadounidense.
Un resumen: estamos en Nueva York, en 1987 y Kaldheim es un escritor fracasado que consume y vende cocaína. En los últimos años ha perdido y enterrado a un par de parejas, se ha peleado con sus padres y ha sido despedido del trabajo de manera bochornosa. En el fin de semana de la Super Bowl (gana su equipo pero a él le da igual) culmina su carrera de camello: se compromete a vender siete gramos de cocaína pero esnifa 14 en dos días y descubre que no puede pagar a su proveedor. Así que se gasta sus últimos 30 dólares en un autobús que lo saque de la ciudad, lo más lejos que se pueda. Un amigo le ofrece cobijo en San Francisco, así que Kaldheim, que ha estudiado Letras en una universidad buena, se siente un poco Sal Paradise en En el camino.
Los siguientes meses, llenos de noches al raso, viajes en autoestop, vagabundos sabios, paisajes bellísimos y gente generosa que se cruza por su camino, confirman ese presagio. «Durante ese tiempo, hablar de Kerouac con la gente con la que me hablaba fue una manera de recordarme lo que de verdad me gustaba de vivir», explica Kaldheim. «¿Sabe lo que me gusta hoy de En el camino? Todo el jazz que sale».
¿Qué iba mal en su vida? «Yo quería ser escritor, pero en 10 años no había hecho más de 100 páginas y había dejado todas las historias que empecé», explica el autor. «Iba a los bares del ambiente literario para sentir que era parte de ese mundo y bebía y me drogaba para olvidar mi fracaso. Mi autoestima se estaba derrumbando. Y puede que hubiese algo aprendido: todos los escritores en los que me fijaba tenían vidas autodestructivas. Supongo que pensaba imitarlos para poder cumplir con mi misión como escritor».
Así, hasta llegar al punto dramático en el que Kaldheim se lanzó al muy americano viaje de redención, al estilo de las canciones de Springsteen. ¿Por qué los estadounidenses siempre se están marchando de casa en sus libros? «Somos un país de inmigrantes. Todos somos hijos de alguien que se fue y tenemos esa forma de vida interiorizada. Y supongo que las familias en Estados Unidos son un poco problemáticas y por eso la gente tiene raíces frágiles».
El viaje de Kaldheim estuvo lleno de momentos sórdidos y solitarios. Fue el viaje de un vagabundo, no el de un mochilero. Sin embargo, su relato es alegre. «La depresión no la sentí al huir. La depresión la tenía antes, mis adicciones expresaban esa angustia. En cuanto me subí al autobús me sentí libre de las responsabilidades que me atenazaban, alegre por empezar una nueva vida».
En los días buenos, el viajero de El viento idiota dormía y comía de la caridad del Ejército de Salvación; en los días muy buenos, tenía una biblioteca pública en la que pasar la tarde y leer. «Las bibliotecas admiten a los vagabundos, nadie te pregunta nada. Leí a Joyce».
¿Y no eran los 80 una época de valores conservadores y más bien egoístas? «Entre los vagabundos, no. Igual que no ocurre ahora. ¿Qué conservadurismo puede haber entre los que no tienen nada? Hay gente que duda de que un viaje así sea posible hoy en día. Bueno, creo que colarse en un tren de mercancías no es tan fácil como antes. Pero la gente es la misma. Vas a encontrar más gente buena que mala allá donde vayas».
Un ejemplo: Gino, el dueño de un Audi que cruzaba el país de sur a norte y que reclutó a Kaldheim para que le diese relevos al volante. Al principio, Gino era un tío enrollado con ganas de charla; después, se convirtió en su irritante mala conciencia: «Se parecía físicamente a mi padre. Era un hombre muy recto que había perdido a su familia por la adicción a la cocaína de su mujer. Era el espejo que reflejaba el daño que había hecho, el que me decía que crecer consistía en asumir mi responsabilidad. Un adicto es sobre todo, eso, alguien que vive en un presente perpetuo y que intenta creer que sus actos no tienen consecuencias».
El viento idiota necesitaba una enseñanza vital de ese tipo para ser un texto redondo. Eso y un final feliz como los que aún promete América.
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