jueves, 6 de febrero de 2020

Kirk Douglas, el espíritu que revolucionó el planeta Hollywood

No sólo como actor en cintas como 'El gran carnaval' 'Cautivos del mal' o 'El loco del pelo rojo', sino como protagonista y productor de películas como 'Senderos de gloria' y 'Espartaco', Douglas transformó la industria del cine y tuvo un papel decisivo en el fin de las listas negras
Muere Kirk Douglas
De todos los epitafios que ha dado la vida y, sobre todo, la muerte, quizá ninguno encaje mejor en la mandíbula partida de Kirk Douglas como aquél que se hizo tatuar Lemmy, líder y bajista de Motörhead, primero en la piel luego en la misma lápida: "Nací para perder, viví para ganar". No en balde, pocos amantes de las frases tronantes y las biografías sonoras (aunque algo mentirosas) como el actor nacido en Amsterdam (Nueva York) y recién fallecido a los 103 años tras una vida eterna. "Un espíritu revolucionario recorre el planeta", escribió él mismo sobre sí mismo y sobre Espartaco, su papel más reconocible, en su penúltimo libro. Lo hizo mucho antes de que una apoplejía limitara su capacidad de hablar y mucho después de que de niño conociera la pobreza más severa. Lo primero lo cuenta Issur Danielovitch Demsky, ése era su verdadero nombre, en My Stroke of Life y lo segundo en El hijo del trapero. Entre los dos libros, discurre una vida mil veces condenada. Y otras tantas glorificada.
Y así, entrecomillado pomposo sobre entrecomillado desesperado, fue puliendo una vida por fuerza desproporcionada y siempre espoleada por la obligación de levantarse desde el fondo de la lona. Al fin y al cabo, el boxeo es todo él metáfora, metonimia perfecta del propio Douglas. "No quiero ser un don nadie toda la vida. Quiero que la gente me llame Señor". El actor, en la piel del boxeador Midge, escupe la frase en El ídolo de barro (1949). No es tanto hipérbole, que también, como simple resentimiento. Años antes de que Scorsese canonizara la imagen del púgil hundido por el peso de su propia sangre, Mark Robson le entregó a Douglas un papel con el aspecto de retrato transparente y hasta de cicatriz. Pocas veces una frase sonó en la pantalla de forma más cruda, más real, más enferma. Con la rabia que sólo da una biografía a la altura.
Cuesta saber, ahora que ha muerto, cuál de todos los Douglas posibles es el que acaba de morir. Y, sobre todo, cuesta entender por qué ha muerto. ¿No habíamos quedado que era eterno? Sea como sea, lo cierto es que hay tantos Kirk Douglas como espectadores han soñado con él, se han enamorado de él y, sobre todo, han sufrido con él. Porque básicamente su filmografía se alimenta de lo que duele y de lo que sangra. Pura adrenalina consumida por el resentimiento. Como su propia vida. Se trata del último testigo de un tiempo extraño donde los ídolos no eran ya seres perfectos sino todo lo contrario; estrellas demediadas y marcadas por un pasado de ira y barro. Al lado de él, Montgomery CliftBurt LancasterRichard WidmarkGlenn Ford y, apurando, hasta Marlon Brando. Todos, unos tipos tan rocosos por fuera como frágiles por dentro. Todos, hijos de un tiempo que se despertaba de la Segunda Guerra Mundial a una nueva era de incertidumbre. Todos ya muertos. Ni él ha resistido.
Repasar su biografía, en parte, no es más que un ejercicio pautado que obedece a una contabilidad extraña. Por cada golpe, una nueva mitología. Por cada sueño, una pedrada. Su familia, de sobra conocido y repetido, era pobre, de los pobres solemnes. Su primera autobiografía (vendrán más y cada vez un poquito más tramposas, todo sea dicho) lo dejaba claro: eran traperos. Allí contaba cómo su familia judía en un barrio antisemita, como casi todos, vio en la inteligencia despierta del chaval la única posibilidad de salvarse. Y de huir. Porque, en efecto, Douglas nació con una sola idea: huir. La escuela rabínica parecía su destino natural. Pero... "Quería ser actor", escribe, "...mi madre me hizo un delantal negro e interpreté a un zapatero en una obra del colegio. Mi padre, que jamás se interesó por mí, me vio desde bambalinas sin que yo lo supiera. Tras la obra me dio mi único Oscar: un helado". Nótese ahora que llegan los Oscar que Cuba Gooding Jr, por ejemplo, tiene Oscar. Él, no.
Digamos que ése sería su primer golpe desde, por apurar el símil de forma más allá de lo razonable, la lona, desde un lugar más profundo aún. Vendrían más que le harán más duro. "Mi motor siempre ha sido la furia", dijo en una ocasión. Y lo que vale para las frases lapidarias, vale igual para la vida y para el cine. Repasar la parte más brillante de su filmografía, la que va desde mediados de los 40 a los 60, no es otra cosa que un paseo a través de los destrozos de unos personajes fundamentalmente violentos e íntimamente idénticos al propio Kirk. Siempre sangrando. Cuando, tras su primer secundario al lado de Barbara Stanwyck en El extraño amor de Martha Ivers, el poderoso productor Hal Wallis (el hombre de Casablanca) le propusiera un contrato por siete películas, él lo rechazó. Pero no lo hizo con un simple "no". "Me amenazó con dejarme a un lado. ¡Que te den por culo! Me arranqué la lanza del costado", recuerda en Yo soy Espartaco (la otra de sus biografías). Digamos que éste podría contar como su segundo, vuelta al boxeo, 'uppercut'.
Su convencimiento, o simple chulería, como se quiera, le hizo vagar los siguientes tres años en calidad de segundón, que no secundario, por producciones, eso sí, tan notables como Retorno al pasado o Carta a tres esposas. "Tony [Curtis] contó una vez a un periodista que yo era como una pantera con una lanza clavada en el costado, con los músculos tensos, acechando el plató. En aquellos tiempos era cierto", escribe. Y así hasta llegar a su siguiente, y van tres, gran golpe. Éste el más espectacular de todos ellos. En 1949 llegó la que parecía su gran oportunidad para establecerse definitivamente como uno más entre el gran pelotón de actores que pululaban por Hollywood. Junto a Gregory Peck y Ava Gardner, la Metro le ofrecía, a cambio de mucho dinero y tranquilidad para siempre, trabajar en El gran pecador. Y, de nuevo, el Douglas gestual y rebelde se hizo notar. Rehusó la oferta a cambio de protagonizar una película de bajo presupuesto a las órdenes de Mark RobsonEl ídolo de barro, la citada arriba, la del boxeo, le valió su primera de las tres nominaciones al Oscar.
El músico, a imagen de Bix Beiderbecke, enamorado y, por ello condenado, de la mujer a la que da vida Lauren Bacall en El trompetista (Michael Curtiz, 1950); el reportero sensacionalista de El gran carnaval (Billy Wilder, 1951) -el más brutal retrato del periodismo y la sociedad americana del que nadie ha sido capaz--; el policía corrupto en Brigada 21 (William Wyler, 1951); el productor de cine desaprensivo y voraz en Cautivos del mal (Vincente Minnelli, 1952) --la más descarnada radiografía de la mentira de Hollywood-- o la tumultuosa encarnación del sufrimiento en la piel de Van Gogh en El loco del pelo rojo (V. Minnelli, 1956) son sólo los más destacados ejemplos de una carrera en la que cada personaje bebe de la agonía del actor. Y al revés.
Y así hasta llegar al año (1955, para ser precisos) en el que Kirk Douglas toma definitivamente las riendas de su carrera y de su vida. Sin duda, el K.O. técnico (fin de las referencias pugilísticas) a un destino que siempre le buscó. Es entonces cuando funda su propia productora, Bryna Productions, que toma el nombre de su madre. No es el primer actor que se atrevía. Ya antes, su gran amigo Burt Lancaster hizo otro tanto. Era el momento. El poder omnímodo de las grandes productoras se resquebrajaba merced a la sentencia antitrust contra la Paramount en 1947. Además, a las estrellas les salía más rentable comprometerse con las producciones y pagar el 52% antes que el 75% o el 92% de sus ingresos si no lo hacían. Si a todo ello le sumamos la competencia de la televisión como nuevo patrón oro del entretenimiento o las cada vez más claudicantes leyes de censura o la competencia de las producciones europeas, el resultado es que el futuro parecía diseñado para gente tan herida, iracunda, deslenguada y consciente de su importancia como Douglas.
Entre 1955 y 1986, Bryna produjo 18 películas. Entre ellas, algunos de los títulos que forjarían la leyenda del hombre que en unos días será ya superhombre. Para siempre. Pacto de honor (André de Toth, 1955) fue la primera película pensada, producida y protagonizada por Douglas. Luego, entre otras, vendrían Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957), Los vikingos (Richard Fleischer, 1958), Los valientes andan solos (David Miller, 1962) o, por encima de todas ellas, Espartaco (Stanley Kubrick, 1960).
La película sobre la novela de Howard Fast adaptada por Dalton Trumbo significó, como se esfuerza en demostrar él mismo en sus eternas memorias, el fin de las listas negras de Hollywood. O quizá no tanto como pretende el autor. Pero tampoco quitemos brillo al mito. Y menos ahora. Sea como sea, ahí quedó, en los títulos de crédito, el nombre del por siempre maldito y genial Trumbo para la posteridad. Por fin, el hombre, el más célebre de los llamados 10 de Hollywood que se negaron a testificar en 1947 en los famosos juicios del maccarthysmo, recuperaba la visibilidad y, ya puestos, la honra. Detrás quedaba la cárcel, el exilio y la más flagrante injusticia que vio Hollywood. De nuevo, la imagen del luchador que Douglas había hecho suya como motivo de vida y de obra se imponía.
"Un espíritu revolucionario recorre el planeta", escribe en sus memorias como apología y resumen de lo que fue para él la cinta que, por cierto, tanto llegó a despreciar su director y diva Kubrick. "¿Es contagioso? Nos sorprende ver en ciudades estadounidenses a multitudes expresándose al unísono y poniendo en cuestión una estructura de poder que parece inexpugnable. Eso es lo que hizo Espartaco. Y decenas de millares unieron su voz a la suya. Juntos, todos eran Espartaco". Como diría la piel de Lemmy: "Nació para perder, vivió para... seguir viviendo".

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