Una nueva generación de chefs de países lejanos, pero formados en restaurantes españoles, están superando viejos prejuicios hacia la gastronomía nacida en las antiguas colonias
Varios países europeos tienen tras de sí una larga historia colonial; en el caso de España y Portugal, en particular, muchos siglos. Y, sin embargo, cuando revisamos lo que esta historia de relaciones con sus antiguas colonias ha aportado a su recetario tradicional, encontramos en general pocos ejemplos, y eso llama la atención.
Sí, los productos llegados de otras partes del mundo -patatas, tomates, piñas, pimientos, alubias...- se han incorporado a su acervo culinario, pero los platos nacidos en las colonias, o al menos relacionados con ellos, son muy escasos. ¿Por qué?
En el caso de Francia, la gran potencia gastronómica europea, la historiadora norteamericana Lauren Janes, en su libro Colonial Food in Interwar Paris: The Taste of Empire (Bloomsbury Academic Press, 2016) aporta una respuesta dura pero verosímil: se consideraba la cocina de los países colonizados como inferior, primitiva, despreciable. Y si finalmente se incorporaban algunos de sus elementos era como materia prima: la piña por aquí, las especias del curry del subcontinente indio por allá...
Pese a su popularidad naciente entre las dos guerras, Janes explica que la gama de platos coloniales era muy limitada: con un poco de piña se daba un toque a un postre francés, lo cual fue posiblemente allí el primer caso de fusión. Las revistas gastronómicas Le Pot-au-Feu y Le Cordon Bleu, que difundieron esas novedades, también publicaban artículos que exageraban las diferencias con los pueblos no occidentales, representándolos como devoradores de platos repugnantes. Eso frenó cualquier intento de ir más allá en los descubrimientos culinarios.
Mirándolo de más cerca, esa visión tan negativa no carece de verosimilitud. La cocina de las colonias o ex colonias sólo llegó masivamente a las metrópolis europeas después de la II Guerra Mundial, normalmente a casas de comidas de los barrios donde vivían inmigrantes procedentes de aquellas -o de China, que nunca fue formalmente una colonia- y paulatinamente fueron conocidas y apreciadas por la población local. Generalmente, cuando las colonias ya se habían independizado.
Fue particularmente grande el éxito de esas cocinas exóticas en Gran Bretaña y los Países Bajos, cuya dieta autóctona era particularmente mediocre. El curry indio, con carne o con vegetales, fue probablemente la primera aportación colonial que triunfó en Europa, entre los británicos. Y años más tarde, tras la independencia de Indonesia en 1956, un importante exilio de indonesios pro holandeses llenó Amsterdam y, sobre todo, La Haya de chiringuitos -y algún local de lujo- en los que se servían el nasi goreng a base de arroz y el bami goreng de tallarines, o la copiosa rijsttafel o mesa de arroz, que es un despliegue de múltiples y picantes platillos que resumen el acervo culinario de Indonesia.
Con todo, se mantenían las líneas que separaban la cocina de la metrópoli y la de la ex metrópoli. No sería hasta bien entrados los años 80 del siglo XX cuando el concepto de cocina fusión -al que se adelantó desde 1978 el genial creador toledano Abraham García desde su restaurante madrileño Viridiana- se generalizó, y evidentemente hoy en día lo tenemos por doquier.
Un modesto pero divertido plato que podemos considerar de fusión sí que apareció en una potencia colonial -ya en horas bajas- cuando aún controlaba una colonia: se trata de lo que en España llamamos arroz a la cubana, plato por cierto casi desaparecido hoy de nuestras tascas y que algunos echan de menos.
En la Cuba del siglo XIX era muy habitual comer huevos fritos acompañados de arroz, salsa de tomate y un verdadero ingrediente autóctono: grandes rodajas de plátano macho verde -y por tanto nada dulce-, fritas y crujientes. Cuando españoles de Cuba regresaban a la metrópoli pretendían seguir disfrutándolo, pero a este lado del Atlántico no teníamos plátanos machos. Entonces un cocinero o una cocinera -cuya identidad, que sepamos, no ha trascendido- tuvo la idea de sustituirlos sencillamente por dulces plátanos canarios, que se frieron enteros o cortados longitudinalmente en dos.
El sabor del plato resultaba, claro está, totalmente distinto del de la versión originaria, pero eso no impidió su éxito y así tuvimos nuestra pequeña fusión hispano-cubana, y todo ello un siglo antes de que el resto de Europa empezase a fusionar.
Nuestro vecino Portugal tampoco fue de mucho mezclar, sino de adoptar los propios platos coloniales, en particular ese gustoso pollo (frango, en portugués) con salsa piri piri llegada de las colonias africanas y que es de un nivel de picante importante pero adictivo. Lo que sucede es que inevitablemente incorpora algunos elementos de la metrópoli u occidentales y podemos considerarla fusionada: sí, por una parte lleva guindillas piri piri (a veces, con otros chiles piantes) y azúcar moreno, pero también aceite de oliva, limón, orégano, ajo, jengibre y salsas Tabasco y de soja.
En 2019 hemos dado un salto cualitativo y cuantitativo. Y uno de los factores de la diversificación y el atractivo de la cocina de fusión en España es el número de jóvenes cocineros llegados de países lejanos que se forman en restaurantes modernos o tradicionales de Madrid, Cataluña o el País Vasco y luego se lanzan a combinar lo aprendido con sus propias tradiciones: vayan a conocer, por ejemplo, lo que hacen en Madrid el coreano Luke Jang en su Luke o el chino Julio Zhang en su Soy Kitchen. Hemos tardado, pero ya estamos fusionados hasta los topes. Que lo disfruten.
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