¿Sufre frecuentemente dolor cervical sin una causa médica específica? Se preguntará por qué y, seguramente, encontrará posibles causas de ese dolor. La actividad física, las malas posturas, los sobresfuerzos y la sobrecarga repetitiva. Quizá piense en el estrés diario y en si tiene o no relación. Puede que se pregunte si la alimentación tiene algo que ver o si la genética es la clave. ¡Cuántas posibilidades! Pero, ¿cuál es cierta?
Hablemos de lo que se ha estudiado para sacar nuestras conclusiones. El 70 % de la población sufrirá dolor cervical alguna vez en su vida. Este dolor afecta a prácticamente todos los sectores de la población y puede aparecer a cualquier edad. Se trata de un problema de salud muy extendido.
Tradicionalmente ha sido relacionado con la carga y los esfuerzos físicos. Muchos investigadores han estudiado la influencia de estos factores en distintas poblaciones específicas: trabajadores de oficina, estudiantes de educación primaria, adolescentes y mujeres. Se sabe que el sedentarismo, los trabajos estáticos durante tiempo prolongado sin los debidos descansos, la sobrecarga física y las tareas en un entorno inadecuadamente adaptado aumentan la probabilidad de que el dolor aparezca o se intensifique.
Existe evidencia de que una alimentación adecuada alivia el dolor. Así mismo, estudios realizados en gemelos apuntan a que puede ser atribuido en parte a la carga genética. Sin embargo, la epigenética plantea dudas todavía sin resolver. No se sabe con exactitud cuáles son los límites entre la regulación irremediable por parte de los genes y la regulación por la activación genética que depende del ambiente.
Por otra parte, cada vez se conoce mejor el papel de los factores psicosociales en la percepción del dolor. Aspectos de la personalidad como tener dificultades para dirigirnos hacia lo queremos en nuestra vida, persistir en nuestros objetivos y gestionar los cambios, junto con una alta tendencia a evitar el daño y asumir riesgos, han demostrado influir en la experiencia de dolor y su cronificación. Sin embargo, ser optimista, extrovertido y tener habilidades sociales ayudan a afrontarlo de forma más efectiva.
Además, el percibirse uno mismo como poco eficaz y con poco autocontrol sobre el dolor tampoco ayuda. Atribuirle un significado negativo, que nos preocupe en exceso y mantener bajas expectativas con respecto su evolución, aumenta el riesgo de que el dolor aumente y se perpetúe. Si este genera emociones negativas mantenidas en el tiempo o nos arrastra a la ansiedad y a la depresión, sumamos factores que lo agravan.
El estrés también influye. La cascada neurocomportamental que nos prepara para afrontar aquello que percibimos como amenaza puede convertirse en un estado de angustia y sufrimiento si uno no es capaz de adaptarse a las demandas que percibe como peligrosas. Por una parte, se ha demostrado que la sensibilidad al dolor depende, entre otros factores, de los niveles en sangre de cortisol, hormona del estrés. Por otra, sentir y experimentar el dolor crónico como amenaza para la salud y el bienestar produce estrés. Esto cierra el círculo vicioso que retroalimenta a ambos.
Se sabe que mantener relaciones sociales satisfactorias y tener un buen apoyo social, a menudo ofrecido por la familia y amigos más allegados, ayuda a manejar más eficazmente el dolor. Sin embargo, carecer de un soporte social adecuado aumenta el riesgo de cronificación y la intensidad del dolor.
Atención al dolor social
Llegados al punto de las relaciones sociales, se suma un condicionante más: el dolor social. Este hace referencia a la reacción emocional desagradable y a menudo angustiosa que aparece cuando nos sentimos rechazados y excluidos socialmente, sobre todo si afecta a relaciones que deseamos tener y mantener.
Se ha mostrado mediante imágenes por resonancia magnética funcional que el procesamiento cerebral del dolor social activa los mismos centros y vías que el dolor físico en su dimensión afectiva-motivacional. Es decir, lo que el dolor físico nos hace sentir, las emociones y estados de ánimo que despierta. De esta forma, si tenemos un conflicto que nos separa de un ser querido o nos excluye de relaciones significativas para nosotros, probablemente tendremos dolor social y una mayor actividad añadida de los centros y vías cerebrales que ya se mantenían activas por el dolor cervical.
Parece que el procesamiento de ambos dolores, físico y social, se superpone. A esto se añade el hecho de que el dolor social se puede rememorar y proyectar al futuro activando las áreas cerebrales correspondientes a cada vez. Por lo tanto, y quizás forme parte de tu experiencia cotidiana, es posible que la intensidad de dolor aumente tras un disgusto en el ámbito de las relaciones personales o simplemente por revivir su recuerdo.
¿Qué podemos hacer?
Primero, asegurarnos de que se trata de dolor cervical inespecífico. Si este es el diagnóstico médico, lo más sencillo puede ser lo más sensato. La ciencia ha llegado a la misma conclusión que el sentido común. Una vida activa con ejercicio físico cotidiano, alimentación saludable y una actividad laboral sin tanta presión puede ayudar mucho.
Si nos ocupamos de fomentar relaciones sociales satisfactorias, un estado de ánimo positivo, expresar aquello que nos preocupa en un entorno de seguridad y buscamos solución a los conflictos interpersonales mediante la comunicación respetuosa y la empatía, facilitamos un autoabordaje del dolor integral, activo y positivo.
Yolanda Pérez Martín, Profesora del Área de Fisioterapia, Universidad de AlcaláEste artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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