Protegerse del covid-19 ha hecho que los entierros se vuelvan escasos en el mundo para evitar los riesgos y la propagación
En una fría mañana de abril, eran cuatro las personas bajo la lluvia, de pie frente al féretro, en un inmenso y lúgubre cementerio de la región parisina tratando de asumir su pérdida en plena pandemia. En ese momento, Frédéric tuvo claro que celebraría otro encuentro más digno, en memoria de su padre.
La epidemia de covid-19 y el imperativo de proteger a los vivos convirtió los entierros en ceremonias de mínimos, con apenas asistentes. Pero estas despedidas frustradas pueden y deben compensarse, estiman los profesionales.
“Aplazar las celebraciones es algo que existe desde siempre”, afirma el doctor Fayçal Mouaffak, psiquiatra en dos hospitales de Seine-Saint-Denis, en la región parisina. “Hay que hacerlo, verse con los demás, intercambiar y pensar en el difunto para darle su humanidad y metabolizar” su muerte, explica.
Mouaffak evoca por ejemplo la Primera Guerra Mundial y el genocidio de Ruanda. En ese momento los cuerpos se entregaron tardíamente a las familias, incluso años después, si es que lograron recuperarse primero.
Pero en tiempos de paz, con la pandemia, también muchos vivieron momentos crueles, como la pérdida de alguien amado.
“Devastador”
El padre de Louis, fallecido en un geriátrico, fue “almacenado” en una cámara fría durante una docena de días antes de las exequias. Su hijo hizo “todo lo posible” para que su madre no lo supiera. Para Bruno, médico, “la idea del cuerpo de su padre, desnudo en el hospital en una mortaja, sin el último lavado y preparación”, se le hizo insoportable.
“Devastador”, confirma Celia, que perdió a su madre, tan “elegante y coqueta”.
Nathalie, que vive en Nueva York con sus hijos, no pudo viajar a Francia cuando murió su padre. “No me hago a la idea de su partida”, confía esta mujer, que tampoco sabe si podrá asistir a una ceremonia con sus allegados prevista este verano boreal.
“Esta situación creó cosas muy inhumanas, puesto que la humanidad reside en acompañar a los muertos”, afirma Samuel Lannadère, psicólogo-psicoanalista que habla de una “doble pena”. Como ejemplo da el de una mujer que perdió a su esposo y que tuvo que inhumarlo porque no había disponibilidad para incinerarlo, como él había deseado.
“La pérdida durante la pandemia dejará secuelas, pero es demasiado temprano para decir cuáles. Normalmente, nos apoyamos en la presencia de los demás. Que nos corten estos vínculos hace que la pérdida sea más dura”, prosigue Lannadère.
El psiquiatra y psicoanalista Serge Hefez avisa contra “la tentación de la negación, actuar como si no hubiese pérdida ni sufrimiento. El riesgo es que estos pesares no cicatrizados emerjan ante una nueva pérdida o una separación” y provoquen “un resurgimiento depresivo”.
Inventar un ritual
“El ritual es fundamental, los funerarios son las primeras señales de civilización”, subraya Hefez. “Tienen una función reparadora extremadamente fuerte pero hay que hacer el esfuerzo, aunque sea menos evidente a distancia, cuando la tentación natural es pasar página. Requiere energía”, señala.
Las etapas entre la muerte y la ceremonia de exequias, “la ritualización de la muerte y su dimensión colectiva ayudan a representarse la realidad del duelo”, completa el psicólogo Didier Meilland, fundador de la asociación Psychodon. “Es difícil reemplazar a distancia una ceremonia que no tuvo lugar, pero con el fin del confinamiento hay que mantener este compromiso e inventar un ritual”.
“No nos queda otra elección que ser creativos”, concluye.
A Claire y Louis, el empleado de las pompas fúnebres les mostró el camino: “Nos hizo situarnos en semicírculo frente a la tumba, lo más cerca posible, respetando la distancia de seguridad”, recuerda ella. “Nos aconsejó volver a ver las fotos del difunto, compartirlas en Internet entre nosotros, con una verdadera reflexión sobre la pérdida”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario