Las sombras de Gila: el humorista más querido de España que murió arruinado tras gastar su fortuna y no reconocer a dos hijos
En 1985, hace 35 años, Gila volvió definitivamente tras su 'exilio' en Buenos Aires. Cuando se marchó en 1962 a la capital argentina, ya tenía dos hijos a los que nunca reconoció.
Hace 25 años, cuando Miguel Gila publicó su libro de memorias Y entonces nací yo: memorias para desmemoriados (Temas de Hoy), uno de los episodios más comentados, y quizá el más recurrente de su biografía al margen del humor que le hizo popular y millonario, fue el de su participación en la Guerra Civil. En julio de 1936 Gila estaba en Madrid, y al poco de iniciarse el conflicto decidió alistarse en el ejército de la República. Tenía 17 años, militaba en las Juventudes Socialistas Unificadas y se apoderaría de él una mezcla de excitación adolescente y sentido del deber. Al poco tiempo, según cuenta en el libro, fue capturado, condenado a muerte, y se salvó porque le "fusilaron mal": los fusileros del pelotón iban bebidos, fallaron las salvas, él se hizo el muerto, y se escabulló cuando ya no había moros en la costa.
Sin embargo, este episodio célebre es también el más discutido de la biografía de Gila. Su hija Carmen, que nació fuera del matrimonio y nunca fue plenamente reconocida por el padre -nació en 1959, fruto de los amores del humorista con una bailaora con la que tuvo un affaire largo y fecundo-, explicaba hace un año en el suplemento Crónica que aquel fusilamiento nunca existió, que Gila admitió en privado haberse inventado la historia para poder exhibir mayor pedigrí antifranquista si cabe, y que no era una mentira puntual, pues buena parte de su comportamiento privado se basaba en el engaño, la doblez y la desatención a quien debería haberle profesado amor.
Este retrato de Gila, que es el que en los últimos años se ha ido abriendo camino poco a poco en los estudios biográficos del que fue el mejor humorista del país -y posiblemente el más grande del siglo XX en España, o al menos el más popular y querido durante más tiempo-, durante muchas décadas fue inconcebible. Gila siempre ha irradiado el halo de la estrella del humor contestona que, pudiendo haberse conformado con lo que había y sacar un rédito incuantificable, decidió ir escapándose puntualmente de España, para irse a hacer las Américas a tiempo completo, y finalmente "exiliándose" tardíamente a partir del año 1962, fijando su residencia en Buenos Aires. Regresó a España con asiduidad a partir de 1977, con Franco ya enterrado en el Valle, y regresó plenamente en 1985, hace ahora 35 años.
En ese contexto, la figura de Gila tiene dos dimensiones importantes: la pública, como humorista en prensa en publicaciones como La Codorniz o Por Favor -y, por tanto, uno de los nombres mayores del humor gráfico y escrito de la segunda mitad del siglo XX, junto a Mingote, Tono, Mihura y otros compañeros de la revista-, a la que luego añadió la de actor puntual en cine y monologuista en teatros, pero también la privada, que es la del hombre enriquecido al que el dinero hizo parcialmente feliz, y no le convirtió en una persona responsable.
A lo largo de sus muchos años tuvo tres mujeres principales, pero también muchas secundarias. La primera fue Ricarda, una profesora de Zamora con la que se casó, y con la que estuvo siete años, sin dejar descendencia. Gila tenía por entonces 25 años, eran los tiempos plúmbeos de la posguerra, y él aún no era el humorista popular que comenzaría a forjarse una leyenda a partir de la década de los 50. Luego estuvo durante casi 10 años con Carmen Visuerte, la bailaora antes mencionada, con la que tuvo dos hijos -Miguel y Carmen- que no reconoció, ni de los que se ocupó prácticamente.
Por entonces, cuando ya empezaba a ganar dinero -decenas de miles de pesetas de la época, incluso millones, según su hija-, Gila pensaba más en su carrera en ultramar y en su salida de España. Como no entraba en sus planes llevarse a Carmen, los hijos -se cuenta- fueron una carga con la que no quiso lidiar. Nunca hubo boda, a pesar de las falsas promesas que fue dándole a Carmen; un día, al ir al Registro Civil para intentar agilizar los trámites de un enlace con el que contaba, descubrió que el matrimonio con Ricarda todavía estaba en vigor. Y Gila no tenía ninguna intención de ser bígamo.
El relato de Carmen dibuja una versión de Gila opuesta de la que tenía el público: lejos de ser divertido y generoso, era un padre distante, aparentemente hastiado de su mala fortuna sentimental, y que no apoyaba económicamente ni a su pareja ni a sus hijos, a los que terminó abandonando. El dinero se quedaba en la cuenta del banco o se gastaba en su diversiones, pero no se depositaba en la mesa de la cocina: Carmen la bailaora tenía un trabajo mal pagado, y con eso mantenía a su familia, sin que llegara la ayuda de Gila. Y bien pudiera haberlo hecho, porque estaba poco a poco forjando su leyenda como un humorista genial y con un profundo sello individual.
Independientemente de esos claroscuros personales -a los que podría añadirse el mal genio, y su tendencia a malgastar la fortuna que amasó trabajando en los monólogos-, Gila sigue manteniendo un aura de personaje querido, original y que aplacó, con sus chistes, la dureza del tiempo de la dictadura y de la transición. Para la gente era una excusa para evadirse; su humor tenía un lado blanco e inofensivo, gracias a su sabia utilización de los recursos del absurdo, pero también tenía un filo político soterrado que le ha hecho perdurar, aunque a veces haya sido malinterpretado. Su gag sobre el hombre que confiesa haber asesinado a su esposa, con un cuchillo carnicero en mano y el delantal manchado de sangre, se quiso utilizar como un caso flagrante de humor machista, sin que los colectivos ofendidos se hubieran tomado la molestia de ver el final del chiste -está en YouTube-.
Popularizó frases como "¡que se ponga!", siempre con el teléfono en ristre y preguntando por el enemigo, que era una alegoría del vecino, con el que nos llevamos mal, pero con el que hay que llevarse bien, igual que con la vida. En su madurez volvió a casarse, esta vez con su tercera y última esposa, María Dolores Cobo, con la que tuvo una tercera hija llamada Malena Isabel. Hacia el final de su vida se instaló en Barcelona -donde falleció en 2001, pronto hará 20 años-, pero no fueron años felices, pues habían menguado sus ingresos y murió arruinado.
Se lo había gastado todo en pequeños y constantes lujos: caprichos, cenas, regalos, viajes. Era un hombre culto, lector, melómano, deportista: detalles menos conocidos de una personalidad poliédrica, espinosa, con zonas oscuras y virtudes profesionales obvias. Y, si como dicen, hay que saber diferenciar la personalidad del artista de la grandiosidad de su obra -como en el caso, por ejemplo, de Woody Allen-, con Miguel Gila no podía ser menos.
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