jueves, 3 de septiembre de 2020

Escrituras del yo / Gisela Kozak Rovero



Aunque tanto la idea del yo como la fiabilidad de la memoria personal han sido puestas bajo sospecha, las escrituras del yo continúan teniendo vigencia como proyecto autoral en su calidad de huellas compartidas de vida.

A Ricardo Ramírez.
Las escrituras del yo, título de un texto de George Gusdorf, suponen que nuestra conciencia dicta la escritura para interpelar a quien lee desde el lenguaje, la razón y la emoción. De un texto memorioso, un diario o una autobiografía se espera una verdad, basada en la coincidencia entre el autor, el narrador y el personaje del texto, todos referidos a una vida. Con el establecimiento de este pacto autobiográfico, nombre de un libro de  Philippe Lejeune, quien pone su nombre en la portada importa, su manera de ver el mundo es significativa y su existencia cuenta para los demás, sea ejemplar, escandalosa o al menos singular.
Más allá del pacto, son escrituras sospechosas. El yo sería una invención moderna, una ficción, un cruce del inconsciente, el lenguaje, la ideología. Pensemos en Freud, Marx, Foucault o Deleuze. Me inclino por las neurociencias: la conciencia, ese poderoso magma humano relacionado con el cerebro pero irreductible a él, no es todopoderosa. De aquí las implacables contradicciones de cada individuo, que incomodan tanto a las iglesias y regímenes autoritarios como a las personalidades e identidades de grupo amantes de la coherencia absoluta (incluso cuando son lacanianos o foucaultianos). En lugar de individuos deberíamos hablar de “dividuos”,de seres divididos, de subjetividades cambiantes, condición de la especie sapiens en todas las épocas y contextos, no solo en la modernidad capitalista (Yuval Noah Harari. 21 lecciones para el siglo XXI).
Respecto al tema, nos dice Jorge Luis Borges:
Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y lo infinito, pero esos juegos son de Borges y ahora tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cual de los dos escribe esta página (“Borges y yo”).
Igual las escrituras del yo apelan a la efectiva ficción del yo unificado desde la  conciencia (individual e incluso identitaria) de la propia existencia, que sí es muy real. Las contradicciones y transformaciones a lo largo del tiempo se sostienen en mi nombre, la marca de mi cuerpo finito que cambia al paso de los años, definiendo el espacio de mi existir. La multitud dentro de mí se llama Gisela Kozak Rovero. Cuando escribo sobre Gisela he de escoger las huellas en mi consciencia y las técnicas adecuadas para expresarlas. Lo que deja huellas tal vez no sea mi decisión, pero qué hacer con ellas significa libertad, palabra relativa y dudosa pero siempre fundamental.
No es lo mismo presentarse como testigo de un acontecimiento  que  protagonizar una acción. Diario en ruinas, de Ana Teresa Torres, combina ambas opciones en su tratamiento de la revolución bolivariana. Este híbrido entre diario y memoria cita textos propios y ajenos, apenas roza la vida personal y subraya su calidad de testigo. En una orientación muy distinta, la irónica autobiografía de Charles Darwin cuenta su trayectoria como hombre de ciencias, destinado a serlo desde su infancia. La autobiografía de hombres ilustres puede constituirse en camino para obtener una estatua en la posteridad (Silvya Molloy, Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica). En cambio, Confieso que he vivido, de Pablo Neruda, se trata de una narración en primera persona con un protagonista alrededor del cual gira el mundo, una técnica novelesca insuperable para escribir el yo de colosos culturales, sexuales y políticos del siglo XX. Neruda ahora no es solo el coloso sino un violador, amén de comunista adulador de Iosif Stalin. El pacto autobiográfico se cumple entonces al pie de la letra: le creemos a Neruda todo lo que cuenta.
Las crónicas memoriosas apelan a acontecimientos compartidos.  El mundo de ayer. Memorias de un europeo, de Stefan Zweig, habla de la vida en el imperio austrohúngaro antes de la primera guerra mundial, con tintes nostálgicos. Es un libro perfecto para estos tiempos convulsos y ominosos, por cierto. Desde luego, como señala  Bruno Groppo (“Las políticas de la memoria”) se  pueden cuestionar estos ejercicios ya que los hechos comunes se perciben desde perspectivas distintas. George Orwell en Homenaje a Cataluña puso en duda al bando republicano, en especial a los comunistas, en la guerra civil española. La crónica muta en denuncia y constituye un riesgo para quien escribe; no cabe duda, la admiración hacia las escrituras del yo que se enfrentan a la opinión hegemónica ha sido muy potente en la lucha por la libertad de expresión. Pensemos en Orwell o en dos si se quiere escandalosos ejemplos opuestos entre sí, tan opuestos que colocarlos en una frase es un exabrupto: Ecce Homo. Cómo se llega a ser lo que se es, de Friedrich Nietszche, y el híbrido Borderlands / La Frontera: The New Mestiza, de Gloria Anzaldúa.
Aunque han sido puestos bajo sospecha tanto el “yo” –como lugar desde el que habla la verdad de cada individuo– como la fiabilidad de la memoria personal –capaz de fallas, perversiones y olvidos–, las escrituras del yo continúan teniendo vigencia como proyecto autoral en su calidad de huellas compartidas de vida. Por supuesto, en el siglo XXI estas huellas son sometidas a escrutinios no solo de la religión o de regímenes autoritarios. ¿Qué pasa si se ofende a la patria, a la propia parentela o se tocan temas espinosos sobre creencias, política, sexualidad o género que contravienen  la tradición? ¿El yo debe ser escrito desde una identidad o identidades de grupo? ¿Puedo contar mi perspectiva sobre el mundo sin temor a ofender a gente en desventaja, como yo? ¿Si dirijo la mirada a otras culturas puede considerarse apropiación indebida? ¿Las escrituras del yo son documentos inculpatorios? ¿Es más creíble el testimonio del dolor vivido como parte de un grupo vulnerable –pienso en el ya clásico Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, redactado por Elizabeth Burgos– que Memorias de una joven formal, de Simone de Beauvoir, escrita con la técnica de la llamada novela de formación?
Estas interrogantes implican temas nada triviales: la libertad de expresión y la valoración estética. No hay que sorprenderse, pues desde que se inventaron las escrituras del yo su recepción ha oscilado entre la censura, la reverencia, la sospecha y la sacralización, pero tampoco hay que bajar la guardia. Las escrituras del yo, hay que decirlo, son actos de libertad, sobre todo  cuando deliberadamente no se someten a los deseos ajenos.

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