Enfermedades de la Vida Espiritual:
Tibieza
"No mato, no robo, no hago nada malo; me comporto mejor que mucha gente, no dejo de ir a Misa los domingos". Si todo va estupendamente, ¿Para qué arriesgarse a lo desconocido? ¿Para qué luchar?”
Por: Guadalupe Magaña | Fuente: Escuela de la Fe
La tibieza se considera la enfermedad más peligrosa de la vida espiritual. Por supuesto, esta enfermedad solamente se puede dar en personas que han buscado en algún momento, con sinceridad, el crecimiento y la santidad.
El Nuevo Testamento se pronuncia con claridad acerca de la mediocridad: "Conozco bien tus obras, que no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Mas por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca; porque estás diciendo: Yo soy rico y hacendado, y de nada tengo falta; y no conoces que eres un desdichado miserable, y pobre, y ciego, y desnudo.” (Apoc. 2, 15-17).
La tibieza se caracteriza por la aridez del espíritu frente a las cosas de Dios. En la dirección espiritual conviene saber distinguir entre este tipo de aridez y la sequedad permitida a veces por Dios: la llamada aridez pasiva, la noche de los sentidos; esos momentos previstos por Dios nuestro Señor, para ayudar a madurar a una persona. Al quitarle el sentimiento, le cuestan más las cosas de la vida espiritual. Se trata de una aridez totalmente distinta a la tratada en este apartado.
La tibieza es una aridez culpable, como quien estando en un cuarto donde hace mucho frío y teniendo un fuego en la chimenea, no se acerca a él. Siente el frío, pero no tiene el ánimo ni el coraje para acercarse al calentador.
Quien recibe más, habrá de dar cuenta de más. Esto se convierte en algo tremendo para tantas vidas que teniendo todo para ser buenas, han naufragado en la tibieza: "No mato, no robo, no hago nada malo; me comporto mejor que mucha gente, no dejo de ir a Misa los domingos". Bien, pero ¿y lo bueno que dejaste de hacer? ¿Los pecados de omisión?.
Veamos los síntomas y signos de la tibieza para no dejarlos crecer en nuestros dirigidos:
1) El desaliento.
La tibieza no se da de un día para otro; en forma paulatina se apodera de la voluntad hasta hacerla caer en un estado de terrible indiferencia. Ordinariamente antes de caer en la tibieza se cae en el desaliento.
El desaliento es el enemigo más terrible después del pecado mortal. Es señal clara de desaliento el consentir en la idea de que la santidad no está hecha para nosotros. Desisten de la lucha los cobardes y perezosos, los que se han buscado en los principios de su conversión creyendo que buscaban a Jesucristo. Estas almas cuando recuerdan su conversión, el entusiasmo con que trabajaban para corregir sus defectos, los primeros años de lucha para adquirir las virtudes y ven que no han realizado el programa trazado, creen estar derrotadas y encontrarse con las manos vacías... se auto-convencen de que no han nacido para santos.
2) La relajación de espíritu.
El espíritu se relaja y todo le da igual; antes le ilusionaban muchas cosas, y ahora ya no. Pierde valor todo cuanto se apreció anteriormente. La persona recibe una influencia continua de conductas inspiradas en modelos mundanos, ideas novedosas que invitan a tomar actitudes y comportamientos alejados del ideal cristiano. El joven y el adulto vanidosos y hambrientos de notoriedad, se convierten, especialmente, en presas fáciles de este letargo o conformismo, llevándolos, tarde o temprano, a la tibieza.
El conformismo se produce cuando, al margen de las exigencias de la propia identidad cristiana, el individuo se conforma con valores, actitudes y comportamientos del mundo y del medio ambiente. Entre las posibles clases de conformismo podemos distinguir el conformismo de las costumbres y el de las ideas.
Ante los valores espirituales, sobretodo ante un valor fundamental como la oración, se pierde el interés. Se convierte en algo aburrido, pesado, en una pérdida de tiempo. Se la pospone para dar prioridad a otras actividades presentadas como más atractivas.
3) La necesidad de satisfacciones inferiores.
Cuanto acostumbraba a hacer como cristiana o como religiosa, le aburre, le cansa. Siente un gran disgusto al hacer las cosas que anteriormente le llenaban de satisfacción: la oración, el apostolado, las buenas obras, el cumplimiento de los deberes del propio estado; de repente le empiezan a llamar mucho más la atención las amistades frívolas, la diversión, la televisión, la práctica exagerada de un determinado deporte.... Empieza a claudicar y cambia sus valores por otros menos valiosos.
4) Una visión práctica, utilitaria y activista de la vida.
Se pierde el sentido de la generosidad y se afronta la vida con una visión utilitaria y práctica: sólo vale lo que reporta ganancia, comodidad, placer o satisfacción.
A veces el activismo puede aparecer como un síntoma de tibieza espiritual; un activismo motivado mucho más por la vanidad, por el deseo de sobresalir, que por una verdadera pureza de intención.
Cuando la persona consagrada no vive por convicción interna si no por miedo a defraudar la imagen proyectada por otros en ella; cuando se hace los deberes ya sea dentro de la comunidad, o en el apostolado sólo por ganarse la estima de alguien, o para no ser menos que otro, o por la pura vanidad de hacer las cosas bien; cuando el valor y la convicción personal son deficientes y se quebranta fácilmente ante la presencia de los demás, la persona actúa por respeto humano, por el qué dirán.
El respeto humano es una guillotina de santos... Es tan sutil este vicio, que se mete en nuestras obras en cada momento, nos hace buscar el aplauso de los hombres, nos hace trabajar buscando la complacencia de nuestros directores o compañeros y a veces de una persona cualquiera que ni siquiera nos interesa... este respeto humano nos hace obrar por un «qué dirán», por una complacencia pasajera, arrebatando la verdadera santidad, que consiste en el amor auténtico a Jesucristo. Conocida la astucia envenenada y criminal de este vicio, ¡cómo sentimos su repugnancia y cómo debemos decidirnos a encaminar siempre en la sinceridad y en la rectitud nuestra vida ordinaria!... El respeto humano es además un asesino de la virtud. Cuántas obras buenas, cuántos ejemplos de virtud, cuántas acciones apostólicas se han dejado de hacer en el mundo por el maldito respeto humano. Este vicio roba la virtud, la traiciona, la asesina; si no se le combate con energía y valor conduce infaliblemente a la cobardía en la virtud.
5) El horror al sacrificio.
En las vidas tibias automáticamente queda fuera el espíritu de sacrificio. Cuanto implique sacrificio, renuncia, esfuerzo, lucha, queda descartado.
6) Se acepta el pecado venial deliberado.
El alma tibia acepta el pecado venial con toda tranquilidad; conoce su maldad, pero como no llega a ser pecado mortal, vive con una paz aparente, considerándose buen cristiana, buena religiosa, sin darse cuenta de la peligrosidad de tal conducta: el pecado venial deliberado puede ser para él, el detonante de pecados mortales graves.
De ahí (de la tibieza) nacen muchos pecados veniales deliberados, de los que apenas nos dolemos, porque poco a poco se van extinguiendo la luz del juicio y la delicadeza de la conciencia; vívese realmente en habitual disipación y se hacen muy a la ligera los exámenes de conciencia. Con eso va amortiguándose el horror al pecado mortal, van siendo más raras las gracias divinas, y aprovéchase menos de ellas el alma.
Ya comentamos cómo no se puede caer en la tibieza de un día para otro. La tibieza empieza con una cierta relajación. No se deja la oración en un solo instante, primero se empieza por acortar el tiempo dedicado a ella, luego, la atención al hacerla, la preparación, la pureza de intención, etc. En esto radica el problema principal de la tibieza: se vive con una tranquilidad aparente, no se hace nada para salir de ella. La tibieza se convierte así en un proceso en donde la conciencia se va apagando poco a poco hasta llegar al punto donde ya no reclama, donde todo lo justifica, donde ya sólo se ve la propia conveniencia.
a) Definición de la tibieza.
Se podría definir la tibieza como: "una carencia del fervor en el amor. Al comenzar se amaba, pero ese amor ha decaído. Algo similar sucede en algunos matrimonios. Al principio sienten un gran amor o por lo menos creen que es un gran amor; con el tiempo, ese fervor decae, haciendo reinar, en el interior de la vida de la pareja, la tibieza, y terminando ésta por apagar el amor.
La tibieza consiste, pues, en un relajamiento espiritual; frena las energías de la voluntad, inspira horror al esfuerzo y retarda pesadamente los movimientos del vivir cristiano. Se le ha clasificado como una forma de desidia espiritual, de pereza espiritual.
La tibieza no está en esas almas que, por sorpresa, cometen algunas faltas o imperfecciones y en seguida se humillan y reaccionan; esto es miseria humana. Sino más bien estriba en esos estados de indiferencia ante el bien. Tibios son los que pierden toda sensibilidad espiritual y adolecen de posibilidades para reaccionar contra el mal o la imperfección, viviendo en ella con la tranquilidad y gusto con que viven los peces en el agua.
¿Por qué nace la tibieza? Por la falta de constancia en el amor. Muchos autores han comparado la vida espiritual a un río con mucha corriente de agua. Si la persona desea cruzarlo, deberá nadar constantemente, aunque ello le implique esfuerzo y sacrificio. Si se deja de nadar, aunque sea un momento, habrá un retroceso; la corriente lo llevará hacia atrás, quién sabe hasta dónde. Así sucede en la vida espiritual; por la falta de constancia en el amor, en la lucha, en la oración, en el apostolado, se cae fácilmente en la tibieza espiritual.
A estas catástrofes interiores ¿se llega de improviso?. No. Son muy raros tales casos y en ellos quedan muchas reservas de renovación inmediata. No. Todo ha comenzado imperceptiblemente, sin darle casi importancia, por detalles mínimos, y así, poco a poco, se va llegando a estados que comprometen la misma salvación eterna. Almas que fueron llamadas por Dios a un grado de santidad, a una donación generosa; almas que en un principio se entregaron sin reservas, pero que abandonaron la lucha por la perfección y fueron cayendo, poco a poco, en estados de tibieza y de pecado, hasta formarse un hábito. Y las he visto acercarse a mí, trituradas internamente; y las he visto marcharse, arrastrando su vida de caída en caída, mientras yo me quedaba con el corazón agobiado, pidiendo a Dios nuestro Señor por ellas.
b) Remedios contra la tibieza.
Salir de un estado de tibieza resulta tremendamente difícil.
Este consejo puede ayudar: Hay que emprender el camino auténtico, ahora doblemente difícil, pues la conciencia no ha sido lacerada en vano: el camino de la conversión, de la superación, de la perfección. Habrá que desandar por donde se fue entibiando: el camino de las cosas pequeñas, sin esperar las grandes aparatosidades. Camino tremendo, si no fuese Cristo delante.
Dios
La tibieza no tiene otra solución que Dios mismo. Es decir, sólo la gracia de Dios nos hará salir de ella; Dios deberá iluminar la mente al dirigido hasta darse cuenta de cómo está. La esencia de la tibieza y su gravedad consiste en que el alma se encuentra cómoda consigo misma, no quiere cambiar. “Si todo va estupendamente, ¿Para qué arriesgarse a lo desconocido? ¿Para qué luchar?”.
Si el orientador ve al dirigido camino de la tibieza, deberá esforzarse por lograr del alma una oración pidiéndole a Dios salir de ella. ¿Cómo lograr esto si el orientado no entiende fundamentalmente qué es una persona tibia? El orientador debe orar, sacrificarse y motivar al dirigido pidiendo a Dios le abra la inteligencia para comprender que existen estados de vida espiritual más perfectos, más bellos, más hermosos. No podemos perder la esperanza en la misericordia de Dios.
Volver a amar como se amó.
Cuestionar al dirigido sobre cómo podrían ir mejor las cosas; ayudarle a redescubrir aquel amor de los inicios, por ejemplo, de su vida matrimonial, e irle proponiendo metas nuevas en su relación conyugal, en la vida apostólica, en la vida de oración, en la vida de entrega a los demás...
Propongamos pequeñas metas para lograr de ese amor, que no ha muerto, un nuevo comienzo, un volver a arder como una llama, incendiando a ese corazón nuevamente. Recordarle con la Sagrada Escritura: "Date cuenta, pues, de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a tu conducta primera." (Apoc 2,5).
Vida de oración y una vida ordenada según una escala de valores cristianos.
Al alma tibia se le recomienda una vida de oración y de sacramentos más asidua para lograr encontrarse realmente con Dios, y así Dios le pueda quitar esa venda que le impide ver con claridad.
Finalmente, las personas tibias necesitan llevar una vida más ordenada, priorizada según una escala de valores cristianos. Se debe volver a educar a esta alma haciéndole ver cómo en la vida hay muchas cosas, pero unas tienen más importancia respecto a otras; esta constatación exige una recuperación de los valores, alterados o cambiados por la tibieza. No tengamos temor a exigir algún tipo de sacrificio, porque uno de los síntomas de la mediocridad lo constituye el horror al sacrificio. Que sacrifique parte del descanso, distracciones, gustos, aunque sean legítimos, para fortalecer la voluntad.
El Nuevo Testamento se pronuncia con claridad acerca de la mediocridad: "Conozco bien tus obras, que no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Mas por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca; porque estás diciendo: Yo soy rico y hacendado, y de nada tengo falta; y no conoces que eres un desdichado miserable, y pobre, y ciego, y desnudo.” (Apoc. 2, 15-17).
La tibieza se caracteriza por la aridez del espíritu frente a las cosas de Dios. En la dirección espiritual conviene saber distinguir entre este tipo de aridez y la sequedad permitida a veces por Dios: la llamada aridez pasiva, la noche de los sentidos; esos momentos previstos por Dios nuestro Señor, para ayudar a madurar a una persona. Al quitarle el sentimiento, le cuestan más las cosas de la vida espiritual. Se trata de una aridez totalmente distinta a la tratada en este apartado.
La tibieza es una aridez culpable, como quien estando en un cuarto donde hace mucho frío y teniendo un fuego en la chimenea, no se acerca a él. Siente el frío, pero no tiene el ánimo ni el coraje para acercarse al calentador.
Quien recibe más, habrá de dar cuenta de más. Esto se convierte en algo tremendo para tantas vidas que teniendo todo para ser buenas, han naufragado en la tibieza: "No mato, no robo, no hago nada malo; me comporto mejor que mucha gente, no dejo de ir a Misa los domingos". Bien, pero ¿y lo bueno que dejaste de hacer? ¿Los pecados de omisión?.
Veamos los síntomas y signos de la tibieza para no dejarlos crecer en nuestros dirigidos:
1) El desaliento.
La tibieza no se da de un día para otro; en forma paulatina se apodera de la voluntad hasta hacerla caer en un estado de terrible indiferencia. Ordinariamente antes de caer en la tibieza se cae en el desaliento.
El desaliento es el enemigo más terrible después del pecado mortal. Es señal clara de desaliento el consentir en la idea de que la santidad no está hecha para nosotros. Desisten de la lucha los cobardes y perezosos, los que se han buscado en los principios de su conversión creyendo que buscaban a Jesucristo. Estas almas cuando recuerdan su conversión, el entusiasmo con que trabajaban para corregir sus defectos, los primeros años de lucha para adquirir las virtudes y ven que no han realizado el programa trazado, creen estar derrotadas y encontrarse con las manos vacías... se auto-convencen de que no han nacido para santos.
2) La relajación de espíritu.
El espíritu se relaja y todo le da igual; antes le ilusionaban muchas cosas, y ahora ya no. Pierde valor todo cuanto se apreció anteriormente. La persona recibe una influencia continua de conductas inspiradas en modelos mundanos, ideas novedosas que invitan a tomar actitudes y comportamientos alejados del ideal cristiano. El joven y el adulto vanidosos y hambrientos de notoriedad, se convierten, especialmente, en presas fáciles de este letargo o conformismo, llevándolos, tarde o temprano, a la tibieza.
El conformismo se produce cuando, al margen de las exigencias de la propia identidad cristiana, el individuo se conforma con valores, actitudes y comportamientos del mundo y del medio ambiente. Entre las posibles clases de conformismo podemos distinguir el conformismo de las costumbres y el de las ideas.
Ante los valores espirituales, sobretodo ante un valor fundamental como la oración, se pierde el interés. Se convierte en algo aburrido, pesado, en una pérdida de tiempo. Se la pospone para dar prioridad a otras actividades presentadas como más atractivas.
3) La necesidad de satisfacciones inferiores.
Cuanto acostumbraba a hacer como cristiana o como religiosa, le aburre, le cansa. Siente un gran disgusto al hacer las cosas que anteriormente le llenaban de satisfacción: la oración, el apostolado, las buenas obras, el cumplimiento de los deberes del propio estado; de repente le empiezan a llamar mucho más la atención las amistades frívolas, la diversión, la televisión, la práctica exagerada de un determinado deporte.... Empieza a claudicar y cambia sus valores por otros menos valiosos.
4) Una visión práctica, utilitaria y activista de la vida.
Se pierde el sentido de la generosidad y se afronta la vida con una visión utilitaria y práctica: sólo vale lo que reporta ganancia, comodidad, placer o satisfacción.
A veces el activismo puede aparecer como un síntoma de tibieza espiritual; un activismo motivado mucho más por la vanidad, por el deseo de sobresalir, que por una verdadera pureza de intención.
Cuando la persona consagrada no vive por convicción interna si no por miedo a defraudar la imagen proyectada por otros en ella; cuando se hace los deberes ya sea dentro de la comunidad, o en el apostolado sólo por ganarse la estima de alguien, o para no ser menos que otro, o por la pura vanidad de hacer las cosas bien; cuando el valor y la convicción personal son deficientes y se quebranta fácilmente ante la presencia de los demás, la persona actúa por respeto humano, por el qué dirán.
El respeto humano es una guillotina de santos... Es tan sutil este vicio, que se mete en nuestras obras en cada momento, nos hace buscar el aplauso de los hombres, nos hace trabajar buscando la complacencia de nuestros directores o compañeros y a veces de una persona cualquiera que ni siquiera nos interesa... este respeto humano nos hace obrar por un «qué dirán», por una complacencia pasajera, arrebatando la verdadera santidad, que consiste en el amor auténtico a Jesucristo. Conocida la astucia envenenada y criminal de este vicio, ¡cómo sentimos su repugnancia y cómo debemos decidirnos a encaminar siempre en la sinceridad y en la rectitud nuestra vida ordinaria!... El respeto humano es además un asesino de la virtud. Cuántas obras buenas, cuántos ejemplos de virtud, cuántas acciones apostólicas se han dejado de hacer en el mundo por el maldito respeto humano. Este vicio roba la virtud, la traiciona, la asesina; si no se le combate con energía y valor conduce infaliblemente a la cobardía en la virtud.
5) El horror al sacrificio.
En las vidas tibias automáticamente queda fuera el espíritu de sacrificio. Cuanto implique sacrificio, renuncia, esfuerzo, lucha, queda descartado.
6) Se acepta el pecado venial deliberado.
El alma tibia acepta el pecado venial con toda tranquilidad; conoce su maldad, pero como no llega a ser pecado mortal, vive con una paz aparente, considerándose buen cristiana, buena religiosa, sin darse cuenta de la peligrosidad de tal conducta: el pecado venial deliberado puede ser para él, el detonante de pecados mortales graves.
De ahí (de la tibieza) nacen muchos pecados veniales deliberados, de los que apenas nos dolemos, porque poco a poco se van extinguiendo la luz del juicio y la delicadeza de la conciencia; vívese realmente en habitual disipación y se hacen muy a la ligera los exámenes de conciencia. Con eso va amortiguándose el horror al pecado mortal, van siendo más raras las gracias divinas, y aprovéchase menos de ellas el alma.
Ya comentamos cómo no se puede caer en la tibieza de un día para otro. La tibieza empieza con una cierta relajación. No se deja la oración en un solo instante, primero se empieza por acortar el tiempo dedicado a ella, luego, la atención al hacerla, la preparación, la pureza de intención, etc. En esto radica el problema principal de la tibieza: se vive con una tranquilidad aparente, no se hace nada para salir de ella. La tibieza se convierte así en un proceso en donde la conciencia se va apagando poco a poco hasta llegar al punto donde ya no reclama, donde todo lo justifica, donde ya sólo se ve la propia conveniencia.
a) Definición de la tibieza.
Se podría definir la tibieza como: "una carencia del fervor en el amor. Al comenzar se amaba, pero ese amor ha decaído. Algo similar sucede en algunos matrimonios. Al principio sienten un gran amor o por lo menos creen que es un gran amor; con el tiempo, ese fervor decae, haciendo reinar, en el interior de la vida de la pareja, la tibieza, y terminando ésta por apagar el amor.
La tibieza consiste, pues, en un relajamiento espiritual; frena las energías de la voluntad, inspira horror al esfuerzo y retarda pesadamente los movimientos del vivir cristiano. Se le ha clasificado como una forma de desidia espiritual, de pereza espiritual.
La tibieza no está en esas almas que, por sorpresa, cometen algunas faltas o imperfecciones y en seguida se humillan y reaccionan; esto es miseria humana. Sino más bien estriba en esos estados de indiferencia ante el bien. Tibios son los que pierden toda sensibilidad espiritual y adolecen de posibilidades para reaccionar contra el mal o la imperfección, viviendo en ella con la tranquilidad y gusto con que viven los peces en el agua.
¿Por qué nace la tibieza? Por la falta de constancia en el amor. Muchos autores han comparado la vida espiritual a un río con mucha corriente de agua. Si la persona desea cruzarlo, deberá nadar constantemente, aunque ello le implique esfuerzo y sacrificio. Si se deja de nadar, aunque sea un momento, habrá un retroceso; la corriente lo llevará hacia atrás, quién sabe hasta dónde. Así sucede en la vida espiritual; por la falta de constancia en el amor, en la lucha, en la oración, en el apostolado, se cae fácilmente en la tibieza espiritual.
A estas catástrofes interiores ¿se llega de improviso?. No. Son muy raros tales casos y en ellos quedan muchas reservas de renovación inmediata. No. Todo ha comenzado imperceptiblemente, sin darle casi importancia, por detalles mínimos, y así, poco a poco, se va llegando a estados que comprometen la misma salvación eterna. Almas que fueron llamadas por Dios a un grado de santidad, a una donación generosa; almas que en un principio se entregaron sin reservas, pero que abandonaron la lucha por la perfección y fueron cayendo, poco a poco, en estados de tibieza y de pecado, hasta formarse un hábito. Y las he visto acercarse a mí, trituradas internamente; y las he visto marcharse, arrastrando su vida de caída en caída, mientras yo me quedaba con el corazón agobiado, pidiendo a Dios nuestro Señor por ellas.
b) Remedios contra la tibieza.
Salir de un estado de tibieza resulta tremendamente difícil.
Este consejo puede ayudar: Hay que emprender el camino auténtico, ahora doblemente difícil, pues la conciencia no ha sido lacerada en vano: el camino de la conversión, de la superación, de la perfección. Habrá que desandar por donde se fue entibiando: el camino de las cosas pequeñas, sin esperar las grandes aparatosidades. Camino tremendo, si no fuese Cristo delante.
Dios
La tibieza no tiene otra solución que Dios mismo. Es decir, sólo la gracia de Dios nos hará salir de ella; Dios deberá iluminar la mente al dirigido hasta darse cuenta de cómo está. La esencia de la tibieza y su gravedad consiste en que el alma se encuentra cómoda consigo misma, no quiere cambiar. “Si todo va estupendamente, ¿Para qué arriesgarse a lo desconocido? ¿Para qué luchar?”.
Si el orientador ve al dirigido camino de la tibieza, deberá esforzarse por lograr del alma una oración pidiéndole a Dios salir de ella. ¿Cómo lograr esto si el orientado no entiende fundamentalmente qué es una persona tibia? El orientador debe orar, sacrificarse y motivar al dirigido pidiendo a Dios le abra la inteligencia para comprender que existen estados de vida espiritual más perfectos, más bellos, más hermosos. No podemos perder la esperanza en la misericordia de Dios.
Volver a amar como se amó.
Cuestionar al dirigido sobre cómo podrían ir mejor las cosas; ayudarle a redescubrir aquel amor de los inicios, por ejemplo, de su vida matrimonial, e irle proponiendo metas nuevas en su relación conyugal, en la vida apostólica, en la vida de oración, en la vida de entrega a los demás...
Propongamos pequeñas metas para lograr de ese amor, que no ha muerto, un nuevo comienzo, un volver a arder como una llama, incendiando a ese corazón nuevamente. Recordarle con la Sagrada Escritura: "Date cuenta, pues, de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a tu conducta primera." (Apoc 2,5).
Vida de oración y una vida ordenada según una escala de valores cristianos.
Al alma tibia se le recomienda una vida de oración y de sacramentos más asidua para lograr encontrarse realmente con Dios, y así Dios le pueda quitar esa venda que le impide ver con claridad.
Finalmente, las personas tibias necesitan llevar una vida más ordenada, priorizada según una escala de valores cristianos. Se debe volver a educar a esta alma haciéndole ver cómo en la vida hay muchas cosas, pero unas tienen más importancia respecto a otras; esta constatación exige una recuperación de los valores, alterados o cambiados por la tibieza. No tengamos temor a exigir algún tipo de sacrificio, porque uno de los síntomas de la mediocridad lo constituye el horror al sacrificio. Que sacrifique parte del descanso, distracciones, gustos, aunque sean legítimos, para fortalecer la voluntad.
Cristianos durmientes
Por: José Manuel Domínguez Prieto | Fuente:
Almudi.org
Antaño se enseñaba que los miembros de la Iglesia católica formaban tres grandes grupos: el militante, que «peregrina» en la Tierra trabajando por el Reino; el purgante, formado por aquellos que, tras su muerte, están purificándose para poder entrar en la Vida Eterna, y el triunfante, formado por aquellos bienaventurados que ya están en la presencia del Padre.
Pues bien, hoy podríamos añadir otra categoría más: la Iglesia de los cristianos durmientes.
Pertenecen a este grupo los que bautizan a sus hijos por la Iglesia y gustan de convocar a un montón de sacerdotes para celebrar el funeral del padre o de la madre (pues hasta esto cuantifican y toman como criterio de distinción y clase), pero pasan el resto de su vida ignorando a esa Iglesia a la que dicen pertenecer. Espiritualistas el domingo de doce a doce y media y materialistas el resto de la semana, viven con desgana todo lo que suene a religioso.
Intercambian ritos por seguridad, buscadores de precauciones, de prudencias, de virtudes adornadas de adormidera. Falsos creyentes a los que su tibieza les llevó a considerar virtuoso lo que no es sino la dimisión de sí mismos. Y así terminan por llamar mansedumbre a la debilidad de carácter, humildad a su impotencia, resignación a su cobardía. Y son los que, al final, terminan por protestar y enfadarse cuando Dios no se pliega a su voluntad: Hágase mi voluntad, así en el cielo como en mis tierras.
Se acuerdan de la Iglesia-institución sólo para criticarla. Y en esto andan bien despiertos en no dejar títere con cabeza. Son especialistas en criticar al Papa: si viaja, porque viaja; si no, porque no viaja. Si es viejo, porque es viejo. Y si es viejo y viaja, aún peor. Y critican al obispo, y al cura de la parroquia y a este y aquel movimiento. Sólo ellos, más allá del bien y del mal, parecen estar en la verdad sobre lo que la Iglesia debiera ser. Pero a la vez que critican, no mueven un dedo por hacer las cosas bien. Ni por hacerlas mal. Y a quien hace, se le asaetea, se le somete a todo tipo de críticas, enmiendas, correctivos y sermones. Ni hacen ni dejan hacer. No quieren compromisos pero no soportan el compromiso de otros. Y desde su mirador, critican, se quejan, exigen y pontifican ex cathedra.
Despiertan sólo para asistir, tediosamente, a alguna procesión, al rito de alguna boda, o para «hacerle la primera comunión» al niño (lo cual cada vez consiste más en la copiosa comida postsacramental que en el mismo sacramento, no faltando nunca quien aconseje al cura que «termine rapidito» que les esperan en el restaurante).
Asisten "religiosamente" a ver el partido de fútbol del sábado y el domingo, pero a la Eucaristía asistirán si apetece y se ponen bien las cosas. Amodorrados el sábado y el domingo y estresados durante la semana, pondrán siempre todo tipo de excusas para asistir a alguna reunión formativa. Pero siempre tendrán tiempo para un viajecito de fin de semana, para ir de rebajas o para echar alguna horita extra en la empresa. El euro es el euro.
Rechazan toda opinión que venga de la «jerarquía católica», como "imposición intolerable", pero se abrirán de par en par, acrítica y atolondradamente, a cualquier opinión ajena, dicha por cualquier persona en cualquier lugar, especialmente a aquellas que atacan a su propia Iglesia, sin hacer el mínimo esfuerzo de cotejar en las fuentes la verdad de lo que se dice. Siempre atentos al cotilleo acerca de los desmanes del cura de tal o cual pueblo, nunca tendrán ojos ni oídos para reconocer el trabajo intenso y fecundo hecho por católicos militantes.
Cristianos tibios, desencantados, tristes, porque ya no creen en nada, no conocen la alegría de la Salvación, porque ya nada quieren saber de salvación ni de "kerigmas".
Esta iglesia durmiente perdió su primer impulso, su entusiasmo, su vigor. No es ni fría ni caliente. Ya no sabe quién es ni se acuerda de lo que recibió. Es una iglesia de corazones cobardes y manos débiles. Ni milita, ni hace penitencia, ni goza.
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