Manuel Ballester - publicado el 29/04/21
El prisionero de Zenda tuvo un éxito enorme. Ha conocido diversas adaptaciones cinematográficas. Se trata de un relato ágil, ingenioso, con abundantes guiños al lector inteligente.
Anthony Hope (1863-1933) es un escritor británico autor de 32 novelas de aventuras. Destaca El prisionero de Zenda (1894) cuya acción se desarrolla en el ficticio país de Ruritania donde transcurren también las otras dos partes de la trilogía ruritana: la precuela (El corazón de la princesa Osra, 1896) y la secuela (Rupert de Hentzau, 1898).
El protagonista es «Rodolfo Raséndil, caballero inglés, segundón de buena casa y, en fin, hombre sin gran fortuna, posición ni rango». Sin aspiraciones ni necesidad de hacer gran cosa salvo disfrutar de las rentas.
Eso desespera a su cuñada que le insta a hacer algo de provecho. Puede apreciarse el tono de la obra en la respuesta: «¿de dónde sacas tú que yo debería hacer algo, sea de provecho o no? Mi posición es confortable. Tengo una renta casi suficiente para mis gastos (porque sabido es que nadie considera la renta propia del todo suficiente); gozo de una posición social envidiable […] ¿No te parece bastante?».
El temple del personaje se verá puesto a prueba por las circunstancias extraordinarias en que le sitúa su viaje a Ruritania. En cierto sentido, el contexto le obliga a reaccionar ya que le otorga unas posibilidades inéditas: «La situación me recuerda la escena dominante de una de nuestras modernas comedias inglesas, en la que dos personajes se amenazan mutuamente con sus revólveres […] Situación llena de interés».
La obra nos regala una incesante serie de intrigas palaciegas; rivalidades antiguas, amistades recientes; secuestros y suplantaciones; amoríos y amores, lealtad y honor que son puestos a prueba «cuando la pasión ciega y domina al hombre por completo»; citas nocturnas; bribones y personas honestas que cumplen su palabra; palacios y castillos, jardines y calabozos… consiguiendo que el lector pueda disfrutar relajadamente siguiendo una red de enredos sin complicaciones… si eso fuese posible.
Porque hay amoríos y amores, como hemos dicho. Y cabe asumir el amor romántico sin más o cuestionar también este tópico. Entonces el asunto es otro: será, más bien, si el beso y el amor pueden ser también fingimiento o fue verdad y, por tanto, eterno.
«¡Pero hay algo más que amor! […] Si el amor lo fuese todo, yo podría seguirte hasta el fin del mundo, aunque tuviese que vestirme con harapos, porque mi corazón te pertenece. Pero ¿no existe algo más importante que el amor?». Podría ser. «Se habla y se escribe como si el amor lo fuese todo. Quizá lo sea para algunos». Pero si lo fuera también para Roberto y para la princesa, entonces la historia habría sido otra. No necesariamente más digna, que «no siempre el cielo hace reyes a quienes deberían llevar la corona».
El amor es esencial y exige a Roberto que, si es amor, viva «como debe vivir el hombre a quien ella ama». El amor, como todo lo esencial y celestial, tiene sus exigencias para ser real y vivir entre los hombres. Es complicado, claro. Puede enfocarse mal y malograr la vida porque «el diablo se mezcla en muchas cosas y las echa a perder».
Nada es tan agradable, sin embargo, como haber estado al borde del abismo y haber vencido. Algo de esto debe ser «el sueño de los sueños» al que nos encamina Roberto al final de la obra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario