Expresionismo Abstracto
Como en ningún otro país occidental durante el siglo XX, en los Estados Unidos durante los años cincuenta y sesenta, habría sido el resultado de un enfrentamiento entre dos poderosas tendencias. Una manifestación, como muchas otras, de la bipolaridad de su política exterior, que los ha llevado del aislacionismo más cerrado al internacionalismo más obtuso. El realismo de sus artistas, tal vez el estilo en el que mejor han conseguido expresarse, ha sido limitado por los recurrentes abstraccionismos que se manifestaron a lo largo del siglo. Las primeras de estas incursiones en la variada sintaxis de un arte no representativo se produjeron hacia 1911-12. Por supuesto, en Nueva York y estimuladas por Alfred Stieglitz, el mismo ingenio que había promovido el surgimiento de la moderna fotografía en ese país. La historia del arte abstracto norteamericano ha estado marcada por inesperadas circunstancias e insospechadas decisiones. Ni la política ni el mercado han sido inocentes. Es un acuerdo de historiadores y críticos considerar a Arthur Dove como el primer artista que en sus obras se divorció radicalmente de cualquier referencia exterior. En ese momento, a mediados de 1912, una buena parte de los mejores talentos insurgentes estaban convencidos de la necesidad de una nueva sintaxis que expresara la nueva sensibilidad de las grandes ciudades. Gigantescas urbes, como San Francisco, Nueva York o Chicago, que no eran el resultado de un crecimiento gradual, sino que se desarrollaron en un tiempo sorprendentemente corto. La velocidad, el movimiento, la electricidad, los grandes ingredientes del paisaje futurista se desbordaban en las nuevas urbes, la tierra prometida para decenas de millones de inmigrantes. Dove se va a integrar a un mercado que se había sensibilizado al cambio y la novedad. Pero, como se sabe, desde comienzos del siglo veinte, el artista es apenas el productor, cuya mercancía sin el intermediario, el marchand o galerista, no llegaría a manos del consumidor. Y Dove contaba no solo con el primer marchand del arte norteamericano, sino con el mejor. El ya mencionado Alfred Stieglitz, propietario de la primera galería profesional, la 291, de los Estados Unidos.
La deriva abstraccionista había sido estimulada de manera previsible por un Stieglitz que había ya explorado las posibilidades de una fotografía abstracta. En los espacios de su galería, punto de encuentro inevitable para los protagonistas de la vanguardia neoyorkina, se habían exhibido artistas radicales de la vanguardia europea como Matisse, Brancusi o Picabia. A pesar de su popularidad entre críticos y estudiosos, el arte abstracto siempre ha sido una expresión elitesca, alejada de las grandes audiencias, siempre fieles a la figuración. Y, después del desastre financiero de 1929, con los millones de desempleados y las infinitas aglomeraciones de hambrientos, un estilo como el abstraccionismo parecía un exceso. Eran buenos tiempos para el realismo en todo el mundo. En Alemania, es el triunfo de la Nueva Objetividad, mientras que, en los Estados Unidos, bajo la protección oficial del Gobierno, se estimulaba un realismo muralista (Rivera, Siqueiros y Orozco trabajaron en los Estados Unidos). La administración de Roosevelt, a través del Federal Art Project, ofreció trabajo a los miles de artistas desempleados. La única condición era la de abandonar cualquier proyecto abstraccionista, y decorar los edificios públicos con escenas referidas a la vida de los estadounidenses. Por primera vez en los Estados Unidos la administración influía en la producción de un estilo que difundiera las bondades de una ideología. La víctima esta vez fue el abstraccionismo. A lo largo de la década negra de los años treinta, el arte abstracto, y no solo en Estados Unidos, conoce momentos crepusculares después del meridiano de la década anterior. Uno de los mejores talentos de su tiempo, tan talentosa como desconocida, la rusa-norteamericana Esphyr Slobodkina, fundadora de la efímera AAA (American Abstract Artists), se quejaba amargamente de lo que consideraba la injusta crítica de ser considerados “demasiado europeos”. Un desengaño tan injusto como absurdo. “Cuando finalmente, en 1936, el MoMA ofreció a su público una exposición de arte cubista y abstracto, solo se incluyeron artistas europeos”, escribió. Los muralistas mexicanos que habían llegado a los Estados Unidos a difundir las virtudes de aquel estilo épico y justiciero no fueron los únicos visitantes, sin embargo. Como refugiados, huyendo de los horrores de la guerra y el racismo, se encontraban en Nueva York algunos de los mejores exponentes del abstraccionismo europeo. Artistas como Ernst, Matta, Lam y Masson fueron acogidos e imitados por una nueva generación de artistas que, si en un principio militaron en las filas del Proyecto Federal de Roosevelt, estaban convencidos de que el futuro del arte era la abstracción. Así, en plena guerra y con la participación de algunos jóvenes refugiados como Gorky o Hofmann, coincidieron en los espacios de la filo-abstracta Manhattan, un grupo de talentos que sería los protagonistas de la victoria, que se creyó final, del arte abstracto: David Smith, Barnett Newman, Arshile Gorky, De Kooning, Hans Hoffman, Rothko, Krasner, Frankenthaler, Baziotes, Louise Bourgeois, Kline, Motherwell, Still, Reindhardt, Louis. Con el fin de la guerra comenzó una nueva guerra. Esta vez una guerra fría pero de estragos psicológicos no menos graves. La paranoia era normal y los delirios persecutorios eran estimulados por el Gobierno y la industria del cine. El enemigo nuevo no era menos temible que el viejo. Los políticos de Washington habían entendido, con las experiencias de los muralistas mexicanos y algunos de sus compatriotas, que el arte era algo demasiado sensible como para dejarlo en mano de los artistas. A comienzos de los años cincuenta, los ideólogos de la triunfante, pero amenazada, democracia sintieron la necesidad de intervenir en la formación de nuevos lenguajes plásticos. La intervención no sería tan obvia como dos décadas antes. Al fin y al cabo, la libertad de expresión es uno de los atributos del sistema. Su negación es lo que ofrecen ideologías como la comunista, tan detestada y temida. Aunque dolorosa, una ruptura con la gran tradición realista norteamericana se imponía. Desde mediados de los cuarenta, los mejores talentos de la nueva generación, muchos de los cuales habían colaborado en el FAP (Rothko, Reindhardt, Rothko, De Kooning, Gorky, Guston, Krasner, Gottlieb), habían terminado seducidos por la sintaxis abstracta de los refugiados europeos. A finales de la década, una imagen fotográfica los muestra, confiados en la decisión adoptada. Había llegado la hora de superar todos los nacionalismos e incorporarse a la aventura de la vanguardia. Esta vez, para los políticos de Washington, los mismos que habían frustrado el desarrollo del arte abstracto dos décadas antes eran ahora los primeros interesados en estimular su consolidación. Ya no era posible, como en tiempos de la Depresión, pedir a los artistas que contribuyeran con el esfuerzo de reconstrucción. La sensibilidad había cambiado y la conciencia del artista se orientaba hacia el compromiso irreductible con la libertad individual. Los políticos e ideólogos llegaron a la mejor conclusión. Si no podemos sumar a los artistas a la causa antizquierdista, por lo menos que no se pongan del lado del enemigo soviético. Si no están con nosotros, que tampoco estén a favor de los otros. Una salida que el abstraccionismo garantizaba ampliamente. Es casi natural una figuración con intenciones políticas, tanto como improbable un abstraccionismo comprometido. El trabajo de penetración de la CIA, aunque cueste actualmente reconocerlo, fue poco menos que impecable. Artistas de izquierda, como Pollock, Motherwell, en principio participarían en la empresa confiados en sus buenas intenciones. Las primeras revelaciones de las maniobras de la CIA fueron publicadas en Artforum en 1974. En efecto, en un artículo titulado “Expresionismo abstracto, arma de la guerra fría”, Eva Cockfrot escribió: “Las relaciones entre la política cultural de la guerra fría y el éxito del expresionismo abstracto no es algo casual… Fueron conscientemente creadas en aquella época, por parte de algunas de las figuras más influyentes que controlaban las políticas de los museos y que abogaban por una táctica ilustrada en la guerra fría, para seducir a los intelectuales europeos… En términos de propagación cultural, los objetivos del aparato cultural de la CIA y los programas internacionales del MoMA eran similares y, de hecho, se apoyaban mutuamente”. El artículo de la Cockfrot aparece citado por Frances Stonor Saunders en La CIA y la guerra fría cultural, publicado originalmente por Granta en 2001 y uno de los primeros en ocuparse del tema.
Pop
La victoria “definitiva” del abstraccionismo al final no fue tan definitiva, y el fin de la historia del arte no pasó de ser una etapa, sin la permanencia de mega-períodos como el barroco o el romanticismo. A finales de los años cincuenta del XX, críticos tan avisados como Gillo Dorfles, habían celebrado el arte abstracto como la etapa final de una evolución darwiniana que había comenzado con los pintores rupestres. En Nueva York, la Roma del arte no representativo comenzaba a insinuar signos de cansancio, de saturación, de desfasaje. Una nueva sociedad había venido a desplazar el período de transición de la inmediata postguerra. Nuevas necesidades, y con ellas “nuevos ritos y nuevos mitos” eran impuestos por una industria publicitaria cuya eficiencia e influencias adquirían rasgos casi metafísicos. Sus campañas eran irrefutables y rodeadas de un aura de divinidad. La robustecida y hegemónica economía estadounidense, en una oferta sin tregua, presentaba nuevos productos fomentando el consumo como cultura y religión. Más que el afecto y el respeto mutuo, lo que garantizaba la armonía familiar, y acaso el más allá, era la adquisición de nuevos artículos de indudable utilidad, pero asimilados como fetiches no desprovistos de atributos metafísicos. Lavadoras, aspiradoras, pulidoras, tostadoras, licuadoras, radios y, más tarde, televisores. Detroit se encargaba de proporcionar el transporte y lo que era bueno para General Motors era bueno para los Estados Unidos. La vida ya no era tan trágica como la que le tocó vivir a la generación anterior. El desgarramiento existencial era matizado por el consumo y la gratificación inmediata. El presidente Eisenhower no solo no era tan profundo como Roosevelt, es que ni siquiera era plano. La superficialidad era el signo de los tiempos. El aburrimiento de los domingos en la mañana, que canta Wallace Stevens, incluía la visita a la iglesia y el campo de golf en la tarde. La guerra de Corea era sangrienta, como todas, pero la prensa no se ocupaba de ella como lo había hecho con la Segunda Guerra, y su frente se mantenía muy distante, en un país no menos lejano que China. La caminata en los parques se cambió por el paseo semanal en los limpios e iluminados supermercados. Y la cocina tradicional fue desplazada por las atractivas ofertas de alimentos enlatados, intraficables y asquerosos, pero garantizados por la omnipresente publicidad. Si no gustaba, era cuestión de acostumbrar el paladar a los gustos nuevos. Una sensibilidad tan hueca, como la de los “tranquilizados ‘50”, necesitaba una expresión más “democrática” y accesible. Esta sociedad no se encontraba expresada en las gigantescas y dramáticas telas de Motherwell o en la violencia de los personajes de De Kooning. Nada les decía el vertiginoso abismo de Rothko ni la furia suicida de Pollock. El crecimiento de la cultura suburbana no implicaba un crecimiento paralelo de la infraestructura de museos, galerías o salas de concierto. No les hacía falta. Al fin y al cabo, el abstraccionismo es la consumación del elitismo del arte del siglo XX. Una pintura hermética desprovista de interés para esta generación post postguerra. Su falta de humor, su seriedad de golpe de ataúd en tierra, no cabía en las paredes de aquellos suburbios dedicados al disfrute mecanizado de la American Way of Life. Una vuelta al realismo se imponía, pero un realismo nuevo, casi cómico, sin la gravedad de Hopper. Un arte directo que ilustrara los espacios suburbanos sin complicaciones existenciales. Y eso fue lo que ofreció un mercado que sería tan interesado como el que impuso al abstraccionismo. Un realismo en apariencia despolitizado y al alcance de todos. El victorioso abstraccionismo, a la vuelta de una década, sería desplazado por lo que los críticos llamaron Pop-art, ese realismo que prefiguró al postmoderno, y que de “popular” solo tenía la imaginería porque, como ocurrió con la pintura abstracta, también el arte pop terminaría siendo un arte elitista. No es fácil convencer al suburbio de que la pintura de una lata de sopa Campbell o una botella de Coca-Cola es arte por el cual hay que pagar cantidades no deleznables. El arte Pop “estaba hecho para el mismo y exclusivo público del arte abstracto”, como escribió Barbara Rose. No se trató de una expresión de la vieja dicotomía “low art” versus “high art”. La civilización del consumo produjo un nuevo arte, un nuevo realismo, pero, por desgracia, su consumo no llegó al suburbio que siguió huérfano y cada vez más excluido de la sintaxis de la cultura urbana. El nuevo triunfo, el del Pop-art, que esta vez nadie consideró definitivo, fue el resultado de la inteligente negación de los grandes atributos del abstraccionismo, especialmente su dramatismo y la proverbial falta de humor. Los abstractos no fueron capaces de asimilar el sentimiento lúdico de futuristas como Carra o “expresionistas” como Klee. El arte para los abstractos de todas partes, franceses como Soupault o la portuguesa Da Silva o el alemán Hartung o el chino Zao Wu Ki, era una empresa fundamentalmente seria, su esencia era la distancia que imponía ante la banalidad cotidiana, la superficialidad y la falta de compromiso existencial. Todo lo que más tarde iba a representar el pop en los caballetes de Hamilton, Paolozzi, Rauschenberg, Johns, Oldenburg o Warhol. Los primeros en darse cuenta del agotamiento del abstraccionismo fueron los ideólogos de la CIA, ahora al servicio de la política de Nueva frontera de la administración Kennedy. Una nueva vanguardia comenzaba a ser protagonizada por artistas como Robert Rauschenberg y el grupo de profesores de la Universidad de Back Mountain en Carolina del Norte. Bajo la dirección, primero del Bauhaus Josef Albers y luego del poeta Charles Olson, Black Mountain cuestionaba la escritura abstraccionista y proponía una pintura donde lo banal y cotidiano tuviera cabida. Empobreciendo el soporte con elementos cotidianos y usando técnicas como la serigrafía, Rauschenberg incorporaba el humor como instrumento de cuestionamiento y apertura. Bastaba ya de tanta solemnidad, había llegado el momento de explorar como asunto la nueva realidad objetual de la sociedad opulenta y consumista. A su manera, harían lo mismo otros miembros de la generación del post postguerra, Lichtenstein, Johns, Oldenburg, Warhol. Esta vez, la intervención de la política ya no sería escondida detrás de la fachada de instituciones como el MoMA. Ahora, en los Estados Unidos triunfales de John Kennedy, la injerencia de la política oficial sería notoria y notable. De nuevo, el Departamento de Estado, esta vez con el apoyo de tirios y troyanos, de representantes de la derecha, como Daniel Bell, y de la izquierda, como Susan Sontag, determinaban la evolución del arte norteamericano, desde las oficinas del Departamento de Estado en Washington. El nuevo estilo escogido fue el Pop-art, crítico pero sin compromisos políticos, por lo menos al comienzo. Era necesario un lanzamiento mundial y nada mejor que la Bienal de Venecia. Y así, con el apoyo de importante galerías de Nueva York, el Departamento de Estado privilegió la participación de los nuevos artistas, para los cuales se adaptó la sede del que había sido consulado de los Estados Unidos, y se presionó fuertemente al jurado para que el premio recayera en uno de ellos. El escogido, y fue la mejor escogencia, fue Robert Rauschenberg, León de Oro de la Bienal 1964. Con Rauschenberg se premiaba lo que me gusta llamar la “generación Kennedy”. Una serie de artistas que no habían padecido lo que padecieron sus padres, la guerra y la postguerra. No conocieron la muerte, ni de cerca en las trincheras, ni de lejos, pero sometidos al desconcierto de una existencia que había perdido el horizonte ante la apariencia desdibujada de una realidad absurda. Ahora, con Kennedy y su irresistible carisma, había llegado el momento de superar el desencanto y falta humor que expresaban los abstractos. El mundo volvía a brillar bajo la bandera de franjas y estrellas. La CIA, como dije, no tenía que trabajar mucho para manipular a un grupo de artistas desprovisto de inquietudes sociales y aparentes complicaciones intelectuales. La ideología era la más clara. El capitalismo es el mejor sistema posible. Y el arte debe estar a su servicio. Jasper Johns, con su enorme talento, se encargaría de glorificar la bandera de las cincuenta estrellas y Warhol definiría la iconografía de los nuevos héroes y heroínas, Elvis, Liz Taylor, Marylin. Y todo el mundo, porque, para cada hombre en la tierra, la gloria tiene reservados quince minutos. La gloria, en el imaginario de Warhol, era un producto de consumo masivo, como la Coca-Cola o la sopa Campbells. Una gloria democrática, en suma. Como democrático tenía que ser el arte. Algo supuestamente al alcance del público con las nuevas tecnologías de reproducción masiva como la Polaroid o el perfeccionamiento de viejas, como la cámara réflex Nikon. La reproducción en serie estaba garantizada con la ingeniosa manipulación de serigrafías y otros medios de impresión
Alemania
En Europa, la política cultural de Washington parece haber limitado su influencia a la Alemania dividida de la postguerra. Sin un museo como el MoMA, al servicio de la difusión de una ideología, los alemanes adaptaron la idea de una feria internacional del arte, como la de Venecia que sirviera a los intereses de la CIA. Y de este modo, con el apoyo del presidente de la Alemania Federal, Thedor Heuss, quien había descubierto las posibilidades, como afirmó una vez, de “hacer política con la cultura”, se abrió, en 1955, la Primera “Documenta” en la apartada ciudad de Kassel. Los objetivos de esta primera edición no eran ambiguos. En primer lugar, distanciarse de la chocante posición de los nazis ante el arte moderno, al cual consideraron un ejercicio “degenerado”. Y en segundo, enfrentar las limitaciones estéticas del realismo socialista. Limitaciones que se asociaban a las capacidades de este estilo para difundir contenidos sociales. Como se sabe, no es fácil ser un artista comprometido pintando obras abstractas. En resumen, la primera Documenta no pasó de ser una más de las numerosas genuflexiones de la política alemana a los intereses de la política exterior de los Estados Unidos. La segunda Documenta, de 1960, prolongaba la tendencia fundadora, la propia apoteosis del abstraccionismo abstracto en la Alemania dividida. Treinta y siete artistas norteamericanos llegaron para confirmar la opinión de los críticos de arte de la CIA. Esto es que el abstraccionismo era el estilo definitivo. De hecho, no se aceptó la inclusión de ninguna pintura figurativa. La tercera Documenta fue todavía más humillante. Sus organizadores, para poner un poco de distancia ante Washington, se acogieron al apoyo económico y teórico del Congreso para la Libertad de la Cultura, integrado por buena parte de lo mejor de la intelectualidad europea. El desengaño se produjo cuando por fin descubrieron que el flamante Congreso era una pantalla orquestada y financiada directamente por la CIA. La cuarta Documenta, de 1968, fue más clara y no disimuló sus intenciones. Esta vez, como en los Estados Unidos, la gran feria se organizó para exaltar las nuevas adquisiciones de la Agencia, el Pop Art y el Minimalismo. Tanta desvergüenza estaba llegando a su fin. En la misma Alemania, artistas independientes, como Joseph Beuys, denunciaron la manipulación extranjera. Y en lo sucesivo los organizadores serían más cuidadosos. No obstante, el gran objetivo de la CIA se había cumplido. Sus ideólogos y estrategas, con un fino sentido crítico, habían desviado las posibles incursiones de los artistas norteamericanos, y buena parte de los europeos, en la práctica de una pintura figurativa fácilmente politizable. Cuando llegó el momento en que un arte comprometido se haría necesario para expresar el descontento político cada vez más extendido, los artistas se habían dedicado a una práctica, como el Pop o el Minimal, cuya rentabilidad estaba garantizada por un sistema de museos y galerías que apoyaron, y apoyan, las orientaciones de la Dirección de Cultura de Agencia Central de Inteligencia.
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