POR Pía Sánchez
«Hace mucho tiempo que pienso que mi entera existencia se desenvuelve dentro de cuatro marginalidades interconectadas», decía Armando Rojas Guardia en su discurso de incorporación a la Academia Venezolana de la Lengua, el 2 de noviembre de 2015. Cuatro marginalidades que le definen: su quehacer de poeta en una sociedad amante del capital que ve con malos ojos cualquier actividad que no genere beneficios cuantificables, su cristianismo católico en medio de una élite intelectual laicista, su homosexualidad –duramente señalada en su entorno latinoamericano falocrático y machista– y su condición de paciente psiquiátrico. Estas cuatro marginalidades ubican a Armando Rojas Guardia firmemente en la periferia, en el solitario perímetro que ocupan los excluidos.
En este artículo mostraremos cómo las cuatro marginalidades del poeta no son solo los cimientos que definen su vida y su obra, sino que se erigen como directrices que conducen su acercamiento a Dios. Aunque toda la obra de Rojas Guardia se posa sobre estas cuatro columnas, su libro El Dios de la intemperie ocupa lugar privilegiado; por ello ha sido seleccionado como núcleo de estudio en este texto.
Consciente de que fuera de Latinoamérica Armando Rojas Guardia es un autor poco conocido, me gustaría empezar con una muy breve nota biográfica: Rojas Guardia nace en Caracas en 1949; hijo de poeta, fue educado por los jesuitas en Venezuela y en su juventud llegó a ingresar en un seminario para formarse como sacerdote, el cual abandona luego de dos años tras descubrir que no era esta su vocación. Es entonces cuando se entrega completamente a la vida intelectual. Rojas Guardia es un autor muy singular en la historia de la literatura venezolana. Poeta y ensayista, fue también –por breve lapso– miembro de la Comunidad de Solentiname, en Nicaragua, dirigida por Ernesto Cardenal. Comienza a publicar en los años ‘70 y continúa haciéndolo hasta su muerte en 2020. Desempeñó además una generosa labor docente vinculada con la literatura y es aún hoy voz fundamental en la poesía y el ensayo venezolanos contemporáneos.
Apuntado esto, entremos en la materia que nos ocupa.
Sabemos que los poetas se relacionan con las palabras de manera distinta; para ellos estas resultan una mezcla entre herramientas de trabajo y juguetes predilectos, a la vez que esclavas y tiranas, y a ratos amigas confidentes o incluso traicioneras. En Rojas Guardia, sin embargo, la palabra tiene un peso mucho mayor. Cito al poeta:
¿Quién eres, tú sonoro al fondo de mí mismo?
¿Cómo te llamas, horizonte presentido, oscuridad ansiada, ápice del fin, paisaje último donde el gozo no puede saber sino a agonía, olor álgido de un páramo donde la nada hace vomitar y el ser marea, rayo de muerte que sin embargo incendia toda vida?
Así comienza Rojas Guardia a hablarnos de este «Dios de la intemperie», que es el Dios de los místicos, aquellos que en una mezcla de júbilo y terror le descubren en su oración. En su libro, el poeta nos dice que, para hallarle, el hombre debe abrirse a la experiencia única y avasallante de la oración y desde ella salir del círculo preestablecido, dejando a un lado patrones ritualistas que restrinjan la experiencia para adentrarse en un espacio donde las verdades consagradas se desintegran, donde quedamos desnudos, finalmente, a la intemperie que es encontrar al Dios audible. A través de la oración, su condición de poeta le permite a Rojas Guardia reconocer que Dios es palabra: palabra que interpela, palabra que implica audición; así nos lo dice en su libro:
El verbo, pues, es un hecho, la revelación fáctica de alguien que interpela. Y este hecho mismo es Dios. El hecho del apostrofamiento es Dios. Dios es el otro que interpela. La interpelación misma (…) incapaz de ser vaciada en moldes mentales.
(…)
No visualizamos al interpelante, lo oímos, lo escuchamos. Frente a la palabra, en la que Dios consiste, sólo cabe obaudire, oír-lo-está-delante, obedecer.
Esta primera marginalidad: su quehacer de poeta, de amigo de las palabras, define su aproximación a Dios también como palabra, no como el ser antropomórfico que nos impone la religión.
La segunda marginalidad en la lista del poeta es su cristianismo, mirado con prejuicio en el medio intelectual agnóstico en el que se desenvuelve. El poeta se acerca a Dios bajo el toldo cristiano y encuentra a un excluido como él, a la piedra que desecharon los constructores, al hombre que muere crucificado en las afueras de la ciudad.
En su libro, El Dios de la intemperie, le vemos referirse, entre burlón y compungido, a ese rey en burro que entra a Jerusalén, el rey de los cristianos. «Curioso rey este –nos dice– muerto como malhechor y peligroso revolucionario unos días más tarde». Un poco más adelante nos recuerda a Jesús hecho payaso para la burla de Herodes y hasta nos refiere a Harvey Cox quien lo llamara un «santo loco».
El poeta se acerca al Dios cristiano y en Él encuentra el reflejo de su propia marginalidad, como si al buscarle se encontrase a sí mismo, hallara su propio cuerpo mal herido. Para confirmarlo, volvamos a su discurso ante la academia:
Para el cristianismo, a Dios se lo encuentra en los lugares periféricos y marginales, aquellos que más nos obligan a salir en voluntario éxodo hacia las afueras del yo, hacia la intemperie ética que es la acogida radical del Otro, especialmente si ese Otro es el excluido, el marginado, el que vive en la periferia de la tópica convencional.
Abordemos ahora la tercera marginalidad, su homosexualidad.
En sus talleres Rojas Guardia refería con frecuencia su experiencia de adolescente que descubre su homosexualidad y con ella la culpa: «un muchacho educado en un colegio católico –nos decía– necesariamente tenía que vivir su homosexualidad de una manera culposa». Su condición homosexual le llevó a caminar por oscuridades que ningún alma debería transitar; libra el poeta una lucha cuerpo a cuerpo con la culpa en la más larga y triste de las noches, como nos refiere en El Dios de la intemperie:
Hay en mí una tensión existencial no resuelta. A medida que salgo de la culpabilidad, larvada sobre todo inconscientemente, que me causaba mi específico carácter homosexual, salgo también de una especie de luteranismo profundo y casi irrespirable, vuelto clima moral en mi vida, que se traduce en angustia ante las exigencias de la conciencia, derrotada de antemano por la imposibilidad de vencerse a sí misma y de abrirse a la gracia.
Pero de esta lucha, aunque mal herido, emerge triunfante cuando la Gracia le revela que también él, con su condición homosexual, fue creado a su imagen y semejanza. Su homosexualidad hace que el poeta se acerque a Dios desde la culpa y encuentre un ser mucho más misericordioso de lo que los profesores del seminario jamás le contaron; estas palabras suyas lo evidencian:
Yo, que a veces no sé si soy digno de creer realmente, (…) cuando me doy cuenta súbitamente de que, a pesar de todo, amo y soy amado; (…) cuando tomo conciencia (…) de que, pese a los naufragios, recibo el ser (de que, efectivamente, me lo está dando), entonces me siento invitado (¿diría mejor: convocado?), a asentir, a creer.
Una última marginalidad en el poeta demanda ahora nuestra atención: su condición de paciente psiquiátrico, con la cual el círculo se cierra.
Esa espiritualidad de la escucha de Rojas Guardia, a la que me refería cuando hablaba de su primera marginalidad (la de ser poeta), resulta no aprendida, pero ciertamente afinada, como parte del contexto de su enfermedad y de su abordaje psiquiátrico.
En El Dios de la intemperie Rojas Guardia hace énfasis en el aprendizaje de la lentitud infundido en él por Rafael López Pedraza, terapeuta junguiano con quien el poeta tratara sus padecimientos anímicos por varios años y que, según el vate, constituye un hito emblemático en su evolución espiritual y psíquica.
En su libro Rojas Guardia refiere la crítica que su analista hace de
… cierta Psiquiatría convencional que se plantea sacar compulsivamente al paciente de los estados depresivos. Para López, ello no conduce sino a potenciar la depresión. Porque de lo que se trata, por el contrario, es de «quedarse» en ella, en la depresión, tratando de oírla, de escuchar lo que tiene que decir su lentísimo ritmo, su austero y exigente desenvolvimiento interno. Sí, la suprema ayuda que el talante depresivo nos brinda es la de la lentitud.
Es esta lentitud la que lo guía al descubrimiento e inicia la expansión de su conciencia. El poeta trasciende la experiencia exterior –la de los pactos establecidos con los hombres– hasta arribar a la experiencia interior –aquella de la escucha y la espera: la vigilia de las vírgenes que esperan al novio con su luz encendida–.
De esta espera supo Rojas Guardia en los pasillos de hospitales psiquiátricos, junto a enfermos que, como él, dejaban caer las máscaras que se habían labrado para sobrevivir al orden social. Entre ellos el poeta pudo desnudarse y asumir su espera, quedarse en ella bebiendo de su lentitud. Rojas Guardia, convertido en paciente psiquiátrico, hace de su enfermedad un instrumento para aproximarse a Dios, para trascender. Dice el poeta:
Y ¿qué otra cosa es la enfermedad sino un aprendizaje de los límites? La enfermedad puede ser una sutileza, a veces exquisita, de la espera (…)
Cuánto purgatorio de limpieza ha significado para mí la enfermedad, cuánto le debo a su árido espacio, a sus cielos llameantes y a su suelo de cristal de roca donde a menudo apunta una nueva correlación de mis fuerzas psíquicas y un nivel superior de conciencia.
Un hombre, cuatro marginalidades, cuatro maneras de acercarse a Dios. Su oficio de poeta le permite descubrir al Dios-palabra; su cristianismo, al excluido; como homosexual, Rojas Guardia aprende que Dios es misericordia; y como paciente psiquiátrico, que buscarlo es adentrarse en lo secreto.
Para cerrar, extractamos un fragmento de su poema «El excluido», del libro El esplendor y la espera, que resume la aproximación de Rojas Guardia a la divinidad. En él encontramos al poeta mirando a Dios a través del cristal de sus marginalidades.
El excluido, en lo oscuro, te interroga
solo con su aguardar eterno. ¿No escuchas
aquellos insistentes pasos revelándote
la apátrida vigilia de su insomnio?
Pero encontrarlo significa salir,
sobre todo salir, padecer la incomodidad
de la salida al afuera sin refugio,
dejar la lámpara, el sillón, la mesa puesta,
y emprender el noctámbulo esfuerzo
para descubrirlo en la prisión culpable,
y en la pobreza toda, y en la herejía
acusadora de tu léxico mental,
y en la viudez de lo cierto, y simplemente
en el cáncer, la lepra, la agonía:
situado allí donde el paisaje se presenta inhóspito
por distinto a los que ya conoces,
a los que acaban devolviendo tu mirada
como un espejo contumaz.
Es él. El que no invitaste. Ahora lo sabes.
Lo descubriste al fin, llorando noche.
Solo te falta venir junto a esas llagas,
ese hambrear harapiento, esa incertidumbre, ese delito,
esa implacable interpelación del diferente
hasta el centro mismo de tu casa y celebrar
la cena –sí, celebrarla– al compartir
con él, Único y múltiple, Otro central y repartido,
el pan terriblemente suave;
dejando la conciencia de que pudiste hacerlo
en la oscuridad cerrada, tras la puerta.
***
[Texto originalmente presentado como ponencia en el VI congreso internacional autores en busca de autor (Brisbane, Australia). Versión adaptada por Prodavinci]
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