José Benlliure y Gil, «La barca de Caronte». Óleo sobre tela, 1919. Museu de Belles Arts de Valencia. |
Debo confesar que a menudo me cuesta traducir algún mito o alguna narración antigua que tenga que ver con el infierno, y hay que ver que son muchísimas. Es que, no solo los griegos, todas las culturas, antiguas y modernas, han tenido y tienen una concepción muy propia de lo que pasa después de la muerte. Es más, pienso que se trata de uno de los rasgos que diferencia a cada cultura, su propia idea de lo que pasa cuando uno muere. Hades, Tártaro, Érebo no son solo una manera de nombrar lo innombrable entre los griegos, sino también una forma de aludir al mayor de nuestros temores, y sobre todo, una manera de concebir nuestra vida y el destino que nos aguarda. A veces, trasladar cabalmente ese sentido es un poco complicado.
Pienso que el elemento fundamental que diferencia a nuestro infierno del de los antiguos griegos es su ausencia de la noción de pecado. Sin duda es el problema del mal (qué hacemos con él cuando muramos) lo que define una concepción de la vida en el más allá. Porque el mal tiene consecuencias, como sabemos. Y si las tiene aquí en nuestro mundo, ¿por qué no las tendría también en el más allá? Pues bien, entre los antiguos griegos, el mal es un problema ético, incluso social y político si se quiere, pero no religioso. Para los griegos, el mal (tò kakón) es producto de un error (hamartía) que puede ocurrir, bien porque una pasión (páthos) nos ciega, bien porque la soberbia (hybris) nos lleva a desafiar el orden establecido o, lo que es peor, a los dioses mismos. Es lo que le ocurre a Aquiles, cegado por la cólera (mênis) cuando Agamenón arbitrariamente lo despoja de sus trofeos de guerra (la esclava Briseida no es más que eso, un trofeo de guerra). Llevado por la hybris, decide retirarse de la lucha, a sabiendas de que morirán muchos aqueos cuando falte su lanza. Pero es su injusta venganza. Consternado por la matanza de los aqueos, Patroclo decide entrar al combate y muere a manos del troyano Héctor. La muerte de Patroclo, a quien le une un afecto especial, es el castigo (timôría) que sufre Aquiles por su soberbia, por su hybris. Aquí en los Andes, los viejos dicen: “Dios castiga sin palo y sin rejo”. Y los viejos de los Andes saben lo que duele un rejo.
Pero volvamos al infierno. La noción de hybris, la soberbia que lleva a los mortales a cometer alguna injusticia (adikía), a desafiar el orden cósmico y a los dioses mismos, es fundamental para la ética de los griegos, pero no para su religión. Aquiles sufre en vida las consecuencias de su soberbia, no después de muerto. El sufrimiento de los muertos en el Hades se debe a que han sido separados de sus seres queridos, han sido privados de la luz del día, relegados a la oscuridad, no porque estén sufriendo algún castigo ni mucho menos sometidos al suplicio de las llamas. La noción de “pecado” como “falta” que debe expiarse en el infierno es, pues, ajena a los antiguos griegos. No existe en griego antiguo un término comparable al peccatum. En griego moderno, marcado por el predominio del cristianismo ortodoxo, “pecado” se dice amartía, que proviene del antiguo hamartía y que originalmente significa, lo hemos dicho, “error”, “falta”. También hay que decir que en el latín anterior al cristianismo, el término peccatum significaba “error”, “equivocación”, y en lenguaje jurídico “acto culpable”, “crimen”. Lo mismo pasa con el término infernus, de donde viene nuestro “infierno”. Denota el mundo inferior, lo que hay bajo las regiones inferiores. Aquí la cosmografía subyace al mito. Es, pues, a partir del cristianismo que la noción religiosa de pecado y de castigo se incorpora a la cultura y a la lengua.
El clásico de los clásicos para el estudio acerca de la idea del infierno y del más allá entre los antiguos griegos lo escribió un filólogo alemán que fue amigo y condiscípulo de Nietzsche. Psique. La idea del alma y la inmortalidad entre los griegos fue publicado entre 1890 y 1894 en Friburgo. La tesis principal de Rodhe es que la idea de la inmortalidad no es griega, sino que llegó de Tracia junto con el culto a Dioniso que, lo sabemos, se incorporó de forma tardía a la religión griega. Por lo demás, el culto al alma es, desde luego, prehomérico. Se remonta a los antiguos indoeuropeos, aunque se plasma por primera vez en la Ilíada y la Odisea.
Los funerales de Patroclo, que se narran en el canto XXIII de la Ilíada, muestran un rito “principesco”, en palabras de Rodhe, reservado a los héroes. La noche de su muerte, Aquiles y los demás guerreros mirmidones se acercan a su cadáver entonando un canto fúnebre: “Te saludo, Patroclo, aunque ya estés en la morada de Hades, cuanto te prometí ahora será cumplido…” Al despuntar la aurora se inicia el cortejo, llevando el cadáver en un carro escoltado por los guerreros. Al llegar a la pira, los mirmidones cortan sus cabellos y los depositan sobre el cadáver, el último será Aquiles, quien los coloca sobre las manos de su amigo. Se sacrifican numerosos bueyes y carneros, con cuya grasa se unta el cuerpo de Patroclo; también sus cuatro caballos y sus dos perros son degollados. Por último, doce jóvenes troyanos escogidos de entre los prisioneros. Junto al cadáver se depositan cántaros de aceite y miel, y finalmente se enciende la pira. Toda la noche estará Aquiles libando vino sobre la tierra. Al amanecer, se apaga el fuego con vino, se recogen los huesos del difunto y se depositan en una urna de oro que será sepultada bajo un túmulo funerario. El rito marca la despedida del héroe a otra existencia ulterior y trascendente.
Será sin embargo en la Odisea donde se encuentra la primera descripción completa del mundo de los muertos, la célebre Nekya. En el canto XIII se cuenta la katábasis, el descenso a los infiernos de Odiseo. El héroe anhela regresar a Ítaca y, por consejo de la bruja Circe, baja a preguntar al adivino Tiresias el camino. La casa de Hades queda más allá del Océano, separada de la tierra por el río Aqueronte o la laguna Estigia según otros. Para llegar allá se precisa que Caronte nos ayude a pasar el río con su barca. Otro obstáculo formidable será el can Cerbero, un monstruoso perro de tres cabezas, incontables dientes y un insoportable ladrido metálico que guarda la entrada. Es casi imposible que deje salir a alguien una vez que ha entrado. Así dice el poema de Anacreonte:
Del Hades el abismo
es terrible, y doloroso
bajar allí, y seguro
que el que baja ya no sube.
Según Homero, allí habita el alma (psykhê) de los que alguna vez vivieron. Se trata de una especie de sombra incorpórea, lánguida, inasible, un hálito por siempre sufriente y lloroso. Pero hay algo aún peor: el olvido. Así lo dice el poema de Safo:
Cuando mueras, descansarás,
y ni un solo recuerdo tendrán de ti los que vengan después,
pues no formas parte de las rosas de Pieria,
sino que, ignorada hasta en la casa de Hades,
solo con sombras tratarás
cuando de aquí hayas volado.
En el infierno, Odiseo se lleva la más dolorosa sorpresa. Encuentra allí a su madre, que vivía cuando dejó Ítaca y no sabía que había muerto. Odiseo trata de abrazarla: “Tres veces me acerqué y tres veces voló de mis brazos como una sombra o un sueño”. Entonces su madre le explica:
Hijo mío, así somos los mortales una vez que nos morimos:
ya no sujetan los nervios la carne ni los huesos,
que la fuerza del fuego ardiente los consume,
tan pronto el alma abandona los huesos
y el alma queda revoloteando como un sueño…
Los muertos no sufren, pues, castigo por sus pecados. Solo lloran la lejanía de sus seres queridos y el haber sido privados para siempre de la luz del día. No hay llamas ni castigo. El infierno de los antiguos es un lugar gélido, lúgubre y oscuro enterrado en las profundidades. Oscuridad, silencio, frío, olvido. Eso es para un poeta griego el infierno.
Numerosos poemas y esculturas nos atestiguan cuánto influyó la descripción de Homero en el imaginario de los griegos, en su religiosidad popular, y por tanto en el arte de todos los tiempos. Pero, ¿quién era Hades, quién Érebo, qué era el Tártaro? Hades es hijo de Crono y Rea, hermano mayor de Zeus. Cuando Zeus y sus hermanos vencieron a los Titanes, se repartieron el mundo. A Poseidón tocaron los mares, a Zeus la tierra y el cielo, y a Hades el inframundo. Érebo personifica la oscuridad y las sombras, por lo que naturalmente se le asocia al Hades. El Tártaro es un espantoso abismo situado en el fondo del Hades (“un yunque tardaba nueve noches con sus días en caer, y solo al décimo llegaba”, dice Hesíodo en la Cosmogonía) a donde fueron confinados los Titanes para que sufrieran por siempre. Es lo más parecido a nuestra idea del infierno. De hecho, es Platón en el Fedón (113 e), unos trescientos cincuenta años después de Homero, el primero en sugerir, tal vez por influencia de los órficos, que el Tártaro era el lugar a donde las almas de los malvados eran arrojadas para ser castigadas, “de donde nunca más saldrán”. En todo caso, los tres nombres sirven como metáfora de nuestro miedo más extremo, tres formas de decir lo que no queremos ni pensar; pero también tres imágenes tremendas de un tiempo feliz, cuando ningún dios nos juzgaba.
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