martes, 1 de noviembre de 2022

Prohibido hacer daño

 

Ilustración por Lisk Feng


Sobre la delicadeza en un mundo difícil

Kimberly Coyle 25 de octubre de 2022

Lo noté en la manera en la que ella separaba el cabello de la cara de Kaitlyn. Las yemas de sus dedos se deslizaban sobre el brillo del sudor y apartaban los rizos húmedos de la niña de sus rasgos contorsionados. Tocaba el cuerpo de su hija con una delicadeza que yo no era capaz de reunir después de dos años de ser la enfermera certificada de su hija. Al observarla, me di cuenta de que yo había perdido ese sentido de ternura al atender a mis pacientes, mientras me enorgullecía al marcar todas las casillas de tareas de sus listas. En lugar de actuar con amor, había hecho de la eficiencia mi objetivo principal.

En cada turno, hacía una carrera contrarreloj. Creé una tabla con las iniciales de cada paciente y sus necesidades de cada hora, y luego pasaba las siguientes ocho horas mirando este pedazo de papel que los despojaba de su plenitud como prójimos. Trabajaba y revisaba el plan hasta que los pacientes se convirtieron en el plan, hasta que ya no necesitaron nombres, hasta que solo los conocía por su enfermedad: Vías Respiratorias Bloqueadas, Sonda Gástrica, Pañal Sucio. Eran problemas que había que resolver: proyectos, no personas.

Cuando di a luz a mi propia hija, la cuidaba con esa delicadeza que pensé había perdido trabajando con niños de salud frágil. En el trabajo, las incesantes alarmas, las tareas y la sensación de urgencia me dejaban agotada y frustrada. Pero con mi propia hija, el mundo giraba sobre sus manos extendidas, cada día iluminado por el sol de su sonrisa.

Después de su llegada, mis pensamientos se dirigían a menudo a las madres de mis pacientes. Mientras yo lavaba las nalgas, cambiaba las sondas y administraba su alimentación, me preguntaba si esas mujeres también pensaban en mí. ¿Sabían que mi nuevo corazón de madre latía ahora a un ritmo diferente, uno que requería una desaceleración —una pausa, un oído atento, un toque tierno? Empecé a ver mis manos como instrumentos de paz. Vi cómo podían ofrecer una gracia tácita e ilimitada.

A medida que aumentan las exigencias de la vida familiar, a veces me siento deslizándome de la delicadeza a la falsa urgencia. Las prisas, las tareas múltiples y la cultura enfocada en el rendimiento son los enemigos de un espíritu afable. El mundo llama a la puerta con un deseo constante de atención. Pero si no cedo a sus exigencias, si me aferro a mi capacidad de amar y servir con ternura a quienes me rodean, sucede algo extraordinario. Soy testigo de que el corazón del Señor Jesús obra en mí, a mi alrededor, trayendo curación.

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