Sobre la delicadeza en un mundo difícil
En cada turno, hacía una carrera contrarreloj. Creé una tabla con las iniciales de cada paciente y sus necesidades de cada hora, y luego pasaba las siguientes ocho horas mirando este pedazo de papel que los despojaba de su plenitud como prójimos. Trabajaba y revisaba el plan hasta que los pacientes se convirtieron en el plan, hasta que ya no necesitaron nombres, hasta que solo los conocía por su enfermedad: Vías Respiratorias Bloqueadas, Sonda Gástrica, Pañal Sucio. Eran problemas que había que resolver: proyectos, no personas.
Cuando di a luz a mi propia hija, la cuidaba con esa delicadeza que pensé había perdido trabajando con niños de salud frágil. En el trabajo, las incesantes alarmas, las tareas y la sensación de urgencia me dejaban agotada y frustrada. Pero con mi propia hija, el mundo giraba sobre sus manos extendidas, cada día iluminado por el sol de su sonrisa.
Después de su llegada, mis pensamientos se dirigían a menudo a las madres de mis pacientes. Mientras yo lavaba las nalgas, cambiaba las sondas y administraba su alimentación, me preguntaba si esas mujeres también pensaban en mí. ¿Sabían que mi nuevo corazón de madre latía ahora a un ritmo diferente, uno que requería una desaceleración —una pausa, un oído atento, un toque tierno? Empecé a ver mis manos como instrumentos de paz. Vi cómo podían ofrecer una gracia tácita e ilimitada.
A medida que aumentan las exigencias de la vida familiar, a veces me siento deslizándome de la delicadeza a la falsa urgencia. Las prisas, las tareas múltiples y la cultura enfocada en el rendimiento son los enemigos de un espíritu afable. El mundo llama a la puerta con un deseo constante de atención. Pero si no cedo a sus exigencias, si me aferro a mi capacidad de amar y servir con ternura a quienes me rodean, sucede algo extraordinario. Soy testigo de que el corazón del Señor Jesús obra en mí, a mi alrededor, trayendo curación.
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