POR Raúl De Armas
En las orillas de un río sin nombre en el interior de Venezuela, un grupo de doce niños se refresca. Los cuida Gladys Catano, campesina, madre de tres. Aprovecha para lavar ropa y llenar potes con agua. Los niños juegan, se asean, gritan. Por un segundo la mujer se distrae. Vuelve la mirada y se da cuenta de que su hijo pequeño no está. Se lo llevó la corriente.
—Salió corriendo río abajo, río abajo, como a siete pozos, y me consiguió boca abajo a flor del agua. Me acuerdo cuando desperté. Volví a mí. Vi una luz grande que se abrió, y a mi mamá llorando. Ese es mi primer recuerdo.
En 1982, cuando terminaba la época de mayor estabilidad económica en Venezuela, la familia de Eleazar Fuentes vivía en la pobreza. Comían de su conuco en las afueras de Altagracia de Orituco, estado Guárico, y de lo que dejaba la venta de huevos de gallina. Tenían cien, administradas por el señor Elías Fuentes, padre de Eleazar.
—Él era el sostén de la casa. Me enseñó a amar el aire libre. Es triste la infancia mía. A veces no quisiera recordarla.
Una noche, cuando todos dormían, el señor Fuentes salió de su cuarto. Tosía como si lo limaran por dentro. El niño lo escuchó y se levantó. Su padre estaba en la puerta trasera, apoyado del marco. Gotas de sangre lo seguían.
—Ven, Eleazar —dijo—. Yo me voy, no vengo más.
Elías Fuentes no llegaba a los 33 años. Murió a las 24 horas. Al parecer, una hepatitis mal curada.
—Lo vi en la urna y no me lo creía —diría Eleazar—. Desde ese momento mi vida cambió.
La circunstancia lo obligaba a emanciparse. Dejó el colegio y buscó trabajo. No consiguió. Le decían que estaba muy flaco. Que en el llano había que tener “real o fuerza”, que si no tenía ninguna, debía irse. El porcentaje de población económicamente no activa de ese año, bajo el gobierno de Luis Herrera Campíns, terminaría cerca del 60%. Faltaban pocos meses para el Viernes Negro, la primera devaluación estructural de la economía venezolana. Pocos sabían entonces que la situación empeoraría.
—Llegó un tío para terminar de joder a mi mamá. Que Dios perdone lo que estoy diciendo, aunque sepa que no miento. Vino a casa a comprar las gallinas. Mi mamá no las podía mantener. Ella había dicho que las iba a vender y mi tío llevó a un tipo. Lo recuerdo amarrándolas y metiéndolas en un camión. Una por una se las llevó todas. Todavía estamos esperando que las pague.
Gladys Catano dejó de hablar por la desesperación. Sentía que sus hijos morirían de hambre. Eleazar salió a la calle, caminó la solitaria carretera que conectaba su casa con el centro de Altagracia, y se le presentó al único rico del pueblo. Un inmigrante apodado El griego.
—Le pedí trabajo y comenzó a reírse. Le dije que me pusiera a prueba. Me puso a limpiar callejones, los montes alrededor de su casa, con machete. El monte era el doble de alto que yo. Cuando regresó yo había limpiado toda la casa, y otra parte que él no me había pedido.
—¿Quién te ayudó? —preguntó El griego.
—Nadie —contestó Eleazar.
—A mí no me gusta que me mientan.
—Y a mí no me gusta mentir.
Esa respuesta selló la relación. Eleazar, que soñaba con estudiar Ingeniería Mecánica, trabajó para El griego por los próximos 8 años. La familia se estabilizó. Pero la ilusión universitaria se alejaba. Quería salir de Guárico a toda costa. Consideró alistarse en el Ejército, pero encontró una mejor opción. En la mesa de noche de un amigo había un folleto que hablaba de animales, de mares, de montañas. Eleazar lo tomó y se lo llevó a casa. Se dio cuenta de que eso era exactamente lo que quería: trabajar en el Instituto Nacional de Parques Nacionales de Venezuela. Ser guardabosques.
2.
El hermano de un amigo trabajaba allí. Lo contactó y mandó su currículum. Una hojita con su nombre, sin credenciales ni títulos, que decía cada actividad que sabía hacer: manejar tractor, ordeñar, arrear ganado, cosechar, talar árboles. Tardó dos años en recibir respuesta.
—Ellos me habían contratado antes, pero como allá no había cobertura no me habían podido llamar. Entramos 12 por una donación del Banco Mundial.
Era diciembre de 1998. Eleazar había sido escogido miembro de mesa para las elecciones del 6 de diciembre en las que ganó Hugo Chávez. No tenía un mes de haber comenzado el trabajo. En la noche del 15 de diciembre, rodeado por su familia, recibió una llamada.
—Es una emergencia. Tienes que venir inmediatamente.
El deslave de Vargas —el peor desastre natural en la historia reciente de Venezuela— inauguró el nuevo milenio, el gobierno de Chávez y el inicio de la carrera de Eleazar. Como parte del operativo de rescate y limpieza, lo mandaron a Galipán.
—Eso era agua, pantano. Las quebradas estaban crecidas. Agua por todos lados. Los carros no podían pasar. Tú veías el cerro y se venía. Había que llegar a pie. Ibas caminando y el agua te llegaba por la cintura. Mandaron a los más guerreros. El olor a muerto era terrible. Lo primero que conseguí fue la mitad de un cuerpo. La otra mitad no la conseguí. Yo miraba el mosquero salir. El lodo bajaba como chocolate derretido. Provocaba vomitar. Pasamos frío, hambre, mujeres muertas, moretiadas. Había casas que quedaron como si nunca hubiese habido nada. Abajo no dejaban pasar a un amigo llamado Daniel Perroni, de Galipán. Él me pidió ayuda para buscar a su familia. La mujer, la mamá de la mujer, los hijos, su mamá, su papá: no quedó rastro de nada. Todos murieron.
El aturdimiento del deslave acompañó a Eleazar por meses. Nunca se reveló la cifra oficial de fallecidos. Las estimaciones suenan absurdas: entre 700 y 50.000. Sin embargo, después de la tragedia, seguiría la época más entrañable de su vida. 14 años de servicio en el puesto de guardaparques Los Venados, una hacienda cafetalera fundada en 1872, en medio del bosque tropical, a 1740 metros sobre el mar, que dicen que está embrujada.
—En Los Venados se sienten cosas. Los compañeros decían que miraban cosas y yo les decía que estaban locos. Hasta que un día estaba acostado y veo que pasa una sombra. Yo digo que era un duende, pero no sabía. Pasó tres días sin dejarme dormir, movía cosas, se escuchaban cosas. Una noche sentí que me haló la cobija y ahí sí me asusté —se ríe Eleazar. Luego se pone serio—. En un día muy nublado yo rastrillaba. Me senté en un banquito a descansar. Entonces vi que subía Pablo, un caporal, que Dios lo tenga en la gloria, y me di cuenta de que no era Pablo, sino una persona vestida de blanco. Me le quedé viendo. Pasó por detrás de un bucare inmenso. De ahí no salió más. Fui para allá, y en lo que llegué toda la piel se me erizó. Se me erizó todo el cuerpo. Comencé a sudar. No había nadie. Pablo estaba acostado en su cama con fiebre, no había salido en todo el día.
Los obreros de Los Venados se ríen poco, pero cuando piensan en los embrujos se les dibuja una sonrisa. El más veterano asegura que entre los árboles centenarios del bosque, en la madrugada, un tipo arrastra unas cadenas. De cualquier modo, sugieren que se puede convivir con los espectros.
Eleazar recibió el ascenso en 2013. Pasó de obrero a guardabosques del puesto Llano Grande, el punto de control entre Caracas y Galipán, vía alternativa entre la capital y el estado Vargas. Una parte de él hubiese preferido quedarse como obrero. Con el cargo vinieron roces, expectativas, decepciones. Las irregularidades lo cansaron.
—Venían camiones cargados de cabillas, bloques. Les pedía la autorización y me decían que estaban autorizados. ¿Autorizados por quién? Llamaban a un coronel, a un capitán, y uno quedaba en ridículo.
Pidió traslado y se lo concedieron. Esta vez al puesto de Sabas Nieves en el Ávila, el más transitado del país: alrededor de ocho mil personas al mes. Los tiempos de silencio quedaban atrás. La brisa y la luz, abundantes en Los Venados, serían reemplazados por la palabra y las novedades. Añoraría, incluso, el peligro. Como aquel incendio espectacular en La Julia, al este de Caracas, en marzo de 2010.
3.
Lo buscaron en una camioneta que vibraba como una licuadora. Hasta ese momento no había conocido la velocidad. Atravesó la ciudad en minutos. En La Julia se unieron bomberos, guardias nacionales, protección civil. Se dividieron en dos grupos y salieron a combatir el incendio. Por una falla comunicacional, Eleazar quedó atrapado entre la roca y el fuego. Tuvo que saltar hacia un acantilado para salvarse. A pocos metros quedó el fusil de un guardia que saltó con él. Si el fuego lo tocaba empezaría a disparar. Intentó levantarse y no pudo. Ya sentía el calor en su piel. Volvió a intentar.
¡Pas! La rodilla derecha se había salido del fémur. El impacto de la caída había sido contra una piedra gris, indiferente. El sonido se tornaba más violento, explosivo. Hojas, ramas, troncos, implosionan. No había nadie alrededor. Volvió a intentar. Era vida o muerte.
¡Pac! La rótula se acopló. Se apoyó en un árbol y pudo bajar.
—El dolor más intenso que he sentido en mi vida.
El fuego no llegaba a Sabas Nieves, pero el agua sí. Las condiciones de trabajo eran abrumadoras: mucha gente, bajo sueldo, horario nocturno, lunes a lunes. Para descansar, Eleazar debía irse a otro lado. A veces se iba a un sitio secreto: una quebrada sin senderos, montaña arriba, a dos horas de camino. Desconectado, veía la gestación de los ríos: las goticas que se van juntando aquí y allá, sobre piedras, desde musgos, hasta bajar y formar un caudal.
—Al beberlo me sentía vivo. No hay agua más pura en toda la montaña.
La precariedad no desvaneció su mística, palabra frecuente entre guardabosques mayores de cuarenta años. Esa mística, tal vez, es una forma de lidiar con la monotonía. Un acicate hacia el peligro y la novedad. En mayo de 2017 lideró al grupo que encontró a Paula Imbriano después de siete días de extravío. Un tiempo notable de sobrevivencia en una montaña que no perdona las distracciones. La mayoría se pierde por horas. Suele haber dos explicaciones. La racional y la sobrenatural.
—Esos son los encantos —explicaría Eleazar—. Los mismos que nos escondían la ropa. Cuando llevé a mi abuela a la montaña, en Los Venados, ella dijo que había un hechizo milenario de protección. Yo no le creía nada, pero después me empezaron a pasar vainas.
Vainas terrenales, se diría. Por ejemplo, que para sobrevivir en Sabas Nieves tuvo que buscar dos ingresos alternativos. Aprovechar cada ventana de tiempo.
—Cuando empecé a trabajar ahí quería reparar todo. Eso era un desastre. Gasté mucha plata comprando conexiones, anillos, llaves, de todo. Era demasiado trabajo y no me mandaban apoyo. Dígame los baños. Esos baños hay que mantenerlos todos los días. Y no me mandaban desinfectante ni cloro ni bolsas, nada de nada.
—Nosotros estamos aquí las 24 horas —agregaría un veterano con más de 30 años de servicio—. Lo que hacemos es vigilancia y control. Uno se la pasa hablando con la gente. Esa es la vida del guardabosques.
De la conversación con los visitantes, Eleazar pudo ofrecer sus habilidades de mecánico. Empezó a reparar carros, a podar los jardines de las quintas cercanas. Incluso, se empleó a escondidas en el puesto de cocadas de Sabas Nieves. Hasta que embarazó a una empleada.
—Yo trabajé con Eleazar 20 años —comentaría Oswaldo Vargas, guardabosques de Sabas Nieves II—. Es un tremendo caballero, un guardaparques excelente. Un hombre que no se negaba a nada. Todo lo hacía por vocación, por amor.
El límite de la vocación es el hambre. Y estaba cerca. En 2019 comenzó a tener problemas con su jefe de Inparques. Asegura que, al negarse a participar en una irregularidad, el jefe emprendió una guerra en su contra. La guerra terminó en amenazas, con un intento de proceso penal, y con el despido informal de Eleazar.
—Lo de él es un temazo, un temazo —diría el dueño de las cocadas—: mal asesorado, un carácter que él tiene que es impresionante, un muchacho con mucho orgullo, algo de ignorancia. Y esas cosas lo afectaron.
—El día que me despedí de todos pareció como si me hubiese muerto —comentaría él mismo—. Fui puesto por puesto en El Ávila. Después hubo una reunión con todos los guardaparques. Me dijeron para recoger firmas, para hablar con el presidente. Querían que me quedara, pero les dije que no, que yo me iba. Hasta me hicieron llorar ese día.
Después de veintidós años de servicio, sin exigir liquidación ni jubilación, Eleazar abandonó su puesto. El único mundo que conocía.
—Fue una gran impotencia, me decepcioné tanto que me fui. ¿Qué tengo ahorita? No tengo nada. ¿Qué pude haber hecho en ese tiempo? Siento que perdí veintidós años de mi vida. Volver sería esclavizarme. Tenía un solo día libre. Fíjate: mi hija cumplió diecinueve años y no la vi crecer. Ahora mi hijo tiene dos y no quiero que pase lo mismo.
Eleazar no es un caso aislado. Hay decenas. Las denuncias contra la inseguridad laboral de Inparques tienen, al menos, diez años. Casi todos los de su generación esperan la jubilación por 30 años de servicio.
—Es muy triste —dice Marlene Sifontes, jefa del sindicato—. Para ellos no hay plan. Les llegó la vejez y no tienen casa.
—Ese chamo trabajaba y le gustaba —comenta el encargado de Los Venados—. No sé qué rollo tuvo con el jefe: le metieron medio palo y pa’ fuera. Cuando me dijeron que lo botaron, dije: ¿cómo van a botar a Eleazar, con 23 años? Era un tremendo guardaparques, no se metía con nadie, trataba a la gente bien. No sé en qué anda ahorita.
Ahorita vive en casa de un amigo. Grasiento, rearma un motor como si fuese un lego. Su taller es el estacionamiento del amigo. Su vista, la montaña a la que dedicó más de dos décadas. En el patio de la casa hay un cochino, treinta morrocoyes, un uniforme tendido y una pila de madera. La tranquilidad del bosque es ahora el silencio de una calle ciega en el este de Caracas. Por alguna razón, el uniforme sigue planchado y Eleazar sigue levantándose a las 6 de la mañana. En su desilusión, mantiene la idea de emprender un negocio de cocos. No le importa que su jefe haya sido destituido. No quiere volver. Prefiere buscar la vida que nunca tuvo. De sus derechos laborales —dice, sin ver la montaña— se encargará después. Es mejor que lo muerto, muerto quede.
No hay comentarios:
Publicar un comentario