Había un místico sufí tan lleno de amor y felicidad que su vida entera era risa, música y baile.
Se cuenta que a dios le interesó mucho, porque nunca pedía nada ni rezaba. Toda su vida era una oración, no tenía necesidad de rezar.
A dios mismo le intrigó ese extraño místico, y le dijo: me siento inmensamente feliz, porque yo quiero que la gente sea como tú, no quiero que recen durante una hora y hagan todo lo contrario las veintitrés horas restantes.
No quiero que sean muy piadosos cuando entran en la mezquita, y, al salir se olviden y sigan siendo la misma persona: airada, envidiosa, llena de preocupaciones y de violencia.
Te he estado observando y me encanta cómo eres. Eso es lo que hay que hacer: convertirse en la oración.
Ahora mismo tú eres el único ejemplo que hay en el mundo de que hay algo que está por encima del hombre, aunque nunca lo hayas declarado, y ni siquiera hayas pronunciado mi nombre. Todas esas cosas son superficiales... pero tú sabes vivir, amar y estás tan lleno de felicidad que no necesitas expresarlo con palabras; tu propia presencia justifica mi existencia. Quiero darte mi bendición, pídeme lo que quieras.
El sabio dijo: no necesito nada. Me siento tan feliz que no puedo imaginarme nada mejor. Perdóname, no puedo pedirte nada, porque realmente no lo necesito. Eres muy generoso, amoroso, compasivo; pero me siento tan colmado que no tengo espacio para más. Tendrás que perdonarme, no puedo pedirte nada.
𝗢𝗦𝗛𝗢
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