Fotografía de Beto Gutiérrez. |
POR Alexis Romero
Gabriel Payares es un escritor venezolano nacido en Londres en 1982 y residente en Buenos Aires desde 2014. Licenciado en Letras por la UCV, magíster en Literatura Latinoamericana por la USB y magíster en Escritura Creativa por la Untref de Buenos Aires. Ha publicado, hasta la fecha, tres libros de relatos: Cuando bajaron las aguas (Caracas, Monte Ávila, 2009), Hotel (Caracas, Puntocero, 2012) y Lo irreparable (Caracas, Puntocero, 2016 / Buenos Aires, Corregidor, 2017); sus relatos han merecido numerosos galardones literarios en Venezuela, entre ellos, el Premio Anual de Cuentos del diario El Nacional y el Premio Nacional de Literatura Rafael María Baralt; además, una Primera Mención en el XIII Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar (La Habana) y en el I Premio Internacional de Cuento Abelardo Castillo (Buenos Aires). En 2020 formó parte de los autores invitados al International Writer’s Workshop de la Universidad Bautista de Hong Kong. Parte de su obra ha sido traducida recientemente al inglés.
Lo irreparable es una colección de cuentos que confirman lo que intuimos en Cuando bajaron las aguas: ha llegado un nuevo continuador de la gran tradición del cuento hispanoamericano. ¿Cómo y cuándo llegas a mirar y decir: todas estas historias constituyen «lo irreparable»?
¡Qué más quisiera yo que estar a la altura de semejante hipérbole! Sin duda todos bebemos de ese torrente fabuloso que inició Horacio Quiroga a comienzos del siglo XX y que hoy en día pareciera obligado a conformarse con la medalla de plata, frente al imperio de la novela. Habrá quienes sepan interpretar mejor que yo esta tendencia editorial contemporánea, pero a mí me resulta siempre un poco paradójico que frente al empeño por hacer de la novela un género portátil, breve, fragmentario, acorde a la inmediatez de los tiempos que corren, el cuento no se imponga como el formato narrativo idóneo para un presente marcado por la distracción y la impaciencia.
En todo caso, Lo irreparable fue un libro escrito a caballo entre Venezuela y Argentina, en un momento de encrucijadas vitales y de cierta necesidad de reelaboración, reinvención y reconexión, luego de que a los cuentos de mi libro anterior les fuera bastante bien en la Venezuela de 2011. Es fácil contagiarse con la efervescencia de nuestra cultura, con ese entusiasmo furioso que por igual nos empuja hacia la cima o al acantilado. Pero uno llega, entonces, a un país extranjero, sobre todo uno como Argentina, con una robusta tradición literaria y una cultura rebosante de autoestima y descubre la inmensidad de las propuestas literarias del continente. Y es normal extraviarse, pienso yo, dudar y recurrir a lo que se sabe. O a lo que se cree que se sabe. Los nacionalismos son una forma de miopía.
Hay quienes leen en el libro una mirada furiosa. Puede ser. Yo creo que es un libro adolorido, cuyos cuentos se articularon en torno a la idea del sufrimiento que acarrea, tarde o temprano, la aceptación de lo que se es. De allí el título, desde luego. Algo así como lo que decía Antonio Machado: que nunca es triste la verdad, simplemente no tiene remedio.
Tus cuentos dan la impresión de ser proyectos de novelas cortas. Ese atributo se agradece. ¿Planificas la forma y el ritmo de la historia?
Quizá debería preocuparme más que mis cuentos parezcan “proyectos”, pero en general planifico poco a la hora de escribir. Me gusta ser el primer sorprendido por lo que surge en el cuento, aunque muchas veces esa sea una técnica riesgosa: uno puede extraviarse y olvidar de qué iba la cosa inicialmente. La vida, de todos modos, tiene sabor a poco si no se corren riesgos.
Mi punto de partida a la hora de escribir es un tanto esotérico: alguna idea, frase o sensación hace de amuleto, de ofrenda para invocar algún espíritu interior. Si hay suerte, entonces, se percibe una voz. Y el resto es simplemente oírla. Otras veces los espíritus son más demandantes, más caprichosos y toca ver cuál es la ofrenda que los motiva: alguna lectura, algún viaje, alguna sesión particularmente dolorosa de terapia. Todo sirve. Pero a veces, como es natural, los espíritus dejan al médium mal parado: se esfuman a mitad de sesión, dejando tras de sí apenas frases, posibilidades. Son los gajes del oficio. He aprendido a respetar sus tiempos: nadie quiere tener un poltergeist en la cabeza. Aunque tampoco silencio. El silencio es casi peor.
Lo irreparable está atravesado por la tensión onettiana y la orgánica ironía de Carver. La boda de lo trágico y lo cómico. ¿Cuándo la risa te dona una historia?
Sí, Carver y Onetti han sido autores muy importantes para mí. También Hemingway, con sus grandes diálogos; Rulfo, con su sequedad; McEwan, con sus perversiones tan británicamente dosificadas. Eso por nombrar apenas algunos. En lo que a lecturas se refiere, procuro ser lo más promiscuo posible.
Sobre la risa, para mí ese es un asunto de lo más íntimo, tanto o mucho más que el sufrimiento. Uno revela mucho de sí cuando se ríe de verdad. Es como mostrarse desnudo. Quizá por eso las comedias no suelen gustarme, salvo raras excepciones. Al mismo tiempo recuerdo haber escrito «Los payasos», uno de los cuentos más crueles de Lo irreparable, conteniendo a duras penas la carcajada. Yo qué sé.
¿Podrías desarrollar lo de la risa como un asunto íntimo?
Siempre me pareció extraño que a la risa se le otorgue un lugar tan protagónico y deseable entre las interacciones humanas, y a otras reacciones como el llanto se lo oculte y se lo desprecie. A fin de cuentas, se trata de dos situaciones en que el rostro humano se transforma, se deforma, se torna en una mueca. Creo que cuando reímos ̶‒cuando reímos de verdad‒ revelamos al mundo ese rostro potencialmente horrendo o ridículo o siniestro y dejamos en claro qué situaciones son propicias para la transformación. Si en verdad no nos sentimos a gusto llorando delante de un desconocido tampoco sería prudente hacerlo cuando se ríe. No hay nada más vulgar, más impersonal y siniestro que las risas grabadas de los shows televisivos de antaño. Pero hay gente que no sabe reír, sino cuando así se lo indican.
En cada cuento hay un cuestionamiento a los modos y momentos de ser feliz. Todo placer nos anuncia el advenimiento de una ruptura. Laten Kafka, Mishima, Kertéz en los verbos. ¿Son relatos donde debe reinar la tensión entre el optimismo y el pesimismo?
Así parece, sí. Recuerdo que en un texto crítico sobre mis cuentos Judit Gerendas me tildaba de escritor «lúcido» y «pesimista», estableciendo una relación de correspondencia entre ambas cosas. En general, tiendo a estar de acuerdo con el lugar común que asocia al pesimismo una mirada más fiel de la realidad. Claro que el riesgo de ello es devenir un cínico, perder la fe en un mañana posible. Y esa postura acaba por parecerse mucho a la derrota. Y vivir derrotado es lo más aburrido que existe. Lo bueno es que también se puede hallar un cierto y paradójico optimismo en la mirada adolorida, en el nihilismo y la sospecha. El mundo es un desastre, sí; y la naturaleza humana es mezquina, es verdad, pero de todas maneras la vida avanza, se hace más refinada y nunca está exenta de belleza. Porque al final no depende solo de nosotros. La realidad es un sitio terrible, pero lo es del mismo modo en que Rilke decía que lo eran los ángeles.
En el libro de relatos que estoy por terminar, que se llamará “Todos los reinos”, el panorama sigue siendo doloroso, pero pinta menos lúgubre, menos tremendista. Más maduro, quizá. Al final la experiencia humana es en buena medida una experiencia de la propia insignificancia, de lo irrelevantes que somos, y esa puede ser también una perspectiva liberadora, sobre todo de cara a los discursos grandilocuentes de la política, de la economía, a los destinos manifiestos. Y quiero creer que en ese punto es donde nacen la belleza y la bondad: en la renuncia a la posibilidad de una trascendencia. Polvo eres y en polvo te convertirás. Por suerte.
«Para Elisa» es un relato sobre la violencia, nuestra violencia, la violencia del otro. ¿Es un retrato de la familia y la sociedad venezolana?
Pues sí, es un relato violento, aunque es un relato de amor. Surgió, para serte franco, de la obligación de construir un relato inmerso en el tema del Caracazo, uno de los hitos de la narrativa-país venezolana de las últimas décadas, quién sabe si incluso el más importante. Pero al final resultó que encajaba perfecto en el compendio de relatos. Es, además, un diálogo (o una respuesta) a otro cuento de la narrativa criolla de los 90. Una suerte de actualización, si se quiere. Ahora bien, esa violencia y ese sufrimiento no es exclusivo de la sociedad venezolana, ni de lejos; y es, en efecto, un rasgo que nos hermana con los derroteros dolorosos del resto del continente (si no de la humanidad). Así que ¿de qué es un retrato? De la humanidad, de los monstruos que engendra. Monstruos que aman y odian furiosamente. De todos modos, el verdadero trabajo interpretativo le corresponde a los lectores, si es que los hay. Como decía Mafalda: «Nadie es buen Sherlock Holmes de sí mismo».
Ocho relatos, ocho riesgos que aceptamos tus lectores de padecer ocho conmociones, porque son ocho posibilidades de aceptar que nos socaven la calma. ¿Piensas en el lector cuando escribes cada historia?
En su tan manoseado «Decálogo del perfecto cuentista», Quiroga advertía contra escribir pensando en nadie más que en los personajes. Intento serle fiel a ese consejo. Aunque también es verdad que uno escribe para un lector ideal, misterioso, subconsciente, a quien dirige un supuesto mensaje. Lo que nunca me permito es la autocensura ni en asuntos políticos ni morales ni personales. La escritura será honesta o no será. A lo sumo, el escritor puede cuidar sus modales. Para no sufrir tanto en la vida real. No sé si me explico.
Tus cuentos están llenos de deudas con la poesía. ¿Cómo es esa relación?
Supongo que en un país como el nuestro es imposible escribir y no tener deudas con la potente tradición poética que nos caracteriza. Se trata, además, de un costado indispensable para un escritor del género que sea: la relación con el lenguaje y, más aún, con el decir. Recuerdo que ya en mis primeros libros la proximidad con la poesía fue una observación común, que siempre interpreté a manera de elogio. Pero a mi modo de ver la música, la poesía y la narrativa tienen en común el elemento rítmico, la cadencia expresiva. Me gusta pensar que son tres expresiones de lo mismo. Que se pueden conjugar, como lo hacían los aedos y rapsodas de antaño. Tal vez a eso se refería Clarice Lispector cuando hablaba de «escribir movimiento puro».
Después de leer Lo irreparable nos levantamos y deseamos asomarnos para respirar lentamente y quitarnos de encima una rara tristeza. ¿Esa conmoción es intencionada?
Yo más bien diría afortunada.
Así como todo poema es continuación de una tradición, todo cuento también lo es. ¿De cuál de las diversas tradiciones del cuento escrito en Venezuela te sientes agradecido?
Yo siempre me sentí muy cercano a Gallegos, para serte franco. Me parece que conocía muy bien la fibra nacional si bien su estilo puede hoy resultar un tanto apolillado. Pero recuerdo que en mi primer libro hubo también quienes intuyeron a Meneses. Quizá se trate en el fondo de lo mismo, las herencias son un asunto misterioso. También aprendí mucho de la obra de Luis Britto García, olvidada en tiempos recientes por motivos de otra índole. Sobre todo me ayudó a identificar mis límites formales. Creo que a veces el vanguardismo corre el riesgo de pasar de lo efectivo a lo efectista. Yo intento dar con algo más sobrio, más discreto.
También creo justo mencionar a Francisco Massiani, ese puente criollo hacia los narradores estadounidenses: Salinger, Hemingway, Carver. El estilo de Massiani es reflejo de nuestra cultura de importación, tan propensa a asimilar y digerir lo foráneo. Y eso no lo digo como un reproche. La nuestra solía ser una tradición muy a tono con los tiempos, mucho más incluso que otras dotadas de más figuración y autoestima en el continente.
¿Te gobierna lo autobiográfico cuando escribes?
¿Y a quién no? A uno lo autobiográfico le gobierna la vida entera. Lo que pasa es que asume disfraces; uno se empeña en reordenarlo, en contarlo no como fue, sino como pudo haber sido o incluso como tendría que haber sido. La literatura le enmienda la plana a la vida, incluso cuando lo hace de un modo hermético, delirante o fantástico. Pero ¿qué otro motivo puede haber para invertir horas de vida en contar las cosas como no sucedieron, sino la vana esperanza de que al fin tengan sentido, de que encajen entre sí de alguna manera, como las piezas sobrantes de un aparato que acabamos de reparar? Se escribe para hacer la vida más cuerda, más cónsona, más tolerable o más deseable. Los escritores somos los censores del destino.
Gabriel, muchas gracias. Aguardaremos y celebraremos cuando lleguen «Todos los reinos», tus reinos, que también serán nuestros.
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