sábado, 6 de enero de 2024

Juan Liscano: tradición y folclor, cultura y humanismo (II)

 




POR Arturo Almandoz Marte

“Cambio el volar de muchas cosas por ascender espiritualmente”

Juan Liscano a Rubén Wistozki, “Liscano llamando a Tierra” (1999)

1. Tal como vimos en la entrega anterior, Juan Liscano (1915-2001) reivindicó el folclor como “acervo de sabiduría” igualable a la cultura, especialmente entre los jóvenes pueblos de las Américas, como en otras regiones del mundo donde la proximidad entre ese folclor y la cultura era casi indistinguible. El tradicionalismo subyacente en esa concepción del autor de Folklore y cultura (1950) puede decirsetributario, en términos de manifestaciones creativas, de la noción de “tierra”, modeladaen esos años por Martin Heidegger en sus opúsculos “Construir. Habitar. Pensar” y “El origen de la obra de arte”, entre otros. Remontándose más atrás, esa noción de “cultura” se entroncaba con la obra de Oswald Spengler, tal como explicitó en Folklore y cultura el mismo Liscano; porque no olvidemos que este se formó entre Francia, Bélgica y Suiza, durante la entreguerras que presenció el auge del autor de La decadencia de Occidente (1918).

“Estas consideraciones en torno a lo que es Cultura, sin necesidad de que lo digamos, pues resulta evidente, se inspiran en la tesis spengleriana de su ‘Decadencia de Occidente’. Y es que somos de los que creemos que es absolutamente necesario distinguir el significado que encierran los términos Cultura y Civilización, sin caer por ello en las exageraciones del propio Spengler con respecto al sino de ésta y aquélla y la distribución inexorable de las culturas en cuerpos compactos y separados que nacen, se desarrollan, entran en la senectud y fenecen, sin correspondencias posibles. Pero en lo que atañe la concepción spengleriana de lo que es Cultura y lo que es Civilización, creemos que el pensador germano acertó plenamente pues de otro modo no se explica esa sensación de absoluta ‘incultura’ que observamos en ciertas grandes ciudades extraordinariamente desarrolladas ni la pobreza del Folklore en determinados países poderosos en los terrenos de la economía, la población y los adelantos industriales”.

Justificó así Liscano su alegato sobre la necesidad de rescatar el folclor en tanto sustancia de la cultura, por así decir, sobre todo entre los pueblos jóvenes americanos, los cuales no habían podido desarrollar otras formas orgánicas de creación, antes de caer en la espiral del mecanicismo. Al mismo tiempo, creo que en ese énfasis culturalista heredado de Spengler, con su consecuente reticencia al desarraigo conllevado por la civilización, se encuentran claves para entender la conservadora posición de don Juan, en décadas por venir, ante la voraz urbanización venezolana de la segunda mitad del siglo XX.

2. Otra confirmación de esa sombría visión de Liscano sobre el desbalance entre cultura y civilización en la Venezuela supuestamente moderna, asoma en la mencionada entrevista concedida a Alfredo Chacón en 1998. En este año se conmemoraba el cincuentenario de la fiesta de la tradición organizada por don Juan desde el Ministerio de Educación, para celebrar la investidura de Rómulo Gallegos como Presidente de la República. Entonces contempló en perspectiva cómo el basamento de su propia formación, durante el bachillerato en la Europa de entreguerras, le había permitido entender no solo la relación entre cultura y civilización, sino también la filiación entre el Viejo y el Nuevo Mundo. Por ello confesó a Chacón:

“Cuando yo llego aquí, en el 34, esta formación entraba a funcionar. Así como yo veía a América como un mundo virgen y telúrico, veía a Europa como las catedrales, los palacios, la cultura, la madre, y nosotros los hijos; y creía que nuestro papel era desarrollarnos en una función también ilustrativa”.

No exclusivo de los estudiados en el Viejo Mundo, ese europeísmo era también propio de arielistas de la generación de Liscano, de Mariano Picón Salas a Arturo Uslar Pietri. Todos habían crecido envueltos en las concepciones de Rubén Darío y José Enrique Rodó, idealizadoras de Europa como repositorio de arcanos de la cultura, en vísperas de la Gran Guerra. Regresado de aquel bachillerato galo, devenido su mayor credencial académica en la vida intelectual, Liscano había abrigado inicialmente la esperanza de que América, como tierra supuestamente joven, y Venezuela como territorio pletórico de posibilidades, hubieran podido producir formas culturales nutridas de folclor. Pero el abrupto proceso de urbanización y modernización del país, atravesado por la tecnificación y deshumanización seculares, barrieron esas posibilidades, como sermoneara más tarde el argos maduro y desengañado.

3. Abarcó varios aspectos y décadas la letanía de don Juan sobre el desarraigo de la cultura venezolana con respecto a la tierra, en medio de la deshumanización secular que también criticó. Sus denuncian iniciales eran reminiscentes, a mi juicio,de las de Martin Heidegger en Carta sobre el humanismo (1947) y “La cuestión de la técnica”, entre otros escritos sobre la mecanización y tecnificación de múltiples facetas de la vida contemporánea. Más tarde la crítica de Liscano fue extendida a la tiranía de los mass media, la sociedad de consumo y el neoliberalismo. A estos los denunció con igual denuedo que al comunismo de la Guerra Fría, tal como se evidencia en algunas de las controversias y los viajes recogidos en Tiempo desandado (Polémicas, política y cultura) (1964), así como en Nuevas tecnologías y capitalismo salvaje (1995).

Por contraste con el pathos alcanzado por la tragedia en la Grecia clásica, bien resumió Liscano ante Chacón ese malestar del siglo XX, a propósito de la banalización y el mercantilismo a los que el espectáculo se habría sido reducido en la sociedad finisecular:

“Yo considero que una de las cosas que hizo la grandeza de Grecia fue su tragedia, la cual cumplía una función aparente de distracción, pero en el fondo, lo que había era una confrontación con el pathos, con lo que conduce al exceso, al hibris; de modo que yo no estoy contra el espectáculo sino contra la estupidez del espectáculo contemporáneo, con sus pobres seres que no saben cantar y su envoltorio de propaganda y publicidad. El espectáculo debe elevar hacia alguna trascendencia, pero actualmente lo que hace es rebajar el nivel. Y todo eso es porque el capitalismo, chico, sirve para explicar las relaciones económicas, para poner a producir un país, pero no puede ser el dios del país, no pueden valer los intereses económicos única y exclusivamente”.

Se evidencia en ese diagnóstico, formulado en los años finales del humanista, que su tradicional liberalismo en materia económica era opuesto empero al capitalismo leonino, reavivado desde la década de 1980. Aquel liberalismo, por el que fuera Liscano estigmatizado por la izquierda venezolana en los años de la restauración democrática, no estaba reñido, por lo demás, con una visión más socialista, si se quiere, en lo referente a las manifestaciones culturales. Y estas debían ultimadamente afincarse tanto en la tierra como en los valores nacionales y humanistas, tal como la fiesta de la tradición había epitomado en 1948.

No es casual por tanto la referencia al espectáculo de masas, el cual debería alcanzar, como equivalente secular del teatro antiguo, una función con respecto a la trascendencia y la dialéctica de aquellos valores. Porque bien sabía el promotor cultural que, desde la Atenas clásica al Londres isabelino, la ciudad había cumplido un privilegiado rol como escenario para resolver conflictos entre lo apolíneo y lo dionisiaco, entre las tradiciones rurales y las normas urbanas, entre la ciudad burguesa y el Estado nacional. Ello por solo mencionar episodios culminantes identificados por Lewis Mumford en La ciudad en la Historia (1961), por Henri Lefebvre en La revolución urbana (1970) y por George Steiner en La muerte de la tragedia (1970). Este último título, valga señalar, fue tempranamente publicado en español por Monte Ávila, editorial estatal que fue dirigida por el gerente cultural entre 1979 y 1984.

4. Otra letanía del Liscano otoñal fue a propósito de la asunción de la tecnología como instrumento para “volar”, a lo largo de un soberbio avance secular, precipitado y engañoso; este fue visto por el autor venezolano con gran escepticismo, tal como lo hicieran Waldo Frank y el mismo Heidegger. “Cambio el volar de muchas cosas por ascender espiritualmente”, sentenció en el señalado año de 1999, al ser entrevistado por Rubén Wisotzki para el diario El Nacional; apuntaba con ello a una voracidad y precipitación tecnológicas ante las cuales, según don Juan, parecía haber sucumbido también el venezolano de las urbes, a pesar de vivir en el subdesarrollo. No olvidemos en este sentido que el largo camino ensayístico de Liscano había estado jalonado, para Óscar Rodríguez Ortiz, por el “humanismo desesperado por las bombas atómicas y la cerrazón del hombre moderno ante lo trascendente”. Ello lo enfrentó al “dilema entre la opción vital y la caducidad literaria de los instrumentos inmanentes de la literatura”, sentenció el autor de Paisaje del ensayo venezolano (1999).

Eran todas diatribas – señaló el mismo Rodríguez Ortiz, días después de fallecer Liscano, en febrero de 2001 – determinadas por el “coherente desespero de un humanista que vive en un mundo y un tiempo que ha finalizado el humanismo y hasta la noción misma de sujeto entró en crisis”. Así, a pesar de no haber sido la suya la única voz denunciante de estas cuestiones, Liscano encarnó, acaso como ningún otro intelectual del siglo XX venezolano, el drama y la decepción por la desconexión entre cultura y humanismo, entre folclor y tradición. Todos esos divorcios le preocuparon hasta su muerte, aunque fueran cada vez menos resonantes, en medio de una deshumanización e intrascendencia seculares, apuradas en el contexto venezolano por la urbanización atropellada.

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Para leer la primera parte de esta serie haga click acá.

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