jueves, 29 de agosto de 2024

Escucha a él viento

EL VIEJO ERNESTO
Por Orlando Miguel Rojas ©

Ernesto había vivido toda su vida en aquel rincón olvidado de la costa cubana, donde las palmas se mecían suavemente bajo el sol y el mar susurraba secretos antiguos. Era un hombre curtido por los años, con manos fuertes y rostro arrugado como la corteza de un árbol. La gente del pueblo lo llamaba "El viejo Ernesto" y acudían a él cuando necesitaban consejo sobre el mar o el clima, pues decían que Ernesto entendía los caprichos de la naturaleza mejor que nadie.

Aquel día, el horizonte se había enrarecido. El aire se sentía denso, pesado, y una inquietud rondaba en el ambiente como un presagio que nadie podía ignorar. Ernesto se quedó mirando fijo hacia aquel cúmulo de nubes grises que se amotinaban en la distancia

"Viene uno fuerte", murmuró para sí mismo, mientras soltaba una gran bocanada de humo proveniente de su habano.

"¿Qué dice, viejo? ¿Cree que esta vez sea algo serio?" preguntó Manuel, el joven pescador, al tiempo que dejaba caer la reata de un bote en la orilla. El muchacho había oído muchas predicciones del viejo Ernesto, y sabía que rara vez se equivocaba.

"Las nubes no mienten, muchacho. Será grande. Mejor ve a casa y ayuda a tu madre con las ventanas", le respondió Ernesto, con una tranquilidad pasmosa a desentono con la urgencia en el aire.

Manuel vaciló un momento. "¿Y usted? ¿No piensa refugiarse? El viento se va a llevar su cabaña, viejo."

Ernesto soltó una carcajada seca y sacudió la cabeza. "Canijo, esta cabaña ha visto más huracanes que tus años. No te preocupes por mí. Anda, corre a tu casa."

Con un suspiro resignado, Manuel asintió y se marchó corriendo hacia el pueblo. Ernesto permaneció allí, quieto, observando las olas que empezaban a agitarse cada vez más.

Cuando el huracán finalmente llegó, golpeando la costa con furia, Ernesto estaba en su pequeña cabaña de madera, como había hecho tantas veces antes. El viento rugía, sacudiendo las paredes, pero él ni se inmutaba. Se balanceaba en su sillón de cedro, escuchando los bramidos de las ráfagas como si fueran una conocida melodía familiar.

Un golpe fuerte resonó en la puerta. Entre el estruendo de la tormenta, Ernesto apenas distinguió la voz de Manuel gritando desde afuera.

"¡Ernesto! ¡Ernesto, déjenos entrar! ¡La casa de mima se inundó, y no tenemos a dónde ir!"

El viejo se levantó lentamente y abrió la puerta. Manuel y su madre entraron empapados, temblando de frío y de miedo.

"¿Qué te pasa, Ernesto? ¿Estás turulato? ¿Cómo puedes estar tan tranquilo?" preguntó la madre de Manuel, temblando mientras Ernesto cerraba la puerta tras ellos.

Ernesto los miró con una calma chicha que parecía irrompible. "La naturaleza es fuerte, pero nosotros también lo somos. Hay que saber cuándo resistir y cuándo simplemente dejar que pase. Siéntense. Esta tormenta también pasará."

Manuel, todavía inquieto, miró alrededor de la pequeña cabaña que, sorprendentemente, seguía en pie a pesar de los embates del viento que la tambaleaban. "¿Viejo, y si no pasa? ¿Y si esta vez no hacemos el cuento?"

El viejo le lanzó una mirada sabia. "Manuel, el mar siempre regresa a su calma, igual que la vida. A veces solo hay que aguantar el golpe y confiar en que el sol volverá a salir."

Y así, mientras afuera el huracán azotaba con toda su furia, en la cabaña el viejo Ernesto, Manuel y su madre permanecieron en silencio, escuchando el rugido del viento. 

Al día siguiente, cuando la tormenta finalmente terminó, el sol despuntó sobre el cielo. Manuel abrió la puerta y observó los restos del huracán. Árboles caídos, techos destrozados y el pueblo en ruinas. 

Ernesto se levantó de su sillón con la misma calma de siempre, se acercó a Manuel y le dio una palmadita en la espalda.

"¿Ya ves, canijo? Aquí estamos, como siempre."

Manuel lo miró, asombrado. "¿Cómo lo hace, Ernesto? ¡Siempre sale ileso!"

Ernesto le regaló una sonrisa que era mitad enigmática, mitad sabia. "Escucha al viento, canijo, y aprenderás a moverte con él."

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