martes, 29 de abril de 2025

La envidia es más terrible que el hambre

"𝐋𝐚 𝐞𝐧𝐯𝐢𝐝𝐢𝐚 𝐞𝐬 𝐦𝐢𝐥 𝐯𝐞𝐜𝐞𝐬 𝐦𝐚́𝐬 𝐭𝐞𝐫𝐫𝐢𝐛𝐥𝐞 𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐥 𝐡𝐚𝐦𝐛𝐫𝐞, 𝐩𝐨𝐫𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐬 𝐡𝐚𝐦𝐛𝐫𝐞 𝐞𝐬𝐩𝐢𝐫𝐢𝐭𝐮𝐚𝐥" (Miguel de Unamuno).

Imagina que estás sentado en una pequeña terraza, en una tarde templada, con un ejemplar de 𝐃𝐞𝐥 𝐬𝐞𝐧𝐭𝐢𝐦𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐭𝐫𝐚́𝐠𝐢𝐜𝐨 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐯𝐢𝐝𝐚 𝐬𝐨𝐛𝐫𝐞 𝐥𝐚 𝐦𝐞𝐬𝐚. Entre las manos, una taza humeante de café Boconó de Brasil: equilibrado, dulce, con ese retrogusto sutil de avellanas, frutos secos y un susurro de frutas maduras que acaricia el paladar. Cada sorbo es un regreso a la tierra, al origen, al tiempo lento de lo esencial. Y mientras el aroma envolvente del café despierta nuestros sentidos, esa frase de Unamuno nos impacta con fuerza.

Qué poderosa imagen. El hambre física es visible, urgente, desesperada… pero tiene remedio: se sacia. La envidia, en cambio, no pide pan; pide el alma. Es un vacío más profundo, un anhelo no de tener lo que el otro tiene, sino de ser lo que el otro es. Es una herida invisible que supura cada vez que alguien alcanza algo que sentimos fuera de nuestro alcance. Y lo más cruel: no se sacia, porque no tiene objeto claro. Es una búsqueda de sentido en lo ajeno, una renuncia inconsciente a la propia identidad.

Unamuno, como buen conocedor de los conflictos interiores del ser humano, no se refiere solo al sentimiento individual, sino a una enfermedad del alma colectiva. Una sociedad dominada por la envidia se desangra lentamente: en ella el éxito ajeno no inspira, irrita; el talento no se celebra, se sospecha; la belleza no se admira, se envenena. Porque la envidia no tiene que ver con la carencia real, sino con la percepción de una carencia espiritual.

Al saborear este café, que es fruto de un largo proceso de cuidado, de tierra fértil, de manos sabias y tiempo paciente, uno no puede evitar pensar en cuántas veces deseamos lo que otro logró sin mirar el trabajo silencioso que lo hizo posible. El aroma dulce y persistente del Boconó nos recuerda que lo verdaderamente valioso nace del esfuerzo, la paciencia y el autoconocimiento.

Quizás ahí esté la clave: cultivar nuestra propia "tierra interior", como se cultiva un buen grano. Comprender que la envidia es una señal de desconexión con nuestro sentido, y que solo se trasciende cuando empezamos a valorar lo que somos capaces de dar al mundo desde nuestra verdad. Solo entonces, al igual que este café en el paladar, surge una dulzura inesperada: la de una vida propia, plena y auténtica.

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