"Tenía 23 años… y ya parecía de otro planeta."
Salvador Sánchez no peleaba: bailaba con fuego. Tenía un ritmo imposible, un instinto animal, una inteligencia que no se enseñaba en ningún gimnasio. Era joven, sí, pero arriba del ring era un veterano. Dominaba cada centímetro del cuadrilátero con una frialdad quirúrgica. A los 21 años ya era campeón mundial, y a los 23 había vencido a leyendas como Wilfredo Gómez, que llegó invicto y fue aniquilado. Cuando apareció Azumah Nelson, que más tarde sería una figura histórica del boxeo, Salvador le dio una clase inolvidable. Lo tenía todo: técnica, temple, pegada, reflejos, coraje.
Iba camino a convertirse en el mejor peso pluma de todos los tiempos. Era cuestión de tiempo. De más defensas. De más noches épicas. Pero ese tiempo nunca llegó. El 12 de agosto de 1982, mientras conducía su Porsche por una carretera de Querétaro, se mató en un accidente. Iba solo. Se apagó sin aviso, en silencio. Tenía apenas 23 años.
No necesitó 50 peleas para ser eterno. No necesitó 10 defensas más para quedar en la historia. Lo que hizo en tan poco tiempo, nadie más lo hizo. El boxeo mexicano perdió un genio. El mundo se quedó con la pregunta sin respuesta: ¿qué habría pasado si Salvador Sánchez vivía un poco más?
Pero quizá no hacía falta. Porque lo que mostró fue suficiente. Porque con su talento, su coraje y su legado, alcanzó en vida lo que muchos no logran en cien peleas: la gloria eterna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario